martes, 29 de diciembre de 2009

IV - Mundo de lobos

Kalervo Alher Fel'anath, hijo de Kaler Fel'anath, magistrado y hombre de leyes, no era un chico fuerte. A sus ciento veinte años y aparentando poco más de sesenta o noventa, era muy muy consciente de su aspecto frágil, y muy muy consciente de que ese aspecto era fiel a la realidad. Se sabía débil y se sabía pequeño. Afortunadamente, Kalervo no era tonto. Era ingenuo, pero inteligente. Por eso, cuando llegó a las tierras de los Renegados, tosiendo y estornudando y con el aspecto de una presa perfecta, se apresuró en presentarse como magistrado de Quel'thalas.

- ¿Quién te envía, elfo? - replicó uno de los ejecutores.

Las miradas suspicaces de los renegados no le gustaron. No, no le gustaban nada. Se dio ánimos y se sonó los mocos, intentando no echarse a llorar. Aquella gente no era nada simpática, además su aspecto era aterrador, por no hablar del olor que desprendían. Sus ojos amarillos le observaban, burlones. No era la primera vez que veía esas miradas, pero Kalervo era muy ingenuo y a pesar de su largo historial, aún no sabía reconocer con claridad la avidez maligna que se despierta en las personas, estén vivas o muertas, cuando encuentran a alguien como él. Alguien a quien no es difícil hacer sufrir. Alguien de quien no cuesta demasiado reírse. La presa perfecta.

Aunque no fuera capaz de definirlo de esta manera, el ambiente no le daba buena espina. Así que se tragó el miedo y las ganas de hacer pis, mirando hacia atrás. Entre los renegados y los lobos prefería, sin duda, a los renegados. Y empezó a mentir como un cosaco, inventando a toda velocidad.

- ¿Que quién me envía? Oh, por Belore. Lo importante no es quién me envía, sino a dónde voy. Tengo que llegar a Entrañas urgentemente por asuntos de diplomacia, caballero. Le ruego no me entretenga más. Tengo que tomar el próximo murciélago. Cof, cof.

Los guardias del sepulcro se miraron, con una sonrisa fúnebre, y le observaron de arriba a abajo. La toga desgarrada, el aspecto enfermizo y esa maldita tos no le eran de ayuda para aparentar ser alguien respetable. Mas bien parecía un mendigo.

- Asuntos de diplomacia. - repitieron los guardias. Luego se miraron. Luego se echaron a reír. - no pareces un diplomático.

- Sufrimos un asalto en el camino. Un bandido... nos atacó - inventó. - Mataron a mi compañero, me lo robaron todo. He conseguido huir por muy poco.

Kalervo tragó saliva. Empezaba a ponerse nervioso. Tenía que salir de allí, darse un baño y buscar un traje. Empezó a pensar a toda velocidad, mirando alrededor, cuando el familiar graznido de un zancudo le hizo girarse. ¡Un elfo! ¡Un sin'dorei! Ni siquiera se detuvo a mirar su aspecto cuando el elfo se detuvo a conversar con los guardias. De puntillas, disimuladamente, se hizo a un lado y miró alrededor. Corrió hacia uno de los comerciantes y se arrancó su precioso relicario enjoyado del cuello, miró una última vez la miniatura con forma de fénix y se la entregó a la mujer muerta, que le observaba con expresión vacía.

-¿Cuánto me da por él? - preguntó, apresuradamente.

La renegada le observó. Sonrió. Y respondió.

- Dos platas.

Kalervo abrió los ojos como platos. Apretó los puñitos y se aguantó el lagrimón, tendiendo la joya a la estafadora mujer muerta y corriendo hacia el vuelo, con las dos monedas de plata en las manos. Al salir corriendo, tropezó con el sin'dorei recién llegado, que le empujó a un lado.

- Mira por donde andas, renacuajo.
- Per...perdón señor. - trastabilló, recogiéndose el faldón roto. - Yo... tengo que... tengo que llegar a... a Entrañas... necesito ayuda...
- Tsk... - el elfo le miró de arriba a abajo, con una sonrisa maliciosa. - Mira qué aspecto tienes. Pareces una niña y además vistes como un pedigüeño.
- Es que... verá... me han pasado cosas horribles - intentó explicar.

Un salivajo caliente le golpeó en la mejilla, el gesto de desprecio le cortó la respiración. Por un momento se sintió morir.

- Shindu. - Espetó el desconocido con dureza. - Me revuelves el estómago. Quita de mi camino.

Kal quiso decir algo, pero el elfo ya se marchaba. Le miró. Iba vestido de cuero negro, una abultada bolsa colgaba de su cinturón, y una daga estrecha y brillante. Un pensamiento fugaz, impulsado por la injusticia de su situación y la necesidad desesperada de sobrevivir, por el miedo atroz y la rabia ante la actitud de aquel caballero, le cruzó por la mente. Se lamió los labios. Miró alrededor, contemplando los rostros de los renegados, tan siniestros, acechantes, como si esperasen cualquier excusa para... Con un fogonazo de ira en su pequeña mente, señaló al elfo vestido de cuero y empezó a gritar en orco.

- ¡Asesino! ¡Ladrón! ¡Es él!

El elfo se volvió, sorprendido. Los renegados le miraron, frunciendo el ceño.

- ¡Fue él quien nos asaltó, a mí y al Magistrado Alorien!¡Asesino!¡Asesino!

Rápidamente los guardias les circundaron. Comenzó la lluvia de preguntas. El elfo miraba a Kalervo con expresión incrédula, mientras se defendía de las acusaciones con cierta inseguridad. No parecía capaz de explicar de dónde venía ni a donde iba, ni siquiera era demasiado claro respecto a su identidad. El joven magistrado entendió rápidamente que, si bien no era cierto que le hubiera atacado a él ni al inexistente Magistrado Alorien, aquel sin'dorei no era trigo limpio, probablemente fuera en realidad un asesino o un espía. Y eso le daba mucha ventaja en la argumentación.

Cuando los guardias de El Sepulcro se llevaron al elfo desconocido y le entregaron a él la faltriquera tintineante, llena de monedas, Kalervo sintió un escalofrío placentero y maligno en su interior. La mirada cruel y vengativa que le dedicó el desconocido, mientras era arrastrado a empujones hacia el mausoleo cercano, no le afectó lo mas mínimo. Le pasase lo que le pasase, se lo merecía, por haberle tratado mal.

- Espero que se haga justicia - dijo Kalervo a los mortacechadores, que le miraban de reojo con gran frialdad.

Acto seguido, se dirigió al vuelo y compró un pasaje hacia Entrañas. Una sensación de satisfacción se extendió por todo su ser mientras volaba hacia la ciudad. Si, los lobos estaban en todas partes. En los días que siguieron, Kal aprendería a envenenarles antes de que le mordieran.

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