domingo, 6 de junio de 2010

Lempe: Un angelito con muy mala leche

Brisa Pura tenía entonces el encanto de las villas retiradas y tranquilas, donde el ajetreo de la capital se percibe como algo lo bastante lejano para no molestar y lo suficientemente cercano como para aprovechar sus ventajas. Las casas se agrupaban en torno al templo con la cúpula azul índigo donde se entonaban los himnos a Belore, y el bosquecillo cercano inundaba el ambiente con el rumor de las hojas y el canto cristalino del río más allá. La paz y la calma se respiraban en cada esquina, parecían exudar de los edificios circulares de piedra blanca engalanados en oro y azur. Sus habitantes solían mostrar expresiones risueñas, y una plácida felicidad, lenta como las edades de los elfos, impregnaba las hojas doradas y hasta el aire que se respiraba.

Era un remanso de armonía incomparable para Kalher, alejado de las intrigas de la Corte, de las pesadas labores de la magistratura, donde hallaba refugio en el paisaje siempre bullente y en los brazos de su esposa. Pero la llegada de Kalervo Alher había quebrantado esa placidez, y a medida que pasaban los años, su existencia y su presencia se convertían en quebraderos de cabeza cada vez mas contínuos para el señor Fel'anath, quien apenas hallaba ya consuelo en las tranquilizadoras palabras de su esposa. "Son cosas de niños" era un argumento ya desbaratado hacía tiempo. Arañar a los compañeros, pegarles, quitarles los juguetes o llorar por caramelos eran cosas de niños, sí. Pero lo que Kalervo hacía, no. Y eso explicaba la expresión preocupada de la matrona Shidania mientras le miraba desde detrás de su mesita en el templo, donde apilaba papeles con dibujos infantiles y pequeñas manualidades hechas por los pocos niños que habitaban Brisa Pura.

- He hablado con vuestra esposa, pero creo que no es consciente de la gravedad de lo que ha pasado, milord - murmuró con cierta inseguridad.
- Es por lo del pequeño de los Albasol, ¿no es así?

La matrona asintió, desviando la mirada. Tenía pecas en las mejillas y una densa cabellera castaña, su rostro de rasgos infantiles parecía haberse contagiado con las facciones de los críos a los que cuidaba.

- No sé como explicarlo... pero ellos estaban hablando en un rincón. Lorithas le escuchaba atentamente, y Kalervo hablaba, no sé que le contaba, pero el niño iba palideciendo. Luego Kalervo se fue a su mesa a seguir pintando... y el niño se quedó en el rincón.
- Entiendo.
- Y de repente, empezó a gritar. Se llevó las manos a los ojos y empezó a arañarse...
- ¿Ha perdido la vista?

La matrona tragó saliva y negó con la cabeza. Estaba blanca como la leche.

- No... no. Tendrá que llevar una venda durante unas semanas... y le quedarán cicatrices en el rostro, eso sí.
- Bien - dijo Kalher, disponiéndose a marchar - Hablaré con mi hijo.
- Se echó a reír.

La voz suave y débil, asustada, de la elfa, le hizo girarse de nuevo.

- ¿Disculpad?
- Kalervo se echó a reír cuando Lorithas empezó a sangrar. Le parecía divertido...

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El chiquillo fue sacado de su juego cuando la mano de su padre le agarró de la muñeca y tiró de él hacia el despacho. Kalher cerró la puerta de un golpe y miró al niño, de pie y sorprendido en medio de la habitación. Los enormes ojos húmedos le miraban sin comprender, y el pelo negro, recogido en una coletita con un lazo azul le colgaba sobre el hombro. No, nunca había visto una expresión de la inocencia más perfecta que la figura angelical de su hijo.

- ¿Qué le dijiste a Lorithas?
- ¿Uh?

Khaler abrió el cajón de su escritorio y sacó la regla de madera, dejándola de canto sobre el suelo. Kalervo palideció.

- Papá, yo no hice nada, fue él. No es mi culpa. Fue él.
- ¿Qué te he dicho sobre mentir a tus padres?
- Pero...
- ¿Qué te he dicho sobre mentirnos?

