jueves, 31 de diciembre de 2009

XIII - El poder del miedo

¿Habéis escuchado alguna vez cantar al viento? Es difícil oírlo, pero sucede a veces, en ciertos lugares que tienen una estructura concreta. Por ejemplo, una alta torre de ventanas y puertas quebradas, en una isla casi perdida en mitad del mar del Norte. Retorcida y gris, la torre de la que os hablo, no era tan diferente a una flauta grotesca y retorcida, sometida continuamente al azote del viento. Y éste, bailarín y juguetón, entraba y salía en impulsos constantes por los recovecos y las oquedades de la construcción, haciéndola sonar como una chirimía tañida por un sátiro que danza bajo la Luna.

Kalervo aprendió esas canciones cuando no había nada más que escuchar salvo su propia voz y las palabras de su Amo en las raras ocasiones en las que se dirigía a él. Aprendió las melodías e incluso trató de ponerles letra, en un esfuerzo que puede parecer un tanto extraño por mantenerse cuerdo, firme, y no ceder a la desesperación, arrojándose desde el tejado. Las silbaba entre dientes, disimuladamente, mientras caminaba con pasos lentos, apoyándose en el bastón, haciendo los recados que el Amo le encomendaba.

Aquella noche lo hacía, imaginando algún cuento de hadas, mientras se dirigía a la amplia sala abovedada donde el mago le había citado. Kalervo siempre se evadía de una realidad demasiado dura para su ingenuo corazón, refugiándose en su chispeante imaginación. Eso era mucho mas fácil que enfrentarse a hechos que no podía cambiar, mucho más efectivo que intentar tomar decisiones respecto a su situación. Los esclavos no toman decisiones, los monstruos tampoco. Él era ambas cosas, ahora. Lo primero, lo sabía. Lo segundo, solo lo intuía vagamente, entre pesadillas demasiado vívidas y sueños que no podía recordar.

Entró a la sala, sin pensar en nada más que en el cuento que estaba inventando, y se arrodilló delante de Arugal. El archimago, una sombra de ojos helados en la oscuridad de la noche, apenas aliviada por un par de candelabros, abandonó la mesa de trabajo y se le acercó con el vial de cristal. Kalervo alzó los ojos con ansiedad. El líquido anaranjado brillaba con luz propia en la penumbra. "Mi vida", pensó, aterrado. Siempre le invadía un sobrecogimiento cuando llegaba aquel instante, y palidecía de terror al comprender que bastaba con que el Amo cambiara de idea a capricho para que su fin fuera inminente. Solo que apartara la mano. Sólo que no le tendiera aquel frasquito, que ahora le otorgaba una vez al mes.

- ¿Lo quieres, gusano? - preguntó, como siempre, el mago.

Las tomas de los horribles potingues se habían espaciado con el paso del tiempo. Una mañana, cuando Kalervo ya había dejado que todos los castillos se derrumbaran y se había rendido a su destino, al menos en apariencia, sintiéndose un cobarde por elegir salvarse en vez de alzar la barbilla y negarse a ser un esclavo - cosa que había visto hacer a muchos héroes en los libros de aventuras que leía, y que solían tener un final feliz gracias a la intervención de hadas, deidades y demás - los Nuevos Hijos de Arugal le habían sacado de la celda. Le dieron una toga y un bastón y le enviaron a trabajar en el laboratorio. A partir de entonces, La Muerte se le servía semanalmente, al igual que La Vida. Y con el paso de los meses, sólo le visitaban cada dos semanas. Ahora, sería una vez cada tres meses. Así lo había indicado el Amo, contento con su trabajo imbuyendo hechizos mágicos en los preparados que él le encargaba. El Amo estaba contento. El Amo sería bondadoso... o al menos, no demasiado cruel.

- Lo quiero, señor - replicó Kalervo, con voz débil.

Arugal rió entre dientes y le ofreció el frasquito. El muchacho lo abrió con los dedos temblorosos, bebiendo el ardiente mejunje que le hizo temblar cuando el calor abrasador se extendió por sus venas.

- Eres un gusano - dijo Arugal con desdén, mirándole beber desde arriba y soltar el vial para apoyar las palmas de las manos en el suelo y gemir de dolor, mientras las lágrimas manchaban sus mejillas.

Si, Kalervo se sentía como tal. Se sentía un gusano, por haber querido sobrevivir. Sobrevivir en una vida como aquella, ¿qué valor tenía? ¿Qué valor tenía su rendición, si no era más que una condena? ¿No habría sido mejor morir y dejar que todo terminase?

"No", se dijo. No sabía de donde salía esa convicción, pero recordó fugazmente una mirada serena, una sonrisa optimista y unos gestos apenas amagados en un par de manos rudas y poderosas. "Nadie va a morir aquí". Sí, ese era el valor de su rendición. Sobrevivir, a cualquier precio, significaba tener nuevas oportunidades, dejar un camino a la esperanza, por angosto y apagado que éste fuera, incluso aunque diera miedo. Por eso se levantó, sin esperar las palabras de Arugal, y le miró, inclinándose casi con dignidad.

- ¿Hay algo más en lo que pueda serviros este gusano? - preguntó. Le sorprendió la frialdad de su voz, por un momento. Dejó de sorprenderle cuando, entre el miedo que nunca parecía abandonarle y la soledad impuesta de su alma, los pensamientos vengativos comenzaron a tomar forma. Algún día. Algún día... algún día. Quizá.

El archimago ladeó la cabeza.

- Siempre puedo sacarte alguna utilidad - dijo el mago, de manera misteriosa.

Nunca había sabido por qué Arugal había puesto tanto empeño en encontrarle, jamás entendió por qué ese afán en dar con él una vez hubo escapado de sus garras. Tampoco entendía estas palabras ahora.

- Estoy a vuestro servicio, Amo.

Kalervo fijó la vista en la punta de las botas de su señor. Negras como el cieno de un pantano viejo. Su mente racional le decía que estaba condenado, su instinto de supervivencia gritaba que había esperanza. A ratos le hacía caso a uno, otras veces a otro. Las palabras del mago fueron guadañas que parecieron cercenar toda la esperanza, la hicieron arder y la convirtieron en cenizas.

-  Quiero que vayas a Scholomance a buscar unos componentes necesarios para la próxima creación. Y regresarás... porque si no lo haces, mis Hijos no solo te hallarán a ti. También encontrarán a ese Lazhar a quien llamabas a gritos cuando aún creías que podías escapar de tu destino, le traerán aquí y verás con tus propios ojos lo que hago con él. Después, quizá te mate. O puede que te deje vivo sólo por ver como te consumes en el sufrimiento, sabiendo que lo que le pase a él será SOLO CULPA TUYA.

El suelo se emborronó ante sus ojos y las lágrimas mancharon la tarima de madera grisácea.

Sin esperar respuesta, Arugal invocó el portal brillante con un par de palabras, y la imagen de un lugar tenebroso, siniestro y de luz verdeante e insana se formó con claridad ante la mirada rendida de Kalervo Alher Fel'anath, magistrado, aprendiz de arcanista, gusano y esclavo.

- Volveré - musitó, arrastrando los pies mientras se dirigía al portal, cabizbajo y sintiendo cómo los cristales de su destrozado corazón se le clavaban en el pecho, con una angustia imposible de medir.
- Lo sé - dijo Arugal.

El antaño archimago del Kirin Tor, decían, estaba loco. Sin embargo, no había dejado de ser inteligente, y sabía mucho acerca del poder del miedo.

XII - Una historia de terror

Cuando el joven magistrado y ahora aprendiz de arcanista Kalervo Alher Fel'anath era un niño, le gustaba mucho leer cuentos. También escucharlos de los labios de su madre, la dulce y sobreprotectora Lady Alystrea, antes de dormir. Sus cuentos favoritos, como el lector ya debería saber, eran los de aventuras y los de amor, porque el sensible y emocional Kalervín de entonces, al igual que el de ahora, solía asustarse mucho con las historias de terror. Ahora, sin embargo, entre la febril neblina de la consciencia, le parecía estar viviendo en uno.

Encerrado desnudo en la húmeda celda, aguardaba el paso de los días y las noches, sollozando a solas, mientras los castillos de arena que construía en su imaginación se venían abajo con el discurrir del tiempo. "Buscaré un modo de escapar", así se llamaba el primero. Infructuosamente, lo buscó, tratando de empujar piedras inamovibles, de colar hechizos arcanos en la cerradura de la puerta que sólo hacían enfadar más a los guardias, incluso intentando incendiar la paja que, húmeda, nunca llegaba a prender. "Pediré socorro por el ventanuco", se llamaba el segundo. Pero desde la breve oquedad enrejada, sólo podía ver una vasta extensión de praderas y colinas verdes, donde los osos rugían y los lobos aullaban. Lejanos. Demasiado lejanos, al otro lado del mar. Pues la torre se encontraba en una isla, y nadie podía escuchar sus gritos de auxilio, sólo el mar, el viento y las gaviotas. "Lazhar vendrá a salvarme", fue su última esperanza. Que nunca llegó a derruirse del todo, y que de alguna manera, le proporcionó la fortaleza suficiente para mantenerse firme, al menos espiritualmente.

