lunes, 28 de diciembre de 2009

III.- El príncipe de los tejados

Era una noche de luna llena. Los lobos aullaban, los murciélagos gritaban y el mundo parecía un lugar horrible se mirase a donde se mirase. Bajo la atención de las estrellas, un joven elfo corría sobre los tejados de un castillo en ruinas. El viento fresco le golpeaba el rostro y le agitaba el cabello oscuro, sucio y grasiento que se le pegaba a la frente. La piel pálida, algo verdosa, mostraba un aspecto enfermizo y vulnerable; tosía con frecuencia mientras avanzaba. Los enormes ojos verdosos brillaban como grandes ventanales en la carita redonda, tiznada de hollín, con expresión asustada, y la figura ligera, escuálida y delgada, se movía con cierta torpeza sobre las techambres. A la espalda, llevaba una bolsa con un montón de libros. Mientras caminaba sobre las tejas sueltas, algunos se caían y se estrellaban contra el suelo del patio, haciendo ladrar a los perros.

Haciendo equilibrios sobre los canalones, dando saltos y arremangándose la toga rasgada, el elfo miraba hacia las murallas que le separaban del bosque. Las estrellas aguantaron la respiración cuando se tambaleó al borde de un alero. "Uy, uy, uy", dijo el Príncipe de los Tejados, extendiendo ambos brazos para mantenerse firme. Y cuando su cuerpo se inclinaba hacia el vacío, por primera vez en mucho, mucho tiempo, Kalervo tuvo suerte.

El viento cambió de dirección y sopló hacia el este, empujándole con suavidad y ayudándole a afianzar los pies. La bolsa de libros se cayó y golpeó la cabeza de un ferocani, metros más abajo. El animal gruñó y volvió la vista hacia él, furioso, un momento antes de derrumbarse sin sentido en el suelo.

- Jolín - maldijo el Príncipe, chasqueando la lengua. Luego volvió la mirada hacia las almenas y tomó aire con fuerza, imaginando que el bosque y el cielo, el viento y las escasas nubes le daban ánimos. "¡Vamos, Kal!" "¡Vamos, Kal!", le parecía escucharlos, quería escucharlos, necesitaba escucharlos. Respiró profundamente, contó hasta tres y echó a correr por el tejado, una sombra apresurada con el vuelo de la toga tras de sí, con los ojos cerrados, con el corazón en un puño, con el miedo martilleando violentamente en las venas, pero sin detenerse.

"¡Vamos, Kal, vamos!"

- ¡Vamos, vamos! - se gritó a sí mismo, incapaz de separar los párpados, jadeando.

Y la luna parpadeó. Las estrellas cruzaron los dedos. El viento se tapó la cara. Y Kalervo saltó a las almenas, corriendo como jamás había corrido, impulsándose como nunca lo había hecho. Sintió el vacío bajo sus pies y le pareció que se le detenía la respiración cuando abrió los ojos y extendió los dedos, lanzó los brazos hacia adelante.

- ¡IIIIIH! - gritó, cuando se aferró a la piedra dura y fría, con todos los músculos tensos y la sensación inequívoca de estar al borde de la muerte.

- ¡AUUUUU! - aullaron los lobos, los ferocani y los huargos, que salieron al patio en desbandada, ladrando, gruñendo y agitando sus melenudas cabezas.

Cientos de ojos rojos se posaron sobre la pequeña figura que colgaba de la muralla, pateando e intentando escalar con las zapatillas de tela.

"¡Vamos Kal, vamos!¡Vamos Kal, vamos!" se repetía, lo repetía el mundo a su alrededor, porque necesitaba oírlo, porque necesitaba escucharlo. Y si el mundo no se lo daba, el Príncipe de los Tejados tenía que inventarlo. Así que, con todos sus ánimos y los ánimos de su universo de fantasía, se impulsó hacia arriba, gritando como una niña o un crío asustado, incrustó la punta de las zapatillas entre dos sillares y trepó, trepó, trepó hasta caer, jadeando y agotado, sobre el borde del muro.

Miró al cielo por un momento. Casi lo había conseguido. Ahora tenía que saltar al otro lado. Asomándose con precaución, el Príncipe de los Tejados observó el puente y el foso, y mas allá, los árboles altos y negros del bosque de Argénteos.

Y recordó la Academia Falthrien. Recordó saltar desde arriba con Asthien y Lisde, sosteniendo la pluma de dracohalcón y sonriendo, recitando el hechizo que les habían enseñado. Recordó el viento suave que le envolvía entonces, de aroma chispeante y fresco, sosteniéndole hasta tocar el suelo. Y frunciendo el ceño, rebuscó en su bolsa hasta encontrar la vieja pluma estropeada que siempre llevaba con él, el recuerdo de los únicos amigos que había conocido en un verano antiguo que parecía haber tenido lugar mucho, mucho tiempo atrás. Antes de que el mundo se volviera horrible y hostil y todo empezara a salirle terriblemente mal.

Sujetó la pluma entre los dedos y se concentró, mirando hacia abajo. Recordaba las palabras de aquel conjuro con claridad, y las hizo salir entre sus labios con la voz algo temblorosa.

"¡Vamos Kal, vamos!", habría gritado Asthien, animándole con los puños en alto. "¡Vamos Kal, vamos!", habría gritado Lisde, sonriendo y mirándole a través del largo flequillo. Les imaginó con claridad, apretó los dientes y saltó, aferrando aquella pluma como lo que era: su última esperanza de escapar y sobrevivir.

Y el Viento Abisal se enredó a su alrededor con la caricia chispeante y mentolada de siempre, el abrazo arcano le envolvió y le hizo flotar, dejándole caer con suavidad hacia el puente, más allá de los ladridos de los perros, más allá de Arugal, más allá de todo.

- ¡Cha chaaaan! - exclamó el Príncipe de los Tejados, posando los pies en la plataforma de madera.

Exultante y algo incrédulo, riendo y llorando a la vez, se volvió hacia la muralla e hizo una reverencia, antes de salir corriendo hacia el camino, limpiándose las lágrimas y sorbiendo por la nariz, estornudando, tosiendo y cansándose enseguida.

- ¡Vamos, Kal, vamos! - se dijo, emprendiendo de nuevo la carrera.

Y la vocecita suave y bien timbrada se perdió rumbo a Entrañas, dejando sus ecos delicados resonando tenuemente en el negro bosque de Argénteos.

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