Kalher se apoyó en el borde del escritorio, observando al niño. Seguía siendo pequeño. Seguía teniendo el aspecto de una criaturita feérica y bondadosa, ingenua e incapaz de ningún mal. Pero Kalher conocía bien a su hijo, creía que mejor que nadie... incluso mejor que su madre. Por eso le miraba sin mostrar compasión alguna, como un juez o un verdugo. Y por eso el niño batía las pestañas y tragaba saliva, con la palidez de la culpa en el semblante.

- Que si miento a los papás, Belore me quemará el corazón con sus rayos - murmuró.
- Así es. Si mientes a tus padres, tu corazón se pudrirá. Te marchitarás por dentro y el hedor de tu alma infectada con la mentira contaminará todo lo que toques. Y cuando Belore te roce con sus bendiciones, te abrasará ese corazón podrido y maligno.

Kalervo bajó la cabeza, agarrándose los bordes de la camisa de puntilla y cruzando las piernas. Apretó los labios.

- Ahora dime qué le dijiste a Lorithas.

El niño se relamió con nerviosismo y fijó la mirada en los zapatos de su padre, suspirando un par de veces. Cuando empezó a hablar, su voz era un hilo fino e inseguro que temblaba de cuando en cuando.

- Pues... estábamos al lado de la ventana... y me dijo... "Mira, Kale, ¿has visto las motitas redondas de colores, pequeñitas pequeñitas, que hay en los rayos de sol?", y yo le dije, "sí" ... y él me dijo "tan listo que te crees seguro que no sabes lo que son" ... pero yo si lo sabía ... yo sé que no son motitas que viajan en los rayos de sol, porque es sólo polvo en el aire que brilla cuando le dan los rayos... pero le dije... "si que lo sé, son los minitragones, todo el mundo lo sabe"... y él me dijo que qué eran los minitragones... y yo le dije que eran unos inseptos diminutos que viajaban en los rayos de sol y que si los mirabas se metían en tu cerebro y te comían los ojos... y que una vez los tenías dentro ya no podías decírselo a nadie, porque si lo hacías... te hacían explotar la cabeza... y yo sabía que Lorithas llevaba mucho rato mirando el polvo y le dije... "espero que no los hayas mirado mucho, si no ya estarás infectado", y él me dijo... "¿Cómo sé si estoy infectado?", y yo le dije que cerrara fuerte los ojos después de mirar al sol, y que si al hacerlo veía puntos de colores y luces brillantes es que eran ellos, que ya les tenía dentro... y me dijo que si había cura y... le dije que si, que se arrancara los ojos. Y eso es lo que pasó.

Kalher apretó los dedos contra el borde del escritorio y contempló largo rato al chico.

- ¿Te divertiste cuando él se hizo daño a sí mismo? - preguntó al fin.

Kalervo tardó un rato en responder. Luego levantó la mirada, con el ceño fruncido.

- No me divertí porque le sangraran los ojos. Me divertí de ver que era tan tonto como para creerse que existen los minitragones, porque no existen.
- ¿No te das cuenta de que Lorithas se ha hecho daño por tu culpa?
- No es mi culpa, es su culpa por ser tonto - replicó Kalervo, con un brillo rencoroso en la mirada - Tanto se rie de mi siempre porque me sé las tablas, y sé escribir y leo cuentos. Se ríe porque soy listo. ¡Y me rompió mi dibujo del unicornio, además!

Ahí estaba. Ahora todo tenía sentido. Era ese tono de voz cuando habló sobre el dibujo del unicornio, insidioso y cruel, teñido de rabia.

- Así que es por eso. Por el dibujo que te rompió hace tres meses.
- ¡Era mi mejor dibujo y lo rompió! Y se reía mientras mi unicornio volaba en trocitos, y como yo lloré, me señaló y me llamó niña y llorón - exclamó Kalervo, agitando el pelo y buscando comprensión en los ojos de su padre.
- ¿Querías vengarte por eso y aprovechaste esta ocasión? - prosiguió Kalher, imperturbable.
- ¡Se lo merece! ¡Ojalá se hubiera sacado los ojos de verdad!¡Ojalá existieran los minitragones y le hicieran explotar su cabeza tonta como un globo!

Kalher asintió despacio, mirándole. El niño se frotó las mejillas, se le habían escapado un par de lágrimas de ira.

- De rodillas sobre la regla, Kalervo.
- No... no, papá, porfa... no es culpa mía...
- De rodillas.
- La regla no, papá, por favor, eso no...
- Kalervo.