- Lazhar vendrá a salvarme - estaba repitiendo, febril y sudoroso, con el cuerpecillo aovillado en un rincón y la voz temblorosa. Al menos escuchar su propia voz le recordaba que seguía vivo, que era real, mas allá de la bruma de la enfermedad que le provocaba náuseas muy reales, le ardía en la sangre y le hacía vomitar pura bilis. - Lazhar vendrá a salvarme... se dará cuenta... de que no estoy... también el Señor Ysbald... se darán cuenta... me buscarán... vendrán a salvarme... me buscarán... me encontrarán... Lazhar vendrá a salvarme... me curará con la Luz... me dirá que he sido muy valiente...

Un acceso de tos que le desgarró los pulmones le hizo callar. Tosió, convulsionando sobre las losas, y lloró amargas lágrimas al ver la sangre que manchaba, con cinco gotas en forma de estrella, el suelo de su prisión.

- Nadie va a venir, Alher. - Replicó la voz suave, casi dulce, engañosa como un escorpión, del Archimago Arugal, que le observaba desde detrás de las rejas. Levantó los ojos turbios hacia él, empañados de lágrimas. ¿Era real? ¿Era sólo una imagen? ¿Era un sueño? Nunca llegó a saberlo. Pero sus palabras no las olvidó jamás.

- Nadie vendrá a por ti. Estás completamente solo... esto es lo único que tienes. Y ahora me perteneces, para siempre. - dijo la pesadilla de Arugal, sacando la mano de las mangas de la toga, entre la penumbra de los mortecinos cirios, y mostrándole dos viales. Uno amarillento, otro anaranjado. - En mi mano está todo, tu presente y tu futuro. Te he dado una bendición... un motivo para tus estúpidos lloriqueos, una razón para tu tonta cobardía. ¿No te sientes morir?

Kalervo se estremeció, tosiendo de nuevo. Esta vez, la virulenta bocanada de sangre le inundó la boca, haciéndole abrir los ojos como platos y temblar, sobrecogido por un violento dolor. El líquido rojo le supo metálico sobre la lengua apelmazada, se derramó en el suelo húmedo, reluciendo con demasiado realismo ante su mirada vacía, perdida. Arugal le observaba, las guadañas de sus ojos, heladas, le atravesaban, haciendo patentes aquellas palabras de condena. Sí. Se sentía morir.

- Así es, gusano - la voz del archimago, suave, casi paternal. - Te sientes morir porque te estás muriendo. Cada día te entrego la muerte, cada noche te entrego la vida.

La puerta enrejada giró sobre las bisagras y los ojos entrecerrados, arrasados en lágrimas del joven Kalervo, se fijaron ausentes en los pliegues de la negra toga con bordados de runas de plata. El brazo de Arugal le incorporó a medias, sin encontrar resistencia alguna. Sintió que sus huesos se clavaban en la carne del mago cuando alzó su liviano peso y el tacto cristalino del vial despertó el frío en sus labios.

- Aquí tienes tu vida, una noche más. Mañana volveré a traerte la muerte, hasta que aceptes a quién has de servir.

"Vendrán a rescatarme", se dijo una vez más, tragando el espeso líquido. Sabía a hierbas y a algo engañosamente dulce, y al engullirlo una explosión de calor ardió en sus entrañas, haciéndole apretar los dientes y tensarse por completo.

Kalervo pasaba mucho miedo cuando le contaban historias de terror. Ahora, cuando su vida se había convertido en una, cuando el miedo era su estado natural y la locura acechaba a cada lento segundo, ni siquiera asustarse tenía sentido.

XI - La torre en las frías colinas

Despertó con un fuerte malestar en todo el cuerpo, la piel crispada por el frío y un fuerte olor a orines, paja podrida y agua estancada. Cuando consiguió abrir los ojos, no podía estar seguro de haberlo hecho. Sólo se lo confirmó la caricia líquida y caliente de la lágrima que rodaba por su mejilla y el gemido propio, que escuchaba casi lejano. Bajo su cuerpo desnudo, losas frías, duras, húmedas. Paredes de roca.

- Noooo - gimoteó, abrazándose las rodillas. Se le había soltado el pelo y notaba los labios agrietados. - Noooo... por favor. Por favor.

Enfocó la vista y percibió la suave penumbra detrás de las rejas de su calabozo. Mareado, se arrastró a un rincón para vomitar, y trató de avanzar hacia la puerta metálica, empuñando los barrotes con los finos deditos manchados de mugre.

- Noooo... ¡QUIERO SALIR!

Una potente explosión arcana estalló a sus pies instintivamente. Otra vez el miedo, otra vez la sensación de abandono, de impotencia. El paladar le sabía a rayos en salsa, la tripa se le había dado la vuelta, y todo él se sentía enfermo.

- ¡QUIERO SALIR! ¡SACADME DE AQUÍ!

Un golpe seco en los barrotes y el rostro de un lobo, casi encajándose en ellos con las fauces abiertas y los ojos inyectados en sangre, rugiendo y gruñendo, le hicieron soltarlos y caer de espaldas hacia atrás, gritando y temblando.

- ¡Silencio, escoria! - Bramó el animal. - Si vuelvo a escucharte, te devoraré las entrañas mientras aún estás vivo.

Inmóvil, con la respiración acelerada y los ojos fuera de las órbitas, Kalervo ni siquiera pudo asentir. El aire no le llegaba a los pulmones, su pequeña nariz aleteaba desesperadamente mientras las lágrimas fluían a borbotones. El lobo gruñó una vez más, y la larga sombra que apareció tras él, rascándole tras las orejas, clavó su mirada azul gélido sobre el joven elfo desnudo. El ferocani se marchó, dejando espacio a su maestro. Y el archimago Arugal, con su larga toga, con su máscara de tela negra y su tocado de colmillos de hueso, dio la bienvenida a Kalervo, haciendo que casi se desmayara.

- Me lo has puesto difícil, gusano.
- ¡Déjame! - se tapó el rostro con las manos, chillando. - ¡Déjame, por favor! ¡Ya no eres nada, ya no te quiero, ya no existes! ¡Quiero irme a casa!

De nuevo, el sollozo aterrado se agitó en su pecho dolorido. El aire estaba demasiado frío, todo era frío horrible allí, y sus peores pesadillas le visitaban de nuevo.

- No tienes casa - replicó el archimago. - Esta es tu casa. Mi presencia ha sido tu único hogar, y es el único que conocerás en lo sucesivo. Me robaste el Brazalete de Ur, me robaste mis libros. Y me traicionaste.

Kalervo intentaba apagar todas aquellas palabras, tapándose los ojos, tapándose los oídos, tratando de recordar canciones, pensando en algo que pudiera servirle de refugio ante el miedo, las ganas de morir y la desesperación.

- Déjame, déjame, ¡DÉJAME!
- A pesar de todo, como padre amoroso, de nuevo te acojo - Arugal siempre hablaba así. Suave, frío, cortante. Terriblemente real. - Me has hecho ir a buscarte muy lejos, gusanito. Y mírate... si hasta puedes invocar algo de magia. Eso está muy bien, muy bien, sí.
- Qué...quieres de mi... - sollozó.

La puerta de la celda se abrió con un chasquido. Dando un grito, Kalervo se arrastró penosamente hasta un rincón, intentando poner distancia entre los dos. Las togas del archimago le rozaron las rodillas, y los dedos finos de largas uñas se cerraron en su cabello, tirando de él. Abrió los ojos, fuera de sí, aterrado y gimoteando. El brazo de Arugal le mantenía contra su cuerpo, el olor a muerte y alquimia emanaba de los mismos poros de aquel hombre terrible de ojos como cuchillas. "Voy a morir", pensó, retorciéndose en un vano intento por escapar, ahogándose en un grito desesperado, con el corazón golpeando con fuerza en el pecho a causa del pavor.

- Mírate, mi buen aprendiz - dijo el mago, tirándole del pelo para que alzara la cabeza y embutiéndole el vial entre los labios, mientras le tapaba la nariz en un gesto violento y doloroso, obligándole a tragar. - Si ya hasta sabes aullar.

X - Trabajo a tiempo completo

Los renegados son gente muy especial. Kalervo había podido darse cuenta de ello a la perfección durante los últimos tiempos, ah, sí. El pueblo de la Dama Sylvannas no era simpático, de acuerdo, y tampoco especialmente agradable a la vista. Sin embargo, la no - muerte había hecho de ellos personas con una serie de características comunes que no le parecían del todo censurables. Una de ellas era su carácter en extremo vengativo. Eso ofrecía múltiples oportunidades de negocio, sin lugar a dudas. De cuando en cuando podía conseguir pequeños trabajillos entre el noble pueblo de la vieja Lordaeron, consistentes en su mayor parte en robar viejos tesoros que les habían sido expoliados tras su muerte, vengarse de viejos enemigos y, no menos interesante, utilizar toda clase de potingues mortales contra los humanos.

Kalervo era demasiado sencillo en sus conclusiones como para darse cuenta de la soterrada envidia de la vida, el rencor y la ira malévola que poblaba la mayoría de los marchitos corazones de aquella gente, y si se daba cuenta, no prestaba demasiada atención a ello. Casi todos tenían cuentas pendientes en su no muerte, y eso era conveniente. Significaba que no era complicado encontrar encarguitos para Lazhar en esa tierra.

