viernes, 26 de marzo de 2010

XVII - La Promesa

El sol de la tarde era una pelota amarilla y refulgente que descendía por el cielo, mientras Kalervo se limpiaba la cara y suspiraba, tomándose la temperatura. Habían pasado pocas horas desde que rescataron al gran paladín de la Ciudad de la Muerte, y había llorado desde entonces gruesas lágrimas, por sí mismo y por él, porque su situación era terrible. Había roto las muestras, y enfadado como estaba, se negaba a regresar a Scholomance, a la Torre de Arugal y a ninguna otra parte.

Se recogió el pelo mojado y se miró en el espejo. Tenía un aspecto terriblemente enfermizo, no podía dormir y sentía como si estuviera pudriéndose por dentro. Se contempló, preguntándose cuánto tardaría en morir, preguntándose si volvería a convertirse en monstruo, preguntándose si se levantaría como un muerto viviente. No encontró ninguna respuesta.

- Jolín... - suspiró profundamente y batió las enormes pestañas, bajando la rampa de Brisa Pura con desazón.

Abajo, Lohengrin se ajustaba los guantes. Lazhar estaba sentado sobre una alfombra, capaz de sonreír casi como siempre y dándole las gracias al joven caballero a su manera, expresándose mediante gestos rotundos que dejaban pocas dudas a la comprensión. Se escuchaba cantar a algún pájaro y el graznido de los dracohalcones mas allá. Kalervo se apoyó en una de las arcadas del refugio, abrazándose a sí mismo, pensativo.

No podía apartar los ojos del enorme elfo de cabellos rojos. Mientras se comunicaba con su compañero, tosía de vez en cuando y una y otra vez, aquella sonrisa espléndida, algo cansada, asomaba a su rostro, deslumbrando y haciéndole sentir como si fuera un niño pequeño y alguien le pusiera la mano en el hombro dándole permiso para ir a jugar. O diciéndole que todo iba a salir bien. Su corazón parecía saltar en el pecho cada vez que se curvaban los labios y destellaba de nuevo la sonrisa, cuando los ojos grises se estrechaban y las leves arrugas se hundían junto a sus párpados, las pestañas se entrecerraban.

- Jolín - murmuró de nuevo, sin saber por qué se le aflojaban las rodillas y los pulmones parecían pedirle más aire. Tenía tantas ganas de llorar...

Vio marcharse a Lohengrin tras un instante de indecisión, bendiciendo de nuevo a Lazhar y alejándose con una breve mirada al interior. Kalervo pegó la espalda a la pared y salió del campo de visión. Se sentía demasiado confuso y raro como para esbozar una sonrisa cortés, recomponerse y despedirse adecuadamente. Había encontrado a Lazhar, había roto las muestras, había decidido que ya no más, y ahora no sabía lo que iba a pasar. Tenía mucho miedo.

Respiró entrecortadamente y se asomó con cuidado. El paladín estaba de perfil, apoyado en la pared y mirando alrededor, como si buscara algo. Cuando le vio, volvió a sonreír, y Kalervo tuvo la impresión de que el suelo se convertía en nata montada o algo parecido, porque se hundía en algo espeso y cremoso. Así que salió de su estúpido escondite y correteó como una niña tonta para abrazarle.

- Jolín, Lazhar, menudo susto - balbuceó, con los ojos cerrados muy fuertemente.

"Tú encontraste" - signó el elfo, sonriendo otra vez - "Bien"

- ¿De verdad estás bien?

El paladín asintió con la cabeza, muy seguro, y Kalervo suspiró aliviado. Luego los ojos grises se nublaron con cierta preocupación, y sin hacer ninguna señal, formuló la pregunta sin palabras.

"¿Qué hacías ahí?"

¿Qué podía hacer el pequeño mago? Después de todo lo que había ocurrido, tras los días de pesadillas terribles en los que su vida era un cuento de miedo, con todo lo que nunca había querido admitir que era cierto, ahora, delante del corpulento elfo, los hechos cobraban un realismo que le sobrecogía.

- Kevo - el paladín frunció el ceño, su expresión se volvió más alarmada.