No había alzado la voz. Fue solo el golpe de la mano sobre la mesa lo que hizo dar el respingo al pequeño, que avanzó a pasitos cortos, cruzando las rodillas y mordiéndose los labios mientras sorbía la nariz. Se acercó al rincón y se puso de rodillas sobre la regla, de cara a la pared, gimoteando en silencio.

- Hoy no cenarás. Vendré a buscarte a la hora de dormir. Hasta entonces, quiero escucharte recitar la oración de perdón a Belore mientras trabajo, y...

Kalher se calló al escuchar el sonido silbante. Los hombros del chico se agitaban convulsos, y estaba encogido sobre sí mismo, apretando los muslos con fuerza. Pero había sido en vano. La mancha de humedad se extendía sobre el suelo y empapaba los pantaloncitos del crío, el olor ácido del orín se extendía por la habitación como la humillante prueba de la incontinencia, y espoleaba los sollozos y la frustración de Kalervo.

- Per...dón - murmuró el niño, sorbiendo la nariz.

Kalher suspiró. Habría querido soltarse del escritorio, acercarse y abrazarle, explicarle que no pasaba nada, que lavarían la ropa y limpiarían el suelo, hacerle comprender por qué no debía portarse así con sus compañeros, por qué estaba mal lo que había hecho... pero sería en vano. Kalervo no era tonto. Kalervo sabía todas esas cosas, al igual que Kalher sabía que la suavidad y la dulzura sólo hacían que el chico se volviera cada vez más egoísta, más caprichoso, más cruel... y les tomara el pelo con mayor asiduidad. Su hijo era inteligente, y hasta el momento, la paciencia y la comprensión sólo habían sido un refuerzo positivo en las fechorías de su hijo, motivo por el cual, durante el último año, Kalher se había visto obligado a emplear la mano dura. Se tragó las ganas de limpiarle las lágrimas con besos y se sentó tras el escritorio. Empuñó la pluma y se dispuso a revisar los acuerdos comerciales que habían de aprobarse al día siguiente.

- Empieza.


La voz de Kalervo comenzó a desgranar la oración, temblorosa y débil. Kalher colocó el reloj de arena. Si sus cálculos no fallaban, en una media hora, el niño empezaría a fingir un acceso de tos y volvería a acosarle el asma providencialmente, para ser liberado del castigo y, con un poco de suerte, hacer sentir culpable a su padre.

A Kalher se le daban bien los cálculos y los relojes. Tampoco esta vez se equivocó.

Kanta - Lo que trajeron las estrellas

- Boito couna fó
- Como una flor
- Couna fó
- Como una flor
- Cooounnna ffffhó

Kalher miró al niño que tenía en las rodillas, suspirando. El crío se chupaba el pulgar, con la naricita arrugada y el pelo larguísimo cayéndole en mechones negros sobre los hombros. Siempre había pensado que sería bonito ser padre, y no había perdido aquella ilusión. Sin embargo, las dudas y la responsabilidad habían caído sobre él como una losa densa y espesa que cada día parecía más pesada. No había necesitado mucho tiempo para darse cuenta de que no tenía ni idea de cómo tratar con niños, qué hacer o cómo hacerlo. Los balbuceos de la criatura mientras trataba de pronunciar correctamente la oración infantil de Belore le ponían nervioso. El hecho de que aún no supiera hablar bien, su falta de comprensión, naturales en un pequeño en desarrollo, ponían a prueba su paciencia de un modo que jamás había imaginado. Sumado a las continuas enfermedades, la debilidad del pequeño, su sensibilidad exacerbada que le hacía llorar o ponerse mimoso en cuanto no tenía atención, la falta de sueño, sus caprichosos andares zambos y la torpeza con la que las pequeñas manos lo tocaban todo, solo eran más gotas en aquel vaso que rebosaba.

- Otra vez.
- Otavé - asintió el pequeño, como si fuera un juego
- Belore que estás en el cielo...
- Beloe aseieeeelo...
- Dame tu luz y calor...
- Ameulú y caó
- Hazme crecer fuerte y sano...
- Amesé uete ysaaaano
- Bonito como una flor
- Boito commmuna fó

El niño le miró con aquellos enormes ojos azules y húmedos. Parecía que esperaba algo. Kalher le rozó la mejilla con el dedo y tragó saliva, ensayando una sonrisa.

- Bueno... mañana un poquito más.
- Abua.
- ¿Quieres agua?
- Ti.