Lo que no esperaba y abrazó con entusiasmo, fue la propuesta de aquel renegado ciego tan extraño llamado Ysbald, quien, educado y cortés, les ofreció pasar a formar parte de su emporio comercial y negocio de transportes. Kalervo había jugado bien sus cartas para asegurar un contrato bien redactado cuando el Señor Ysbald contrató a Lazhar como guardaespaldas, si. Lo único que le resultaba vagamente molesto de aquella situación era el hecho de que su estimado representado debiera seguir al renegado allá donde iba mientras él, como administrador, escriba y encargado del para otros tedioso papeleo, debía permanecer casi siempre en ciudades tan variopintas como Trinquete, Entrañas o Bahía del Botín.

Todo en el negocio del Señor Ysbald parecía legal. Lo parecía, sin duda, gracias a él. Falseando documentos, retocando contrataciones, el contrabando ilegal se había convertido en comercio lícito cuando los pergaminos pasaban por sus manos, y la pobreza que amenazaba con llamar a la puerta de su vida y ya campeaba en la de Lazhar, habían sido esquivadas con gran habilidad usando la inteligencia. ¿No era maravilloso? Lo era.

Estaba pensando en ello mientras caminaba hacia el bosque, con la faltriquera de hierbas a un costado y la toga arremangada, canturreando alegremente. Era de día. Hacía sol. No había nada que temer, y necesitaba un poco más de sangrerregia para elaborar las tinturas que necesitaba para su trabajo. No apreciaba especialmente el bosque de Argénteos, pero no tenía tiempo de buscar la planta en las regiones de quel'thalas si quería llegar a tiempo para tomar el barco.

- El pequeño conejiiito saltando, saltando - cantaba, inclinado sobre uno de los arbustos con la tenacilla. Estaba de buen humor. - Tan blancas orejas, colita de algodón...

El viento soplaba suavemente entre los árboles, olía a flores silvestres y a plantas. La peste pútrida de los ríos contaminados y de los cadáveres no llegaba hasta allí. Y además, Kale estaba un poquito resfriado, así que no fue capaz de reconocer el familiar olor a perro mojado.

- Pequeño conejito, saltando, saltando...

Se dio cuenta demasiado tarde. Cuando una risa leve se escuchó a su espalda y de pronto le pareció que la quietud era demasiado intensa en torno a sí. Se puso pálido y se le cayeron las tenacillas al suelo. ¡Oh no! ¡Condenación! La voz gutural y gorgoteante completó la canción.

- Solito se fue al bosque... y el lobo se lo comió. ¡MWAHAHAHA!
- ¡IIIIIH!

Las zarpas se abalanzaron sobre él. Una masa de pelo y fauces babeantes, y después, la alocada carrera hacia el lugar que ya conocía, mientras el terror se apoderaba de su corazón y una sensación de terrible desgracia le golpeaba en plena cara, recordándole que su mala estrella no se había apagado todavía.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

IX - Pequeños cambios

- Fuera de aquí.

Kalervo miró la puerta y miró al comerciante de perfumes, frunciendo el ceño, sin entender.

- Pero señor, usted necesita un escolta y yo le estoy ofreciendo algo digno. Un gran guerrero. Y a un precio módico. Es una opor...
- Fuera-de-aquí.

El elfo de cabellos rubios le miró de nuevo, como si no supiera qué hacia allí todavía, sobre su alfombra de brocado. Kalervo frunció el ceño. Odiaba muchísimo esas miradas. Era el desprecio, una fuente de alimento de la que había mamado durante toda su vida. Se dio la vuelta y abandonó la lujosa casa del barrio alto, avanzando con dignidad a lo largo de los pasillos.

Había cosido el bajo de su toga de aprendiz de arcanista y llevaba el grimorio colgando del cinturón. También el bastón a la espalda. En los últimos días, había acudido con frecuencia a la pequeña biblioteca, donde había tenido ocasión de consultar con algunos instructores, y había abandonado el traje de chaqueta para sustituirlo por las vestiduras propias de aquellos que tenían más prestigio entre su pueblo. Los magos. A pesar de todo, con un traje o con otro, no dejaba de encontrar desprecio allá donde iba. Si se mostraba amable y dicharachero, cosa inevitable por culpa de su carácter inocente, le tomaban por idiota y débil. Si se asustaba, más le acicateaban. Aquel día, había tenido que salir corriendo cuando dos brujos le amenazaron con horribles maldiciones, riéndose de el. Le habían asustado con los demonios que llevaban junto a ellos, y una de esas súcubos insidiosas le había lanzado un hechizo que le hizo seguirla como un estúpido durante minutos. Después, le habían estafado cuando intentó comprar un frasco de hierbas para la tos a un alquimista, que le dio en su lugar un laxante. Tras pasar el resto del día en las letrinas, sintiéndose ridículo, tonto y absolutamente diminuto y desgraciado, había intentado encontrar un nuevo trabajo para Lazhar y para él, acudiendo a ese comerciante que precisaba escolta para un viaje. Y tras sufrir dos ataques intestinales más y un acceso de tos violenta en el despacho del vendedor de perfumes, le echaban como a un perro.

Si, Kalervo estaba harto de que se aprovecharan de él. Estaba harto de todo el mundo en aquel instante, y la ira bullía en sus venas, en su mente, mezclándose con la autocompasión. Cuando estaba frente a la puerta, bajó la mirada y contempló la rica alfombra alargada que se extendía hasta el despacho del elfo. Contempló los altos cortinajes, pensativo. Miró alrededor y sus ojos se tiñeron de un suave resplandor azulado cuando tomó aire y abrió los dedos.

- Rûth runya - murmuró a media voz, abriendo la puerta, y cerró los dedos tras el pequeño destello rojizo.

Cerró a su espalda y salió al exterior, suspirando con cierta satisfacción.

Si, Kalervo estaba harto de ser pisoteado por aquellos que se creían más fuertes. Pero ahora, ahora había un pequeño cambio en la situación. Él ya no era débil ni inútil. Podía defenderse y podía aplastar a los que le trataban mal y le hacían enfadar. Escuchó el chisporroteo de las llamas tras de sí y sonrió animadamente, parpadeando bajo el sol.

Cuando atravesaba el Intercambio Real, un puñado de guardias cruzó a su lado a todo correr, y los gritos ahogados y el humo provenientes de la casa que ya no podía ver, ahora lejana, actuaron como un suave bálsamo en su pequeño orgullo infantil.

VIII - El instructor

La taberna del Frontal, de todos era sabido, era un lugar poco recomendable en la calle menos recomendable de la ciudad de Lunargenta. El oscuro callejón que daba cobijo al Sagrario de los brujos y la sincrética y misteriosa academia de agentes de inteligencia - que era una manera elegante de llamar a los espías, asesinos y ladrones - rara vez era visitado por la gente decente. Kalervo, como magistrado que era, no era una persona decente en el más estricto sentido de la palabra, por lo que había acudido con frecuencia al Frontal de la Muerte en busca de información para sus casos.

Lo que no había pensado jamás es que se iba a sentar en aquella taberna a media luz, con su mejor traje y su maletín, enfrente de una persona como el Señor Albagrana. Se removía inquieto en su asiento, tratando de aparentar la seguridad y amabilidad que se esperaba de un representante, sin embargo, el enorme paladín que tenía enfrente le imponía de alguna manera. No era miedo exactamente. Era... como si de pronto estuviera delante de su padre, algo parecido. Casi tan alto como Lazhar, era más ancho de hombros y espalda, su corpulencia era mayor y le hacía parecer más grande que su compañero. La armadura que llevaba, reluciente y de buen acero, también contribuía en hacer más patente su envergadura, y la expresión severa del rostro anguloso, aunque revestida con cierta placidez, no dejaba de apocarle cada vez que le miraba a los ojos.

- Así que estás buscando un instructor - dijo el elfo rubio, mirándole directamente.

Kalervo asintió con la cabeza, carraspeó y echó un vistazo a la enorme maza que reposaba junto a la silla.

- S... si, señor. Busco un instructor para mi representado.
- Para tu representado. ¿Y a quién representas?
- A Lazhar el Bravo, futuro héroe de los sin'dorei y... a Lazhar, señor.

Tragó saliva, parpadeando de nuevo. Atento a cada gesto de su interlocutor, observó cómo la mano grande se cerraba en el asa de la jarra de cerveza, le vio tragar, chasquear la lengua, lamerse los labios y pasarse el dorso sobre la barba y la boca, asintiendo, pensativo.

- Cuando te vi en el Centro de Mando, los Caballeros de Sangre se estaban riendo. ¿Por qué?

Kalervo arrugó la nariz. "Porque son tontos", pensó.

- Porque les parece extraño - respondió, en cambio - Les parece extraño que busque... que busque a alguien que ayude a Lazhar a desarrollar sus capacidades.
- Dijiste que es mudo. No puede hablar.
- Si, señor.

Al menos, el señor Albagrana no se había reído de él en el cuartel y tampoco lo hacía ahora. Cuando le había visto, Kalervo estaba enfrascado en la dura actividad de hacer comprender a los Caballeros lo que estaba buscando. Como todo el mundo sabe, hacer comprender cualquier cosa a un Caballero de Sangre es una tarea ardua y, la mayoría de las veces, inútil. Sus cerebros no están preparados para entender casi nada, mas allá de las tres premisas básicas de su orden, los axiomas en los que se sustentan: Que son los más guapos, que son los más chulos y que son capaces de manejar la Luz a voluntad, lo cual les da derecho a ser tratados como reyes y castigar a quien no lo hace.