¿Que podía hacer? Llorar. Y cantar como un ruiseñor, contándolo todo y dejando que las palabras se marcharan con una mezcla de alivio y pánico, pronunciando despacio mientras sollozaba a moco tendido sintiéndose muy desgraciado y muy pobrecito. Porque si bien Kalervo era dado al melodrama, superlativo en sus expresiones, lastimero e infantilmente mimoso, su situación era objetivamente desastrosa. Bien es cierto que podía haberle mentido. Sin embargo, de todos es sabido que mentir a un paladín, aunque no es del todo imposible, provoca esa sensación desagradable de estar vomitando sobre una alfombra bonita o robándole a un niño su regalo de cumpleaños, a poco que uno sea algo sensible o tenga un atisbo de eso que llaman conciencia. Mas aún en el caso de Kalervo, que pese a andar escaso de conciencia, no estaba hablando con un paladín, sino con su adorado Lazhar el Bravo, héroe de historias imposibles en su imaginación y faro de esperanza en el que se sostenía mientras vivió los días más oscuros. Mentirle habría sido contraproducente, desagradable e inútil. Y además, no quería.

A medida que hablaba, llorando y moqueando, el gesto de Lazhar se volvía más severo. Le estaba escuchando, su ceño se fruncía y los ojos grises destellaban con enfado y la indignación le crispaba el semblante. Cuando terminó, sorbiéndose la nariz, Lazhar gesticuló cosas incomprensibles, enfadadísimo y completamente enojado. Luego le miró bajo el ceño fruncido, se incorporó y le hizo un gesto.

"Espera aquí"

- ¿Uh?

Le miró alejarse, perplejo y moqueante mientras se limpiaba la nariz, con ese andar decidido lleno de determinación. Cuando Lazhar regresó, al cabo de un par de minutos, traía un papelito amarillento y un trozo de carbón. Se sentó de nuevo frente a él y le dirigió una mirada vibrante y llena de seguridad, después escribió y le tendió la notita, asintiendo levemente.

Kalervo bajó la vista y leyó la caligrafía sencilla, pestañeando una vez, y luego otra.

Solo eran cuatro palabras.

Es complicado explicar cuánto peso pueden tener cuatro palabras, la cantidad de significados plenos que pueden encerrar y hasta qué punto un trozo de papel ajado puede cambiar la vida de una persona. Pero aunque parezca cosa de magia, pueden hacerlo, si son las palabras precisas y exactas que hacen falta en ese momento para descorrer las cortinas de la desesperación y dejar que la esperanza brille de nuevo, aunque sea en un hilo delgado. Cuatro palabras pueden decir muchas cosas. Y a Kalervo Fel'anath se lo dijeron todo aquella tarde, cuando las leyó y levantó la mirada, incrédulo y algo inseguro.

"Vale por una solución", había escrito. Solo cuatro palabras.

Kalervo había aprendido tiempo atrás a leer los gestos de Lazhar. No solo lo que signaba con sus manos. También su lenguaje corporal, las expresiones de su rostro y sobre todo las emociones en sus ojos. No pudo albergar ninguna duda al contemplar su semblante grave, la manera en la que apretaba los labios y fruncía el ceño, asintiendo una vez más y golpeándose el corazón con el puño en un movimiento suave. Luego se señaló a sí mismo y le señaló a él, con la misma seguridad firme, inquebrantable, que se tendía hacia él como una cuerda bien trenzada a la que podía sujetarse.

- Yo estaré contigo - Casi podía oír con claridad la voz grave y dulce del elfo, la imaginaba mientras bajaba la mirada a la notita y contemplaba sus gestos lentos. Un puño en el corazón, Lazhar y Kalervo. Una promesa. - No te dejaré solo. Te ayudaré y te protegeré. Encontraremos la solución, y te pondrás bien.

Cuatro palabras y tres gestos breves. Y una posibilidad en un horizonte lejano, que podía ser real algún día. Las cosas se iban a arreglar.

Limpiándose las lágrimas, Kalervo dobló el papelito cuidadosamente y lo guardó en el bolsillo doble de su faltriquera, con dedos temblorosos, tras haberlo leído casi veinte veces. Al alzar la mirada, había tanta convicción en la sonrisa del paladín, que sin saber por qué, sonrió también.

Ese día, Kalervo Alher Fel'anath, magistrado y aprendiz de hechicero, descubrió la fe. Y su vida nunca volvió a ser la misma.