Se levantó del sillón del estudio, con él en brazos, y se dirigió hacia la puerta. Las manos diminutas le palpaban el cabello y la voz fina y aguda canturreaba cosas sin sentido. El olor perfumado de la criatura le despertaba una ternura imposible de definir. Era padre, y amaba a su hijo, aunque fuera un misterio insondable al que no sabía bien cómo enfrentarse, pero le quería. Era ese amor la brecha cálida que se abría en su corazón, el nudo tenso que le ahogaba la garganta cuando pensaba en el futuro, en las responsabilidades que habría de cargar aquel que ahora cargaba sobre su antebrazo, ese elfito pequeñísimo de ojos enormes, cara redonda y piel suave que apenas era capaz de caminar solo. Era su hijo, un regalo traído por las estrellas, y que sería el único. Había sobrevivido con dificultades debido a la debilidad de su cuerpo, pero sobrevivía. Le aquejaban dolencias continuamente, alergias, gastritis, se le irritaba la piel y tenía problemas respiratorios, pero sobrevivía. Malande había sufrido mucho en el parto y no podría volver a concebir. Por eso aquel pequeño tesoro de piel blanca y nariz respingona tenía que ser conservado, protegido... y correctamente educado para el futuro.

- Vamos a por agua.
- Amo poabua.
- ¿Sabes decir tu nombre?
- Ti - el nene bamboleó la cabeza arriba y abajo en un asentimiento
- A ver, dímelo, que lo oiga.
- Caevo Alé
- Kalervo Alher... Kalervo Alher Fel'anath
- Caevo Alé Féanat
- Bueno, está mejor, está mejor...
- ¿Galletita?

Kalher se detuvo en seco en el pasillo. Parpadeó y miró de reojo al chiquillo con suspicacia. El nene parpadeó con sus enormes pestañas y sonrió. Los dientecitos blancos brillaron, y le pareció percibir un brillo de picardía en los ojos de su hijo.

- ¿Qué has dicho?
- Que si me das una galletita. Por hablar bien.

El elfo abrió los ojos como platos y dejó al niño en el suelo. Kalervo se sostuvo sobre las piernecillas enfundadas en el pantalón de lana y le miró directamente, con una expresión terriblemente inteligente.

- Depende. Di la oración de Belore y tu nombre, y si las dices perfectas, te daré muchas galletas - dijo con voz grave y tensa.

El niño balbuceó algo y pareció pensárselo. Luego, de repente, hizo un puchero y se puso a llorar desconsoladamente, como si le hubieran quitado sus juguetes. El llanto hizo aparecer a Malande, entre un revoloteo de toga blanca y cabellos dorados. Ella le levantó del suelo, le besó las mejillas, le dedicó palabras suaves y consoladoras y luego miró a Kalher interrogante.

- ¿Qué le pasa?

El magistrado parpadeó.

- Que quiere galletas.
- ¿Quieres galletas, mi niño? - Malande miró a su hijo con expresión de amor arrebatado.
- Queo gaeta...a...a...aaaa - sollozó el pequeño.
- Vaale, vaaale, ahora vamos a por galletas, ¿verdad?

Malande se alejó, con el niño en brazos. Por encima del hombro de mamá, Kalervo sonrió a su padre con gesto travieso y con la misma mirada avispada que le había dedicado segundos antes.

Cuando se hubieron marchado, Kalher se apoyó en la pared, fascinado y confuso. No, no tenía ni idea de cómo ser padre, pero lo que su hijo acababa de demostrar no le parecía en absoluto normal. ¡Les estaba tomando el pelo!. Meneó la cabeza y se pasó la mano por el rostro, soltando una risa seca.

Era una sensación nueva, sentirse orgulloso y aterrado al mismo tiempo.

jueves, 3 de junio de 2010

Nelde - Todo lo que puede salir mal

Amathia corrió escaleras arriba, tratando de no tirar nada. El balde de agua se tambaleaba, las toallas estaban a punto de caérsele del hombro al suelo, y ya estaba sudando. Los gritos de su señora la ponían nerviosa. ¡Diablos! ¿De qué estaban hechas las elfas ahora? No era para tanto.

- ¡Ya sale!¡Ya sale!¡Empujad, señora!