Kalervo podría haber estado de acuerdo en las dos primeras, pero tenía sus dudas respecto a la tercera, y en cualquier caso, no entendía por qué cuando decía que Lazhar estaba mudo, todos sus interlocutores parecían volverse de repente sordos. Cuando la paciencia de los Caballeros empezaba a tocar fondo y las miradas se volvían hostiles, el señor Albagrana, que se encontraba en un rincón apartado conversando con uno de los instructores, había avanzado hacia él y le había levantado por el cuello de la chaqueta desde la nuca, había dicho adiós a todo el mundo y le había arrastrado a aquel lugar. Luego, le había invitado a un zumo - Kalervo no bebía alcohol - y se había sentado para pedirle que le hablara de Lazhar. Y por lo que parecía, había prestado atención a sus cuitas en el interior del Centro de Mando.

- ¿Por qué es mudo?
- Le... le cortaron la lengua, señor.

El señor Albagrana asintió con la cabeza y miró de reojo a Kalervo.

- ¿Y dices que puede usar la Luz?
- Un poco, señor. Le he visto hacerlo... pero... bueno, claro, no puede recitar hechizos ni invocar, ni eso.
- Comprendo.

Kalervo miró alrededor, tirándose de las mangas del traje, luego observó al paladín con curiosidad. Llevaba un tabardo negro con un sol bordado en hilo de plata en el centro, y los ojos estaban cubiertos por un resplandor dorado. Tenía cicatrices. Y emanaba un aura casi venerable que le obligaba a bajar los ojos de cuando en cuando. Se había presentado como paladín, pero no estaba seguro de si era eso lo que Lazhar quería... ni siquiera estaba seguro de que quisiera un instructor. Pero tampoco debería importarle, total, lo iba a pagar él.

- Entonces... ¿usted qué cree? - dijo al fin, mirando al señor Albagrana.
- ¿Sobre qué?
- Pues... que si cree que es posible que desarrolle sus capacidades aunque no pueda hablar.

El paladín arqueó la ceja y dibujó una sonrisa sesgada con gesto pícaro, casi travieso. Kalervo se puso un poco rojo. El señor Albagrana también era muy apuesto, aunque impusiera tanto respeto.

- No hay nada imposible, señor representante. Me gustaría conocer al tal Lazhar.

¡Qué maravilla! Kalervo se puso en pie de un salto, casi tirando la silla, y le tendió la mano.

- Gracias, señor - exclamó, estrechando la suya con ímpetu. - Muchas gracias. No se preocupe por los honorarios, yo me encargo de todo. Solo dígame cuánto y...
- Eh, eh, frena, rey - replicó el paladín. Kalervo le soltó la mano, carraspeando. - He dicho que quiero conocerle. Si la Luz le asiste, entonces ya hablaremos de honorarios. Pero no te prometo nada. ¿Entendido?
- Entendido, señor - respondió Kalervo, conteniendo el extraño impulso de ponerse firme y saludar como un soldado.
- Bien. Cítale mañana en Entrañas y veremos qué tal. Ahora, en marcha.
- Sí, señor.

Kalervo se marchó a su habitación en la casa de huéspedes, con el maletín en la mano y una sonrisa tan grande como una media luna, sin poder contener su emoción. ¡Tenía que escribir a Lazhar cuanto antes para comunicarle la noticia!

Mucho después, Kalervo se preguntaría por qué cuando Lazhar ya llevaba tiempo recibiendo instrucción del señor Albagrana, jamás había llegado ninguna factura ni el paladín les había reclamado ninguna clase de honorarios. Sin embargo, no encontró queja de ello. Por entonces ya se había acostumbrado a ese modo de actuar de ciertos paladines: Impulsivos, generosos, tozudos como mulas y muy ilógicos. Pero al fin y al cabo, como también descubriría más adelante, encantadores.

VII - Hacerse el héroe

- ¡IIIIH!

Kalervo corrió, dando saltos para alejarse del trol que le perseguía gruñendo, con cara de pocos amigos. Agitó el bastón y trató de invocar algún hechizo, pero de repente no se acordaba de ninguno. ¡Tenía mucho miedo!

- ¡Evo!

Lazhar gruñó al trol que gruñía y le golpeó con el plano de la espada en la nuca, haciéndole trastabillar y girarse hacia él. El joven magistrado respiró, mareado, intentando recuperar el aliento. Le iba a dar un ataque de asma en cualquier momento. Se dejó caer en un rincón y aspiró las sales, nervioso. ¡Malditos monstruos! No sólo había sido una aventura llegar hasta sus campamentos, en Zeb'sora, atravesando esa horrible aldea llena de insectos nerubianos de la Plaga. Ahora además, los trols asomaban entre los árboles, les acechaban desde todas partes con sus crestas de colores chillones y esas hachas inmensas. Kalervo pensó apresuradamente en todas las maneras de morir que existían en aquel lugar, a cual peor. Hecho rodajitas, asado a la parrilla, metido en una cazuela, apaleado, apedreado, convertido en gallina por los Oráculos...

- ¡VAMOS A MORIR! - exclamó fuera de si.

Lazhar le miró con extrañeza, arqueando la ceja. El trol yacía a sus pies, muerto, y la espada estaba manchada de sangre.

- Evo... shhhh - Hizo un gesto, conminándole al silencio y mirando en derredor.

Kalervo hubiera obedecido si el pánico no hubiera hecho presa en él. Temblando, volvió a gritar.

- ¡VAMOS A MORIR!
- Evo...
- ¡IIIIIH!
- ¡Evo!

Como era de esperar, los trols le habían escuchado. Y ahora otros tres se abalanzaban sobre ellos, empuñando las armas y soltando rugidos estremecedores. Eso solo provocó que Kalervo gritara más, mientras Lazhar combatía, resollando de cuando en cuando a causa del esfuerzo. Afortunadamente para todos, Lazhar el Bravo era valiente, sí, su sobrenombre le hacía justicia. Además, se defendía bastante bien en la batalla, pues, según le había contado al magistrado, había sido soldado tiempo atrás.

Sin embargo, mientras Kalervo intentaba recuperar la respiración, con el frasco de las sales temblándole en las manos y encogido, con la espalda pegada contra el árbol, los enemigos habían cercado al pelirrojo. Un golpe seco le hizo caer hacia atrás.

- ¡Lazhar, cuidado, cuidado! - exclamó, mirando alrededor. Era momento de huir. Bien, no estaba bien dejar a un representado solo ante la muerte inminente, menos aún a uno tan guapetón como Lazhar, pero Kalervo había tenido bastantes heroicidades por ahora. Intentó ponerse en pie para escapar, y entonces vio el resplandor.

¡Se le abrieron los ojos como platos! Abrió la boca y se le cayeron las sales al suelo. Porque Lazhar el Bravo, con una mano alzada, estaba invocando la Luz para sanarse, y un haz brillante, dorado, se precipitó sobre su cuerpo embutido en la armadura, con un sonido cálido, de cascabeles o campanillas.

Anonadado, Kalervo se olvidó de lo que estaba haciendo allí. Solo podía mirar la escena. Un martillo dorado descendió del cielo y golpeó en la cabeza a uno de los trols de cresta púrpura, haciéndole caer al suelo con la lengua fuera. Y la espada de Lazhar derribó a otro. Pero quedaba uno, y ese último se abalanzaba sobre el guerrero, con el hacha dispuesta a tomar su vida.

- ¡Talion Helka! - exclamó Kalervo, extendiendo las manos hacia adelante casi sin darse cuenta. La magia chispeante recorrió su cuerpo y su sangre, y entre los dedos sintió la textura fresca, gélida.

Lazhar se volvió hacia atrás justo a tiempo, y reculó un par de pasos. El trol gruñía y miraba al suelo, empuñando el hacha. Una capa de hielo se había cerrado a sus pies, impidiéndole moverse. Con una exclamación acerada, Lazhar se arrojó sobre su rival y el mandoble giró en el aire, la sangre salpicó y saltó, y cuando el hielo se deshizo, el cadáver del trol del bosque cayó sobre la hierba, sin cabeza.

Suspirando, el futuro héroe de los sin'dorei se volvió hacia su representante, con el ceño fruncido. Kal resopló y bajó la cabeza. No necesitaba que hablara, podía leer muy bien esa expresión, así que volvió a mirarle, tratando de explicarle lo horrible que era todo aquello.

- Es que me he asustado. ¡Hay muchos! Y todos quieren matarnos, y comernos, y... ¡Vamos a morir!
- EH

Kalervo parpadeó, a punto de entrar de nuevo en un bucle de horror y pánico y desesperación, pero el gesto firme que hizo Lazhar con la mano le hizo callar al momento. Luego los ojos grises se fijaron en él y el combatiente volvió a gesticular, señalándole a él, luego a sí mismo y empuñando la espada. Después se pasó el dedo por el cuello y negó con firmeza. "Nadie va a morir aquí", quería decir. Kalervo se mordió el labio y asintió.

- Te he visto usar la Luz - murmuró.

Lazhar asintió. Luego se señaló el ojo y le señaló, removiendo los dedos y poniendo la inequívoca e inconfundible cara de mago, capaz de reconocerse en cualquier lugar. A continuación volvió a sonreír. Al parecer, no estaba demasiado enfadado. Kalervo se alegró de no haber huido como una rata, por un momento muy corto y breve. Luego volvió a mirar el espeso bosque y suspiró con gran desazón.