Dunille y el señor Fel'anath estaban junto a la cama, donde la elfa paría haciendo todo el escándalo posible. Sí, y aún tenían suerte de haber cerrado bien puertas y ventanas, porque parecía que la estaban matando. Amathia dejó la palangana y se apresuró a limpiar la sangre entre las piernas de su señora, torciendo el gesto. Bueno, tal vez sí era para tanto.

- Respira, mi amor. Respira.
- ¡ESTOY RESPIRANDO!
- Calmaos y empujad...
- ¡ESTOY CALMADAAAAH!
- Oh, por Belore...

Hacía más de doce horas que Lady Malande se esforzaba en expulsar de su interior a la criatura que había vivido en su vientre durante los últimos meses. El parto se había adelantado mucho, y el bebé seguramente sufriera malformaciones, pero además, todo se estaba complicando. Los líquidos se habían expulsado demasiado rápido. El pequeño o pequeña estaría secándose y debilitándose ahí dentro a medida que el tiempo pasaba sin que pudiera salir, y Amathia se temía que hubiera que abrir el vientre de la madre si querían salvarle. Además, la última hemorragia descontrolada de la señora amenazaba con no detenerse.

- Deberíamos llamar a los sacerdo...
- ¡NO!

Malande agarró a su criada de la pechera, furiosa, despeinada y cubierta de sudor, con la expresión de un animal acorralado.

- ¡He dicho que NO! ¿ENTENDIDO? ¡SI ALGUIEN LLAMA A UN SACERDOTE, DAOS POR MUERTAS!
- S...si, seño..ra...
- Cálmate, mi vida. Inténtalo de nuevo.
- ¡Me calmaré cuando me la saquéis!

Amathia parpadeó.

- ¿Como?
- ¡Sacádmela!

Las criadas miraron atónitas a su señora.

- ¡No puede salir sola! ¡Y yo no puedo más, me estoy desangrando! ¡Sacádmela!

Pero ninguna movió un dedo. Fue el señor Fel'anath quien se apartó de la cabecera de su esposa y se situó entre sus piernas, hurgando con los dedos en la dilatada abertura de su esposa, ante la mirada confundida de las doncellas.

- La cabeza está aquí. Empuja un poco más, para que pueda ayudarte.

El grito de Malande fue agudo y desgarrador, acompañado por las palabras de ánimo de su marido, y finalmente, un cuerpecito diminuto y sanguinolento apareció entre las manos de Kalher Fel'anath. Cubierto de fluidos, inmóvil, e inerte.

- Dioses... al...fin - resolló Malande, derrumbándose sobre los almohadones.

Amathia lo estaba viendo perfectamente, junto al señor de la casa. El bebé no se movía y no respiraba. Kalher lo contemplaba con ojos llameantes, pero cuando su esposa alzó el rostro, sólo dijo tres palabras.

- Voy a limpiarlo.
- Espera... espera, Kal...¿Por qué no llora?

La criada siguió a su señor fuera de la habitación, sin entender qué demonios hacía frotándole el pechito al pequeño cadáver.

- Amo, el bebé...
- Calla.

El magistrado colocó la boca sobre la boquita diminuta y sopló. Luego volvió a masajearle el pecho. Amathia no era chapada a la antigua, pero eso de robarle a su criatura muerta a una madre, besarla en la boca y apretarle el pecho le parecía un sacrilegio. ¿Es que creía que podría resucitarle?

- Amo, está muerto. Déselo a la señora para que lo llore - exigió, tajante.
- ¡He dicho que te calles! - escupió. - Vamos, pequeñín... vamos...
- ¡Ya basta!

Amathia no era chapada a la antigua, pero hay cosas que hay que hacerlas como se debe. Si el bebé estaba muerto, su amo tenía que dejarlo con su madre, para que pudiera lamentar su pérdida en la intimidad, y después se limpiaría el cadáver y se enterraría. Alargó la mano y tiró de la toalla donde su señor sostenía a la criatura.

- ¡Qué haces!
- ¡Esto no...!
- ¿Qué pasa, Kalher? ¡Quiero ver a mi niña! ¿Por qué no la oigo?

El recién nacido cayó al suelo. Se estrelló de espaldas contra la alfombra mullida, con un golpe muy suave, como si se hubiera caído un fardo de ropa. Y se removió. Y entonces dejó oir un llanto leve, muy fino, ahogado y diminuto, como todo él.

Amathia recibió una bofetada antes de que su amo recogiera a su pequeño del suelo y corriera junto al lecho de su esposa, donde las voces de las doncellas y los padres se entremezclaron.

- Es un niño, mi vida. No es una niña. Es un niño.
- No puede ser... ¿un niño?
- Qué pequeño es.
- No está sano, mirad, señora, apenas respira. Hay que llamar a los sacerdotes.
- Si...si, llamadles. ¿Un niño? Increíble...
- Es cierto, es muy pequeño.
- Está temblando, querido... ¿Qué le pasa?
- No está bien. Ha nacido débil.

Khaler Fel'anath miraba a su hijo diminuto mientras Amathia lo limpiaba. Malande parecía no podérselo creer. Ella le había asegurado que sería una niña, aduciendo que en su familia toda la descendencia era femenina, y sin embargo, ahí estaba esa pequeña cosita entre las piernas como palillos. Era un niño. Un crío moribundo que apenas era capaz de tomar aire.

- ¿Cómo lo vas a llamar? - dijo el magistrado.
- No... no lo sé...quizá es pronto para ponerle nombre... - replicó su agotada esposa. - Es tan débil... quizá no...
- Malande, no digas eso. Pase lo que pase, debe tener un nombre.
- Pero todo ha salido mal, Kalher... todo es... lo que no debía ser... no... algo hemos hecho mal...

El magistrado chasqueó la lengua. Miró a la dama y luego al niño. Una suave pelusilla morena, de un color negro azulado, le cubría la coronilla. Sonrió a medias.

- Alher - sentenció. - Se llamará Alher. Mi hijo.
- ¿Kalher, como tú?... - replicó la dama, con los párpados entrecerrados y semiinconsciente.
- Kalher no, Alher.
- Kalervo Alher. Vale... lo que tu quieras.

Atta - El laberinto

- ¿Has llevado los planos a los ebanistas?
- Esta mañana.
- Estupendo. ¿No será muy caro?
- No es problema.

Malande sonrió, y Kalher le devolvió la sonrisa. Su esposa era bella como una criatura féerica, o así se lo parecía. Bonita y delicada, con el pelo rubio y esos preciosos ojos violetas, y tan imaginativa que convertía su existencia en un paraíso. Estaban sentados en el salón, él trabajando en sus relojes, ella leyendo, como siempre. O casi siempre.

- ¿Por qué quieres hacerla así, Kalher? ¿No sería más fácil una normal? - preguntó Malande, alzando la mirada de las páginas, con un mohín curioso que a él le resultó encantador.
- Si, melenya, sería más fácil. Pero esta será más bonita... como un camino en la vida misma.

Tomó una de las piezas con las pinzas y la colocó cerca del engranaje principal. No era relojero, pero no le hacía falta. Le bastaba mirar aquellas ruedas, su posición, sus formas, para comprender instintivamente cómo funcionaban. Era esa capacidad analítica y deductiva, además de su excelente memoria, lo que había transportado al magistrado Fel'anath desde el humilde origen de su familia de jurisprudentes de poca monta hasta la magistratura de la capital del Reino.

- No me tortures más. Dime, ¿Qué tienes entre manos?

Khaler rió entre dientes y miró de reojo a su amada.

- Redonda.
- ¿Redonda?
- Básicamente, sí. Con caminos que se entrecruzan y estantes diferentes, con formas, tamaños y labrados distintos. - Giró una ruedecita diminuta con la uña y cerró la tapa del reloj de bolsillo. - Lo llenaremos todo con poesía, relatos, tratados, metodologías...
- ¿Pondrás tus tediosos libros de leyes también?
- Por supuesto. Son lo bastante aburridos como para despertar sopor y disipar todo interés o atención.
- Sí, igual que tú.
- Exacto. Igual que yo.

Malande rió entre dientes. Dejó el tomo que tenía entre las manos sobre el sillón y se acercó a sentarse en las rodillas de su esposo. La toga verde hizo un sonido crujiente al levantarse las mangas de brocado para rodearle el cuello con los brazos, y Khaler se recostó hacia atrás, abrazándola a su vez.

- No entiendo cómo lo haces - dijo ella.

Khaler arqueó la ceja, fingiendo no comprender de qué hablaba. Ella le puso un dedo en la nariz.