- Quiero irme a casa - dijo, haciendo un puchero. Lazhar recogió la cabeza de trol cortada y asintió, indicándole que habían terminado el trabajo, sin perder la sonrisa. Le sangraba un brazo, pero no parecía importarle.

Se encaminaron de regreso a la ciudad, Kalervo recogiéndose las faldas y con el bastón a la espalda, Lazhar, haciendo girar la espada en una mano y con la cabeza del trol en la otra, sujetándola de la cresta.

- Vaya susto me has dado. ¿Quien te manda hacerte el héroe viniendo aquí? - le reprochaba Kalervo, limpiándose una lagrimilla de pura tensión que le corría por la mejilla. - No sé por qué te hago caso.

Lazhar frunció el ceño, mirándole con extrañeza, y le señaló.

- Ah... es verdad. Que ha sido idea mía. Bueno, pero la próxima vez intentaré no hacerme caso. ¡He pasado mucho miedo! ¿Y has visto esos gatos? ¡Eran muy grandes! Y no me gusta cómo nos miran los trols, además... ¿Por qué está esto lleno de setas verdes? ¡Este bosque parece un plato de comida que se ha dejado fuera demasiado tiempo, con tanto moho y musgo y...! ¿Como has hecho eso de la Luz?

Lazhar se encogió de hombros y sonrió a medias, mientras un halo dorado surgía del suelo y le cubría por completo.

Increíblemente, para sorpresa de Kalervo, ambos llegaron vivos a la ciudad. Como había dicho Lazhar, nadie murió ese día, ni al siguiente, ni al otro.

VI - Hacer un héroe

Kalervo suspiró, enroscó la tapa de su frasquito de sales y se miró en el espejo de cuerpo entero, reflexionando profundamente. Pasó la manga sobre el cristal polvoriento. Había traído aquel espejo desde Lunargenta, en los Claros de Tirisfal nadie quería mirarse para ver qué tal le sentaba la ropa. Cosa que comprendía a la perfección, los renegados tenían la desagradable costumbre de ser feos y aterradores, y dudaba que encontraran ningún placer en observarse a sí mismos.

Pero Kalervo gustaba de contemplarse. Se cepilló el pelo, atento a las suaves ojeras que circundaban su mirada verdeante, la palidez enfermiza de la piel y los huesos de las clavículas, que se le marcaban más de lo que le gustaría. Una cosa era conservar la línea y otra ser sólo líneas. Se imaginó a sí mismo como un monigote hecho con palotes y arrugó la nariz. Se estaba quedando en los huesos.

- Pronto acabaré pareciéndome a uno de los renegados - suspiró, con un pitido rasposo al exhalar el aire entre los dientes.

Recogiéndose el cabello, se ajustó la toga nueva y contempló su imagen. Si. Casi parecía un hechicero. Una oleada de nostalgia le hizo saltar las lágrimas.

Tiempo atrás, en un pasado lejano, en un verano imposible, sus padres le habían enviado a la Academia Falthrien durante tres meses. Era un elfo de Quel'thalas, era un descendiente del pueblo que había visto nacer la magia y la había desarrollado hasta límites imposibles de imaginar. Y pertenecía a una familia acomodada y prestigiosa, de la baja nobleza. Tenía que aprender algo de magia. Nunca pensó que tuviera que usarla, pero ahora había llegado el momento.

- Vamos, Laz - se dijo en el espejo, señalándose - no puedes depender de los demás. Estás haciendo un héroe, y tienes que acompañarle. ¿Qué clase de representante serías si no? Pues un desastre, eso digo yo.

Asintió a su propio rostro, con las cejas levemente fruncidas, y se ajustó el cinturón, recogiéndose los faldones. Abrió el estuche con su bastón nuevo y lo tomó entre los dedos, haciéndolo girar como había visto hacer a veces a las bailarinas. Sonrió a medias. Luego se colgó el grimorio elemental que le habían regalado al cumplir la mayoría de edad, con los hechizos básicos de cualquier principiante pardillo.

Se apresuró en bajar las escaleras, correteando algo nervioso, y saludó alegremente con la mano a los renegados del Mesón la Horca, que le miraron con una mezcla de indiferencia y desprecio. Para variar. En fin, ellos eran así. Al salir al exterior, el enorme guerrero le esperaba allí.

- ¡Hola Lazharillo! - Exclamó muy ufano.

Lazhar sonrió afablemente, y Kalervo sintió como si un ratón le mordiera en la barriga al verle. Su propia sonrisa se dibujó sola, más ancha, en respuesta a la del elfo.

Además de guapo, Lazhar era muy agradable. Sonreía a menudo, y le trataba bien. Puede que no fuera un conversador excepcional, pero dadas las circunstancias, Kal se lo perdonaba. Además, nunca le interrumpía cuando se ponía a contarle todas las cosas... lo que fuera que le contaba, ni él mismo lo sabía. El caso es que le caía de maravilla y era muy feliz teniéndole cerca. Sobre todo ahora.

Repasó con la mirada el aspecto de Lazhar el Bravo, para evaluar su trabajo. Se había cortado el pelo, aunque el resultado era un tanto irregular. Los trasquilones eran visibles, pero había mejorado comparado con el aspecto que presentaba semanas atrás. La roja cabellera brillaba como una llama, tenía un aspecto sano y lustroso y la piel levemente atezada resplandecía, los dientes relucían, blancos y bien alineados cuando mostraba aquella sonrisa encantadora que le provocaba cortes de digestión. Y la armadura nueva era mucho mejor que la anterior. Bueno, si, unas piezas eran distintas de otras y tenía un aspecto un poco bárbaro, pero sin duda, su presencia imponía.

A Kalervo así se lo parecía, y se lo hizo saber.

- Jolin, ya pareces un héroe.

Lazhar asintió a medias, sin perder la sonrisa optimista. Luego dio un mordisco al enorme pastel de carne que estaba comiendo. Había sido un poco caro costear tanto acero, e invitarle a comer no era moco de pavo. Lazhar tragaba como no había visto a nadie comer en su vida. Parecía que no se llenaba nunca, pero Kal consideraba que un cuerpo tan grande necesitaría mucho alimento para mantenerse en forma. Además, consideraba aquello una inversión.

Lazhar le hizo un gesto, señalándole la toga y el bastón y arqueando la ceja con curiosidad.

- ¿Eh? Ah. ¡Oh! - Kal se tiró del cinturón, pisándose las puntas de las botas. - Bueno, ya tenemos un trabajito en Quel'thalas. Y voy a acompañarte, claro. Soy tu representante, y tengo que cuidar de ti.

En el universo de Kalervo, aquella frase no era nada absurda. Quizá porque en su universo, el hecho de que Lazhar midiera dos metros y su brazo fuera más ancho que la pierna del magistrado, eran cosas completamente irrelevantes para necesitar protección. Sin embargo, Lazhar tampoco parecía ofendido por ello. Se limitó a sonreír otra vez y poner cara de tío duro, flexionando los músculos.

- Ya sé que eres muy fuerte, pero aun así. Además, tendré que decirte a quién hay que matar y todo eso, ¿Verdad?

Lazhar arqueó la ceja. Kalervo carraspeó y rebuscó en la bolsa, mostrándole un papelito con algo escrito.

- Trabajo para un campeón, Lazharillo. Hay problemas con los trols en el bosque Canción Eterna ¿Qué me dices? ¿Vamos allá?

Lazhar asintió y se puso en camino hacia la Ciudad de Entrañas, seguido por su representante y abogado, que esta vez empuñaba un bastón en lugar de un maletín y se recogía los faldones para no pisar los charcos. Kalervo observó a Lazhar. Sin ninguna duda, ahora parecía un poquito más presentable. Ahora tendrían que enfrentarse a la parte más complicada en el proceso de hacer un héroe...

martes, 29 de diciembre de 2009

V - Lazhar el Bravo

¿Nunca os ha pasado que, al caminar por la calle y ver pasar a alguien, sin saber por qué, sentís una fuerte impresión y os giráis para mirarle, asombrados? ¿Nunca os ha pasado que, al conocer a una persona, de repente no sabéis que decir y pensáis que es un sueño hecho realidad, se os seca la boca y sólo podéis contemplarle como tontos? ¿Nunca habéis sentido como si un ejército de kodos pasara en tropel sobre vuestro corazón con sólo contemplar una mirada, o atisbar una silueta desconocida? ¿Habéis oído hablar del amor a primera vista?

Bien, Kalervo había leido muchos libros de amor, porque eran sus favoritos, además de los de aventuras. Sabía lo que era enamorarse, el amor, amor a primera vista, la pasión loca y todo eso. Las novelas románticas tórridas eran su gran afición así que, al menos, conocía la teoría. Sin embargo, Kalervo nunca se había enamorado. Al menos, no que él recordara. Tampoco supo reconocer la sensación al principio, cuando, una tarde de otoño, entró a la taberna de Rémol, aspirando las sales para mitigar el olor infame del lugar y con su pulcro traje y su maletín de piel en la mano. Y vio a Lazhar.

Al principio, como suele suceder en estos casos, confundió el violento acceso de tos y las náuseas que se despertaron en su estómago, con una de sus múltiples enfermedades, reales o inventadas. Pero por un momento se quedó mirando a aquel elfo enorme con el pelo rojo como una llamarada que, de espaldas a él, sentado en una mesa, se quitaba unos brazales de malla rotos.

Allí, en el Mesón La Horca, en la pequeña aldea de Rémol, el magistrado Kalervo conoció a Lazhar. Y lo conoció de la manera más sencilla, inocente y primitiva del mundo. Porque Kalervo, sin necesidad de más excusa que el pelo tan bonito, aunque sucio, que tenía aquel elfo, avanzó hacia él con su maletín y le saludó alegremente, fino, educado y cortés.

- Buenas tardes.

El elfo le miró y sonrió. Kalervo se sintió blandito como un peluche sólo con ese gesto. Sí, porque a Kalervo nadie le había sonreído con franqueza en mucho, mucho tiempo. Y no necesitó más para sentarse ahí con su maletín y decidir que el elfo guapo y pelirrojo le caía bien.

- ¿Se te ha roto la armadura?

El elfo asintió con la cabeza, con una vaga sonrisa insegura. De pronto, las tripas le rugieron y Kalervo arqueó la ceja. El desconocido afinó los labios y carraspeó, volviendo la mirada.

- Ahí enfrente hay una herrería, la pueden reparar. - Prosiguió él, dejando el maletín sobre la mesa. - ¿Eres un guerrero?

El desconocido asintió con la cabeza. "Jolín, que guapo es", pensó Kalervo de inmediato. Y es que se lo parecía. Aunque olía mal y estaba sucio, sus rasgos eran muy atractivos, masculinos y algo duros, suavizados por la sonrisa humilde y los ojos claros. Le inspiró confianza al momento. Y tampoco necesitó más para saber que aquella era una buena persona. Un guerrero altísimo, enorme, muy guapo, y que parecía un héroe viejo y olvidado de las historias que leía de pequeño. Sí, un héroe, eso le parecía.

- ¿Cómo te llamas? - preguntó, sonriendo.

El desconocido hizo un par de gestos, carraspeó y miró alrededor, frunciendo levemente el ceño. Kalervo le miró con extrañeza. Lazhar bajó la mirada y agachó las orejas. Y Kalervo abrió los ojos como platos.

- ¿No puedes hablar?

El desconocido negó. "Vaaaaaaaya", pensó Kalervo. Así que estaba mudo. Qué cosas. Rebuscó en su maletín y le tendió un papel y un carboncillo afilado, con una sonrisa.

- Yo me llamo Kalervo. Kalervo Alher Fel'anath.

El desconocido le miró y volvió a sonreír con calidez, despertándole otro acceso de náuseas. Y es que el amor a primera vista, sobre todo si es el primer amor, tiene síntomas muy similares a los cólicos, o al menos así era en el caso de Kalervo, que aspiró sus sales. Luego leyó el papelito que le tendía el héroe pelirrojo. "Lazhar". Eso ponía.

- Lazhar. ¡Hola, Lazhar! Encantado de conocerte.

Kalervo sonrió. Y Lazhar sonrió.

Momentos después, el joven magistrado se había convertido en el representante de Lazhar el Bravo, futuro héroe de los sin'dorei, y le insistía animosamente en que tenía que lavarse el pelo, vestir una armadura mejor y, por supuesto, dejarle administrar su dinero. Kalervo pensaba que Lazhar era el ser más apuesto que jamás había conocido, pero tenía ya un desarrollado sentido de la conveniencia. El guerrero no se opuso. Sólo parecía tener dudas respecto al tema de convertirse en héroe. Se comunicaban con cierta dificultad, pero de alguna manera, con los gestos de Lazhar y las breves frases que dejaba escritas en el papel, se estaban entendiendo.

- Tú no te preocupes por eso - insistió Kalervo, muy decidido. - Yo me encargo de todo. Te arreglaremos, te compraremos una armadura nueva y yo te haré publicidad. Tengo contactos, encontraremos grandes misiones para ti y te harás famoso. ¡Ganaremos mucho dinero!

Lazhar sonrió. Kalervo sonrió. Y todo parecía fantástico.

Quizá gran parte de esta curiosa asociación tuvo lugar por la circunstancia de que Lazhar era mudo y no podía argumentar nada para oponerse a ser representado y convertido en héroe. También es posible que influyera el hecho de que Kalervo era un gran orador y parecía convincente. Y realmente, en aquel momento no le importaba demasiado la opinión de Lazhar. Tenía en sus manos una oportunidad de volver a levantar cabeza.

Después del último año, abriéndose paso en un mundo de lobos, había conseguido volver a la magistratura, el oficio que se había visto obligado a abandonar por su estancia en Colmillo Oscuro. Estancia que prefería recordar ahora como "año sabático" y de la que aún tenía graves secuelas en su mermada salud. Las cosas habían ido bien, al menos hasta el mes anterior, cuando perdió un caso importante y se vio de patitas en la calle. Pero si conseguía hacer de aquel Lazhar el héroe que ya era en su imaginación, podría hacerse rico otra vez, comprar muchos frascos de sales e incluso ir a un balneario de vez en cuando.

- Necesitas un nombre de héroe - decretó Kalervo, muy decidido. Lazhar arqueó la ceja. Él asintió. - Claro. Todos los héroes tienen un nombre de héroe. Como Uther el Iluminado, o Danath Aterratrols, y esas cosas.

Lazhar se encogió de hombros, algo perplejo.

- Serás Lazhar el Bravo. ¿Te gusta?

Los ojos azules se iluminaron y el elfo volvió a sonreír, asintiendo con la cabeza e hinchando el pecho. Le gustaba. Kalervo se quedó deslumbrado un momento al verle erguirse, y al momento se convenció definitivamente de que aquel tipo ERA Lazhar el Bravo, y era un Campeón.

IV - Mundo de lobos

Kalervo Alher Fel'anath, hijo de Kaler Fel'anath, magistrado y hombre de leyes, no era un chico fuerte. A sus ciento veinte años y aparentando poco más de sesenta o noventa, era muy muy consciente de su aspecto frágil, y muy muy consciente de que ese aspecto era fiel a la realidad. Se sabía débil y se sabía pequeño. Afortunadamente, Kalervo no era tonto. Era ingenuo, pero inteligente. Por eso, cuando llegó a las tierras de los Renegados, tosiendo y estornudando y con el aspecto de una presa perfecta, se apresuró en presentarse como magistrado de Quel'thalas.

- ¿Quién te envía, elfo? - replicó uno de los ejecutores.

Las miradas suspicaces de los renegados no le gustaron. No, no le gustaban nada. Se dio ánimos y se sonó los mocos, intentando no echarse a llorar. Aquella gente no era nada simpática, además su aspecto era aterrador, por no hablar del olor que desprendían. Sus ojos amarillos le observaban, burlones. No era la primera vez que veía esas miradas, pero Kalervo era muy ingenuo y a pesar de su largo historial, aún no sabía reconocer con claridad la avidez maligna que se despierta en las personas, estén vivas o muertas, cuando encuentran a alguien como él. Alguien a quien no es difícil hacer sufrir. Alguien de quien no cuesta demasiado reírse. La presa perfecta.

Aunque no fuera capaz de definirlo de esta manera, el ambiente no le daba buena espina. Así que se tragó el miedo y las ganas de hacer pis, mirando hacia atrás. Entre los renegados y los lobos prefería, sin duda, a los renegados. Y empezó a mentir como un cosaco, inventando a toda velocidad.

- ¿Que quién me envía? Oh, por Belore. Lo importante no es quién me envía, sino a dónde voy. Tengo que llegar a Entrañas urgentemente por asuntos de diplomacia, caballero. Le ruego no me entretenga más. Tengo que tomar el próximo murciélago. Cof, cof.

Los guardias del sepulcro se miraron, con una sonrisa fúnebre, y le observaron de arriba a abajo. La toga desgarrada, el aspecto enfermizo y esa maldita tos no le eran de ayuda para aparentar ser alguien respetable. Mas bien parecía un mendigo.

- Asuntos de diplomacia. - repitieron los guardias. Luego se miraron. Luego se echaron a reír. - no pareces un diplomático.

- Sufrimos un asalto en el camino. Un bandido... nos atacó - inventó. - Mataron a mi compañero, me lo robaron todo. He conseguido huir por muy poco.

Kalervo tragó saliva. Empezaba a ponerse nervioso. Tenía que salir de allí, darse un baño y buscar un traje. Empezó a pensar a toda velocidad, mirando alrededor, cuando el familiar graznido de un zancudo le hizo girarse. ¡Un elfo! ¡Un sin'dorei! Ni siquiera se detuvo a mirar su aspecto cuando el elfo se detuvo a conversar con los guardias. De puntillas, disimuladamente, se hizo a un lado y miró alrededor. Corrió hacia uno de los comerciantes y se arrancó su precioso relicario enjoyado del cuello, miró una última vez la miniatura con forma de fénix y se la entregó a la mujer muerta, que le observaba con expresión vacía.

-¿Cuánto me da por él? - preguntó, apresuradamente.

La renegada le observó. Sonrió. Y respondió.

- Dos platas.

Kalervo abrió los ojos como platos. Apretó los puñitos y se aguantó el lagrimón, tendiendo la joya a la estafadora mujer muerta y corriendo hacia el vuelo, con las dos monedas de plata en las manos. Al salir corriendo, tropezó con el sin'dorei recién llegado, que le empujó a un lado.

- Mira por donde andas, renacuajo.
- Per...perdón señor. - trastabilló, recogiéndose el faldón roto. - Yo... tengo que... tengo que llegar a... a Entrañas... necesito ayuda...
- Tsk... - el elfo le miró de arriba a abajo, con una sonrisa maliciosa. - Mira qué aspecto tienes. Pareces una niña y además vistes como un pedigüeño.
- Es que... verá... me han pasado cosas horribles - intentó explicar.