- Ya sabes. Fingir. Fingir constantemente. Creo que nadie te conoce de verdad, salvo yo.
- Es lo que intento. Ya sabes que mis ideas no son bien recibidas. Los soñadores ya no tienen cabida en este mundo, por eso estamos juntos, ¿no?

Malande sonrió, asintiendo con la cabeza. Luego bajó la voz.

- Ya casi he terminado de transcribirlo todo.
- ¿Ya? Sólo han pasado dos años, has sido rápida - respondió Khaler, con semblante grave.
- Han merecido la pena las noches en las que no hemos compartido el lecho por tu trabajo atrasado, laital. - dijo ella con una sonrisa pícara. - Y cuando tu biblioteca redonda y laberíntica esté construida, ¿dónde guardaremos todo lo que he rescatado?
- Allí no, desde luego.

Malande frunció el ceño.

- Piénsalo. En el improbable caso de que alguien descubriera tus orígenes... muy improbable caso - insistió, al ver la palidez incipiente de la joven - y buscaran los conocimientos que conservas, mirarán, sin duda, allí. Los libros se guardan en bibliotecas.
- Pero no son libros...
- Tenemos que destruir la materia original.

Malande se levantó de un salto y le miró, horrorizada.

- No podemos hacer eso. De ninguna manera. Son objetos incunables, son... las esferas, los cristales, todo, no podemos destruirlo. Mi familia lo ha rescatado generación tras generación y lo ha protegido. Me niego.
- Son un peligro, melenya - dijo él con suavidad, extendiendo una mano hacia adelante. La elfa le miraba como si acabara de escupirla, y su expresión le dolía... pero sabía que era lo mejor. - Nosotros no viviremos para siempre. ¿Y si alguien lo encuentra? ¿Y si caen en malas manos?
- Nuestros descendientes lo protegerán, ya sabes cómo son las cosas. Te lo conté todo antes de casarnos, Khaler. - replicó Malande, señalándole con el dedo, lívida. - Sabías como eran las cosas. No puedes decirme ahora que tenemos que destruirlo todo.
- Has hecho transcripciones...
- ¡Eso no importa!

Khaler suspiró y asintió, mirándola con tristeza. Podía haberle dicho "Sí importa. A quien quiero proteger es a ti, no a las reliquias." Pero sabía que no serviría de nada, porque Malande Auranath era una guardiana y siempre había sido consciente de eso. No hay nada más difícil que proteger a un protector.

- De acuerdo. Perdona. Buscaremos otra manera.
- La encontraremos... - dijo ella, volviendo a un tono suave, y regresó a su lado. Los ojos color violeta rezumaban afecto cuando la elfa se arrodilló y le tomó la mano. - Ocultaremos las transcripciones y los objetos en un laberinto. Como...como un gigantesco puzzle...
- Guardaremos claves y pistas que sólo los descendientes de tu sangre puedan comprender.
- Y de la tuya, Kalher.

El elfo miró a su esposa con gravedad. Ella le besó la mano.

- Me casé contigo porque te apreciaba... por lo que me ofreciste. Pero también porque eres inteligente, mucho, igual que yo. - De nuevo sonrió, dulce. - Y esa es una de las cosas que me enamoraron. Los descendientes de mi sangre también serán los tuyos... tú eres ya parte de mí, y de todo esto. Juntos hasta el final.

Khaler tragó saliva y asintió. A ella no podía ocultarle su emoción, y menos en aquel instante. Le acarició la mejilla.

- Hasta el final, írima.
- Todo irá bien - asintió ella.
- Tu... nuestra estirpe será iniciada en los misterios, aunque no lo sepan. Ellos podrán continuar con tu legado.
- Y hablando de eso... ¿no crees que es buen momento para probar a concebirla?

Malande pestañeó inocentemente, mirándole con gesto ingenuo que ya no le engañaba. Había un fondo de picardía misteriosa, casi mística, en aquel semblante delicado, quizá en el suave brillo de las pupilas. Le sonrió, levantándose y tomándola en brazos, meneando la cabeza.

- ¿Hoy podemos intentarlo? - preguntó con cierta ironía, mientras se la llevaba escaleras arriba - Ayer me dijiste que no.
- Ayer no era luna azul. Ya conoces las normas.
- ¿Y qué pasa si no lo concebimos en luna azul?
- Eso nunca sucede, querido.
- Entonces no hay peligro en hacerlo en cualquier momento.