Un salivajo caliente le golpeó en la mejilla, el gesto de desprecio le cortó la respiración. Por un momento se sintió morir.

- Shindu. - Espetó el desconocido con dureza. - Me revuelves el estómago. Quita de mi camino.

Kal quiso decir algo, pero el elfo ya se marchaba. Le miró. Iba vestido de cuero negro, una abultada bolsa colgaba de su cinturón, y una daga estrecha y brillante. Un pensamiento fugaz, impulsado por la injusticia de su situación y la necesidad desesperada de sobrevivir, por el miedo atroz y la rabia ante la actitud de aquel caballero, le cruzó por la mente. Se lamió los labios. Miró alrededor, contemplando los rostros de los renegados, tan siniestros, acechantes, como si esperasen cualquier excusa para... Con un fogonazo de ira en su pequeña mente, señaló al elfo vestido de cuero y empezó a gritar en orco.

- ¡Asesino! ¡Ladrón! ¡Es él!

El elfo se volvió, sorprendido. Los renegados le miraron, frunciendo el ceño.

- ¡Fue él quien nos asaltó, a mí y al Magistrado Alorien!¡Asesino!¡Asesino!

Rápidamente los guardias les circundaron. Comenzó la lluvia de preguntas. El elfo miraba a Kalervo con expresión incrédula, mientras se defendía de las acusaciones con cierta inseguridad. No parecía capaz de explicar de dónde venía ni a donde iba, ni siquiera era demasiado claro respecto a su identidad. El joven magistrado entendió rápidamente que, si bien no era cierto que le hubiera atacado a él ni al inexistente Magistrado Alorien, aquel sin'dorei no era trigo limpio, probablemente fuera en realidad un asesino o un espía. Y eso le daba mucha ventaja en la argumentación.

Cuando los guardias de El Sepulcro se llevaron al elfo desconocido y le entregaron a él la faltriquera tintineante, llena de monedas, Kalervo sintió un escalofrío placentero y maligno en su interior. La mirada cruel y vengativa que le dedicó el desconocido, mientras era arrastrado a empujones hacia el mausoleo cercano, no le afectó lo mas mínimo. Le pasase lo que le pasase, se lo merecía, por haberle tratado mal.

- Espero que se haga justicia - dijo Kalervo a los mortacechadores, que le miraban de reojo con gran frialdad.

Acto seguido, se dirigió al vuelo y compró un pasaje hacia Entrañas. Una sensación de satisfacción se extendió por todo su ser mientras volaba hacia la ciudad. Si, los lobos estaban en todas partes. En los días que siguieron, Kal aprendería a envenenarles antes de que le mordieran.

lunes, 28 de diciembre de 2009

III.- El príncipe de los tejados

Era una noche de luna llena. Los lobos aullaban, los murciélagos gritaban y el mundo parecía un lugar horrible se mirase a donde se mirase. Bajo la atención de las estrellas, un joven elfo corría sobre los tejados de un castillo en ruinas. El viento fresco le golpeaba el rostro y le agitaba el cabello oscuro, sucio y grasiento que se le pegaba a la frente. La piel pálida, algo verdosa, mostraba un aspecto enfermizo y vulnerable; tosía con frecuencia mientras avanzaba. Los enormes ojos verdosos brillaban como grandes ventanales en la carita redonda, tiznada de hollín, con expresión asustada, y la figura ligera, escuálida y delgada, se movía con cierta torpeza sobre las techambres. A la espalda, llevaba una bolsa con un montón de libros. Mientras caminaba sobre las tejas sueltas, algunos se caían y se estrellaban contra el suelo del patio, haciendo ladrar a los perros.

Haciendo equilibrios sobre los canalones, dando saltos y arremangándose la toga rasgada, el elfo miraba hacia las murallas que le separaban del bosque. Las estrellas aguantaron la respiración cuando se tambaleó al borde de un alero. "Uy, uy, uy", dijo el Príncipe de los Tejados, extendiendo ambos brazos para mantenerse firme. Y cuando su cuerpo se inclinaba hacia el vacío, por primera vez en mucho, mucho tiempo, Kalervo tuvo suerte.

El viento cambió de dirección y sopló hacia el este, empujándole con suavidad y ayudándole a afianzar los pies. La bolsa de libros se cayó y golpeó la cabeza de un ferocani, metros más abajo. El animal gruñó y volvió la vista hacia él, furioso, un momento antes de derrumbarse sin sentido en el suelo.

- Jolín - maldijo el Príncipe, chasqueando la lengua. Luego volvió la mirada hacia las almenas y tomó aire con fuerza, imaginando que el bosque y el cielo, el viento y las escasas nubes le daban ánimos. "¡Vamos, Kal!" "¡Vamos, Kal!", le parecía escucharlos, quería escucharlos, necesitaba escucharlos. Respiró profundamente, contó hasta tres y echó a correr por el tejado, una sombra apresurada con el vuelo de la toga tras de sí, con los ojos cerrados, con el corazón en un puño, con el miedo martilleando violentamente en las venas, pero sin detenerse.

"¡Vamos, Kal, vamos!"

- ¡Vamos, vamos! - se gritó a sí mismo, incapaz de separar los párpados, jadeando.

Y la luna parpadeó. Las estrellas cruzaron los dedos. El viento se tapó la cara. Y Kalervo saltó a las almenas, corriendo como jamás había corrido, impulsándose como nunca lo había hecho. Sintió el vacío bajo sus pies y le pareció que se le detenía la respiración cuando abrió los ojos y extendió los dedos, lanzó los brazos hacia adelante.

- ¡IIIIIH! - gritó, cuando se aferró a la piedra dura y fría, con todos los músculos tensos y la sensación inequívoca de estar al borde de la muerte.

- ¡AUUUUU! - aullaron los lobos, los ferocani y los huargos, que salieron al patio en desbandada, ladrando, gruñendo y agitando sus melenudas cabezas.

Cientos de ojos rojos se posaron sobre la pequeña figura que colgaba de la muralla, pateando e intentando escalar con las zapatillas de tela.

"¡Vamos Kal, vamos!¡Vamos Kal, vamos!" se repetía, lo repetía el mundo a su alrededor, porque necesitaba oírlo, porque necesitaba escucharlo. Y si el mundo no se lo daba, el Príncipe de los Tejados tenía que inventarlo. Así que, con todos sus ánimos y los ánimos de su universo de fantasía, se impulsó hacia arriba, gritando como una niña o un crío asustado, incrustó la punta de las zapatillas entre dos sillares y trepó, trepó, trepó hasta caer, jadeando y agotado, sobre el borde del muro.

Miró al cielo por un momento. Casi lo había conseguido. Ahora tenía que saltar al otro lado. Asomándose con precaución, el Príncipe de los Tejados observó el puente y el foso, y mas allá, los árboles altos y negros del bosque de Argénteos.

Y recordó la Academia Falthrien. Recordó saltar desde arriba con Asthien y Lisde, sosteniendo la pluma de dracohalcón y sonriendo, recitando el hechizo que les habían enseñado. Recordó el viento suave que le envolvía entonces, de aroma chispeante y fresco, sosteniéndole hasta tocar el suelo. Y frunciendo el ceño, rebuscó en su bolsa hasta encontrar la vieja pluma estropeada que siempre llevaba con él, el recuerdo de los únicos amigos que había conocido en un verano antiguo que parecía haber tenido lugar mucho, mucho tiempo atrás. Antes de que el mundo se volviera horrible y hostil y todo empezara a salirle terriblemente mal.

Sujetó la pluma entre los dedos y se concentró, mirando hacia abajo. Recordaba las palabras de aquel conjuro con claridad, y las hizo salir entre sus labios con la voz algo temblorosa.

"¡Vamos Kal, vamos!", habría gritado Asthien, animándole con los puños en alto. "¡Vamos Kal, vamos!", habría gritado Lisde, sonriendo y mirándole a través del largo flequillo. Les imaginó con claridad, apretó los dientes y saltó, aferrando aquella pluma como lo que era: su última esperanza de escapar y sobrevivir.

Y el Viento Abisal se enredó a su alrededor con la caricia chispeante y mentolada de siempre, el abrazo arcano le envolvió y le hizo flotar, dejándole caer con suavidad hacia el puente, más allá de los ladridos de los perros, más allá de Arugal, más allá de todo.

- ¡Cha chaaaan! - exclamó el Príncipe de los Tejados, posando los pies en la plataforma de madera.

Exultante y algo incrédulo, riendo y llorando a la vez, se volvió hacia la muralla e hizo una reverencia, antes de salir corriendo hacia el camino, limpiándose las lágrimas y sorbiendo por la nariz, estornudando, tosiendo y cansándose enseguida.

- ¡Vamos, Kal, vamos! - se dijo, emprendiendo de nuevo la carrera.

Y la vocecita suave y bien timbrada se perdió rumbo a Entrañas, dejando sus ecos delicados resonando tenuemente en el negro bosque de Argénteos.

II .- Jarabe para la tos

En el Castillo de Colmillo Oscuro nunca se encendía el fuego. Nunca se barrían los salones, nunca se preparaba comida caliente, nunca había charlas junto a las ventanas mientras se contemplaba el atardecer. Y nunca, nunca se podía salir al puente.

El Maestro Arugal lo había dejado muy claro las primeras semanas. También había conminado a su joven aprendiz a obedecer todas sus órdenes si quería seguir viviendo, además de otra serie de amenazas variadas y terribles que Kalervo prefería contemplar como severas recomendaciones de un anciano con malas pulgas que se sentía muy solo. Era mejor pensar eso que ser consciente a cada minuto de que su vida pendía de un hilo. El muchacho era obediente y complaciente en todo momento, pero aquella mañana temía que no sería así, a pesar suyo.

Se había despertado en su habitación, que era la manera en la que llamaba a la mazmorra donde dormía sobre un jergón de paja húmeda. Se había despertado y enseguida supo que tenía fiebre, y esta vez no era mera hipocondría. Le temblaban las manos, veía puntitos de colores allá donde miraba, sufría escalofríos y sí, también tenía mocos. Por eso, cuando se presentó dos horas más tarde de lo habitual en el estudio del maestro, sorbiendo la nariz y con gesto de niño abandonado, solo fue capaz de decir:

- Sedior, cdeo que edtoy edfedmo.

La tos y el estornudo que siguieron debían ser convincentes para cualquier alma capaz de conmoverse un ápice, pero Kalervo dudaba que el Señor Arugal se encontrara entre ese sector demográfico. Sin embargo, se iba a ver gratamente sorprendido.

- ¿Has enfermado, aprendiz? - preguntó el humano, acercándose con un resplandor curioso en la mirada. Kalervo sintió que el corazón se le iba a salir del pecho. Al fin, alguien se preocupaba por él. - Cielos, dime, ¿que tienes?

- Tengo fiebre... y tos - respondió él. La mano del maestro estaba sobre su hombro, la otra en su frente, y le estaba mirando. Mirándole de verdad. Normalmente, Arugal apenas le lanzaba un vistazo de soslayo, algún breve atisbo y no encontraba en su semblante embozado mucho más que indiferencia e incluso desprecio.

- No te preocupes, joven. Vamos a prepararte un jarabe para la tos.

El maestro le cogió de la mano y tiró de él con suavidad hacia la mesa de trabajo. Mientras le hablaba sobre componentes y plasmas, disoluciones y empoderaciones de mezclas con magia, Kalervo asentía como si comprendiese algo de todo aquello. No se sentía capaz de pensar. ¿Era posible que al fin las cosas fueran a ser diferentes? Mientras ayudaba al maestro, estornudando de cuando en cuando y cubriéndose la boca con una mano, su imaginación volaba. Si, las cosas estaban cambiando. Al parecer, Arugal no era tan amargo como parecía. Ahora estaba ayudándole, ¿no? Sí. Le estaba explicando cosas, además. ¿No era genial? Y se portaba bien con él. Le hablaba en tono amable. No le había llamado gusano ni una sola vez.

- Muy bien, ahora pon eso dentro del cuenco - le decía, señalándole el pequeño recipiente donde estaba mezclando plantas. El mago hizo destellar los dedos y Kalervo casi se cae de espaldas de la impresión. Luego soltó una risita tímida, sorbió los mocos e hizo lo que le decían.

El líquido empezó a tomar una tonalidad amarillenta, desprendiendo un olor realmente desagradable.

- Lo calentaremos al fuego y estará listo para que lo tomes.

Kalervo asintió con la cabeza, sonriendo, y acercó la mezcla al hornillo.

- Claro, Maestro.

El cuenco de barro temblaba ligeramente en su mano. El picor en la nariz se hizo más intenso. Cerró los ojos con fuerza y entonces estornudó, abriendo los dedos instintivamente. El cuenco cayó al suelo, el líquido se derramó entre los pedazos de cerámica partida, y el siseo de la piedra se escuchó de fondo tras los estornudos de Kalervo.

Cuando pudo al fin mirar el charco, palideció. Incapaz de levantar la vista hacia el archimago Arugal, se quedó clavado en el suelo, con un nudo de pánico en la garganta, contemplando el espeso musgo poroso, burbujeante y viscoso que crecía sobre la piedra allá donde el líquido la lamía. Las hebras amarillentas se enroscaban y desenroscaban como diminutos gusanos, de cuando en cuando una burbuja estallaba con un sonido polvoriento, dejando tras de sí un ligero humillo con olor a tumba abierta.

- Eres un auténtico inútil - espetó el Archimago. Sus palabras le llegaron casi en un susurro, cortantes y afiladas.

Kalervo tragó saliva. Cuando los dedos del mago se cerraron en su nuca, intentó buscar una buena excusa para enmascarar también aquello. Pero la lágrima redonda y brillante se escurrió por su rostro al comprender que ya no podía seguir engañándose. Se escuchó gritar a sí mismo cuando el hechizo le golpeó con fuerza y el dolor se extendió por todo su cuerpo, y después, el golpe seco contra la piedra le permitió atisbar una última vez la masa inmunda que crecía allí donde se derramó el jarabe para la tos. Antes de que pudiera pensar más, la inconsciencia le abrazó con intensidad y se lo llevó lejos, a las tinieblas de un sueño inquieto y enfermizo.

I.- El elfo en el castillo

Castillo de Colmillo Oscuro, una tarde de otoño.


- Ugh...


Kalervo intentó apartar al perro babeante, empujándole por el lomo. Estaba en medio del corredor, justo en la mitad, impidiéndole el paso. El animal gruñó y mostró los dientes, soltando espuma entre ellos, observándole con una feral advertencia.


- Ay - exclamó el joven, alejándose unos pasos. Se retorció la toga y luego mostró el brazalete brillante, empuñando el candelabro con la otra mano. - Atrás, perro malo. Soy yo.


El can pareció pensárselo un instante, antes de alejarse del resplandor azulado que desprendía la pieza de metal encantado, y después se movió un ápice para ir a echarse junto al muro. Kalervo suspiró y siguió su camino, chasqueando la lengua con hastío. Odiaba que el señor Arugal le enviase a por grimorios a la sala circular. Era un auténtico rollo tener que caminar por aquel lugar lleno de chuchos pulgosos y ferocanis que le miraban con hambre.


Repasaba el título del libro en su cabeza mientras avanzaba por los pasillos silenciosos, arrastrando la toga sobre el suelo polvoriento. De cuando en cuando, un aullido resonaba mas allá. Arrugó la nariz, estornudando a continuación y levantó la mirada melancólica hacia la techambre. También odiaba aquel lugar, con toda su alma. Siempre hacía frío, el maestro era un humano muy extraño que le trataba a patadas, olía a perro mojado por todas partes y para colmo, no estaba aprendiendo absolutamente nada.


"Es que no es mi maestro. Es mi amo, y yo soy un esclavo", se dijo. Arrugó de nuevo la nariz, se apartó el pelo hacia un lado con un suspiro y echó a correr por la angosta sala, meneando la cabeza, con las mangas enrolladas en los codos para dejar que el resplandor de la pulsera brillara libremente, abriéndole camino entre las bestias acechantes. No debía pensar así. Eso no le iba a ayudar en nada, de manera que enterró aquella certeza en algún rincón de su mente y se dirigió hacia la biblioteca.


Entre la penumbra de los corredores, las figuras espeluznantes de los lobos que caminaban sobre los cuartos traseros fijaban su mirada de ascuas llameantes sobre él al pasar. Intentó no prestarles atención.
Seis meses le habían ayudado a acostumbrarse en cierto modo al tenebroso castillo y sus inquietantes moradores, pero no habían acabado con el miedo.


Suspiró con alivio al llegar a la sala redonda, donde los estantes se alzaban a su alrededor bajo la luz de los cirios.


- Veamos...


Se acercó, empuñando el candelabro, y comenzó a repasar los títulos. Compendio de Velsemeth, ese era el tomo que debía hallar. Su mirada se deslizó a toda velocidad sobre los títulos en lengua común y thalassiano, mientras tamborileaba con los finos dedos sobre las cubiertas de cuero. Esbozó una suave sonrisa al encontrar el volumen y lo extrajo con cuidado, mirando alrededor antes de recorrer el camino a la inversa.


Los pasos de las suaves zapatillas de tela eran inaudibles, apenas crujían las tablas bajo su liviano peso. Ojos inyectados en sangre le observaban desde los rincones umbríos, las telas de araña de las vigas se agitaban con el paso del viento nocturno a través de las ventanas quebradas. Con su pulsera mágica, su vela encendida, el libro bajo el brazo y el bajo de la toga ensuciándose de mugre, Kalervo podría haberse sentido como un pequeño príncipe encerrado en una torre maldita. Sin embargo, prefería imaginarse como un valiente aventurero que estaba a punto de explorar mundos maravillosos, acceder a conocimientos sorprendentes y, algun día, alzarse imbuido de vibrante poder como dueño y señor de aquel lugar.


Fantaseando sobre todas las cosas que aprendería, las felicitaciones de su orgulloso maestro y las grandes maravillas que realizaría en un futuro no muy lejano, golpeó la puerta del estudio y entró dando un pequeño saltito, mostrando su mejor sonrisa.


- Aquí está el grimorio, señor Arugal - exclamó felizmente.


El Arcanista le observó desde detrás de su enorme mesa llena de viales burbujeantes. Sus ojos eran fríos como los yermos del Norte y se cubría la cara con una máscara negra. Por eso, su voz sonó algo velada cuando respondió, haciendo un gesto de absoluta indiferencia:


- Ya era hora, gusano.