La risa cantarina de la dama se perdió por los pasillos. En el salón, tras la ventana abierta, una sombra de ojos incandescentes se escurrió entre los setos y se perdió en la lejanía, bajo el resplandor de la luna llena.

Minë - Una boda bajo los sauces

El viento era suave en la pradera. La mañana hacía resplandecer las hojas doradas del Bosque Viviente, y los tiernos agitaban sus ramas con calidez, ocultos entre los troncos de los árboles de estío que guardaban. La primavera eterna se mostraba solemne y más brillante que nunca, y el cielo estaba azul, sin una sola nube.

- ...y es en los brazos de Belore donde hemos de encontrar consuelo. Serás el sol para tu esposa, y ella será tu sol en la tiniebla...

Las palabras del sacerdote vibraban en el aire, sin embargo, Malande no las escuchaba. Se había hartado de oírlas en los ensayos, durante días enteros en los que habían acudido al templo para repasar lo que tenían que decir, cuándo callar, dónde debían colocarse. Además, era evidente que el oficiante no se encontraba cómodo. No era la boda que debía ser, no estaban en el Templo de la ciudad, como correspondía a un magistrado de la corte, por escasa que fuera la nobleza de su nombre. En medio del bosque, como los salvajes o los primos kaldorei. Aquello no era lo usual.

Miró de reojo a su prometido. Aún no eran marido y mujer, pero en unos minutos, todo estaría hecho. Kalher permanecía sereno y serio, con el cabello oscuro recogido en lo alto, imitando el estilo de las Altas Casas. Sus ojos azules permanecían fijos en el sacerdote y su porte era el más regio que se podía esperar en un jurisprudente, enfundado en la toga roja con los bordados de oro y con ese aire de altivez en la manera en la que alzaba la barbilla. Malande reprimió una sonrisa. Realmente, las palabras que acababa de escuchar eran ciertas. Kalher era su sol, siempre lo había sido desde que se conocieron. Le recordaba poniéndole flores blancas en el cabello, diciéndole que era una joya, que era un duende mágico, que era una ninfa. Le recordaba escuchando, sereno y serio, cuando ella le habló de sus deberes y de su obligación, de su vida y su familia, como nunca había hablado a nadie. Le recordaba pidiéndole que se casara con ella.

- Khaler Fel'anath, ¿Aceptas a Malande Brisaclara como tu esposa en las bendiciones de Belore y te comprometes a amarla, cuidarla, protegerla y ser su sol hasta el fin de los días?
- Sí, acepto.

La elfa suspiró y miró al magistrado, sonriendo con suavidad. Le pareció que le guiñaba un ojo, aunque él disimulaba muy bien. Siempre lo había hecho.

- Malande Brisaclara, ¿Aceptas a Khaler Fel'anath como tu esposo en las bendiciones...?

Un escalofrío leve, como una lengua insidiosa e insistente, le recorrió la espalda. ¿Y si descubrían que su apellido no era real? ¿Y si todo se desvelaba? ¿Alguien recordaría las viejas historias, alguien sabría aún acerca de los destinos de los que escaparon de la Torre? Quizá ni siquiera fueran conscientes de la existencia de aquel lugar. Pestañeó y tomó aire, debía pronunciar los votos, y aquel miedo inconsciente no era real. Sólo un fantasma. Un espectro. No pasaría nada. Nada en absoluto.

- Sí, acepto.

El viento agitó las ramas de los dos sauces, que actuaban como cortinajes, paliando el resplandor del sol. El viento traía el olor del bosque. Y otro más. El aroma chispeante que Malande reconoció, ese perfume mentolado y ácido, fresco y ozónico que corría mezclado en la misma sangre de sus venas.

- Yo os uno así como marido y mujer, esposo y esposa, bajo la mirada de Belore y con su bendición eterna - dijo el sacerdote, tomando la mano de la elfa y dejándola sobre la del magistrado. - Desde ahora, vuestros destinos caminan parejos. Que la lealtad, la fidelidad, el amor...

Volvió los ojos hacia él, y él la contemplaba. No había inseguridad en su mirada azul, y aquello era un alivio para Malande, que se relajó y esbozó una sonrisa cálida. Al fin y al cabo, era afortunada. Aunque no era un asunto de amor lo que la llevaba a unirse en esponsales, sabía que podrían amarse, si es que no lo hacían ya, en el largo y tortuoso camino que les aguardaba en los años venideros.