sábado, 7 de abril de 2012

XXXVI: El favor de las Dríades (II)

Un rato después, Selendra se despedía con la mano del joven mago, que caminaba decididamente hacia el interior de las Cavernas de Maraudon. Algunos centauros acechaban desde las colinas, pero ahora Kalervo ya no era el mismo aprendiz asustadizo que solía fingir desmayos para escapar de las situaciones peligrosas en brazos de un paladín preocupado. Invocó sus resguardos arcanos con toda la determinación que pudo infundir a su vocecilla. Un estallido azulón brilló sobre su cabeza y la magia se enredó a su alrededor, tejiéndose en un escudo de energía resplandeciente.

—Ahá, chúpate esa, extraña criatura amenazadora —dijo a la nada, alzando las cejas con suficiencia. —Si alguien quiere hacerme daño tendrá que atravesar primero mis escudos.

A continuación, revisó su faltriquera para comprobar que llevaba runas de teletransporte, agua y algo afilado por si había que apuñalar por la espalda a alguien. Kalervo nunca había apuñalado a nadie por la espalda, no le gustaban las armas ni la sangre, pero uno nunca podía saber en qué momento sería necesario algo así.

Después respiró hondo y empujó la pesada puerta de piedra...

...que no se movió.

Empujó más fuerte, cerrando los ojos y haciendo un ruido que más parecía el de un gatito haciendo sus cosas en el cajón de arena que un poderoso mago forzando un portón, pero no tuvo éxito alguno. Miró alrededor para cerciorarse de que nadie era testigo de su patética debilidad física, y acto seguido se coló por la rendija abierta utilizando un hechizo de traslación.

—Victoria —se jactó, una vez dentro.

"Victoria, victoria...", dijo el eco. Kalervo guardó silencio, abriendo mucho los ojos. Dejó que su vista se acostumbrara a la negrura y examinó cuanto le rodeaba antes de empezar a caminar entre las sombras. Aunque el joven mago era una de esas personas a las que uno no es capaz de imaginarse guardando silencio, en aquel momento estaba muy callado, con las orejas de punta y la mirada curiosa y azul volando de un lado a otro. Empuñando el bastón, se dirigió a través de unas escaleras de piedra, sin hacer ruido, muy atento. Escuchaba gotear la humedad de las estalactitas. Escuchaba, también, murmullos difíciles de identificar: el rumor del agua, susurros extraños. Las energías se percibían un poco cargadas.

"Si lo que contaba Selendra es cierto, empeorará a medida que vaya más al fondo", pensó Kalervo, apretando los labios. Por suerte, se había aprovisionado de gemas de maná. Evocar en un lugar tan inquietante no le hacía mucha gracia.

—Los restos de Zaetar están en lo más profundo —le había explicado la dríade antes de entrar—, bajo un montículo de hierba con unas astas de ciervo que lo marcan. Hay cascadas a su alrededor, seguro que lo encuentras. Pero hasta llegar allí tendrás que atravesar toda la caverna. ¡Ten mucho cuidado! La corrupción está presente en todas partes.

Tomar energía del ambiente corrupto no podía ser bueno, de eso Kalervo estaba muy seguro. "Creo que lo mejor será seguir el rumor del agua. No debe estar muy lejos".

Descendió hasta los túneles y comenzó a elegir aleatoriamente el camino a seguir, andando, andando, con el bastón en la mano y siempre muy atento por si aparecía algún enemigo malvado. De vez en cuando se encontraba con dos o tres caminos divergentes y echaba a suertes cuál escoger. Antes de tomar la decisión, grababa una runa en el suelo para poder volver atrás con un hechizo de traslación. De esta manera, en las negras cavernas se fue dibujando un sendero de sigilos resplandecientes que cada vez se adentraban más y más en la gruta.

Poco a poco, la caverna fue cambiando. De la piedra seca y gris, dio paso a suelos con limo y barro, plantas podridas que olían fatal colgando de las paredes mohosas, setas y champiñones fosforescentes y extraños bulbos colgantes que desprendían una luz sucia y nubes amarillentas.

—Eeeek... este debe ser el mal que moraba—pensó Kalervo, para quien un hedor repugnante era tanto o más censurable que una invasión de la Legión Ardiente.

Se cubrió nariz y boca con uno de sus pañuelos perfumados y prosiguió, hasta que un charco de agua anaranjada e inmunda le hizo detenerse. A su alrededor, enormes flores de pétalos puntiagudos inclinaban sus cabezas hacia la laguna. El chico se sentó en una piedra medianamente limpia, pensando en congelar el agua para poder pasar sobre el hielo sin mojarse con ese líquido horrible. Estaba en ello cuando notó un cosquilleo en el cuello. Se dio un manotazo suave, pensando que sería un insecto.

—Tal vez con una ventisca prolongada... aunque es mejor la nova de escarcha, así se solidificará toda la superficie.

Volvió a darse una palmada al percibir un nuevo cosquilleo, pero en esta ocasión, algo más le sacó de sus reflexiones. Un tacto blando, frío y viscoso en su tobillo.  Alzó las orejas, abrió mucho los ojos y se puso en pie de un salto.

—¡Ih! —exclamó—. ¿Qué es esto? ¿Qué sucede?

Entonces se dio cuenta. Las flores de la orilla habían vuelto sus cabezas hacia él, y también sus pétalos. Y se movían. Una de ellas estaba a su lado, mirándole con sus estambres —aunque no tenía ojos sentía algo así como una mirada inquietante — y enredándole una liana babosa en la pierna. "No son flores", comprendió, "son esquejes, azotadores. ¡Recórcholis!"

—¡Flor, suéltame o tendré que usar mi magia! —exclamó Kalervo, mirando al azotador con gesto de enfado. No sabía si aquellas criaturas eran hostiles y no estaba seguro de si usar la violencia sin más estaría bien. ¿Y si eran amigas de Selendra? —Estoy aquí con permiso de las dríades, he venido a salvar las cuevas y a recuphmmmmmmmf...

No pudo terminar de hablar. Una enorme hoja le cubrió la boca. Kalervo frunció el ceño, indignado. No era la primera vez que le hacían callar, pero ¿un vegetal? ¡Intolerable! De pronto, el azotador sacudió la extremidad con la que le había atrapado el tobillo y levantó a Kalervo en el aire, dejándole colgado boca abajo.

—¡Hmmmmpf! ¡Hmf hmf hmf! —le regañó el mago, tratando de hacerse oír y señalándole con el dedo amenazadoramente.

Pero el azotador no parecía darse por aludido. Abrió mucho sus pétalos y los cerró sobre la cabeza de Kalervo, intentando engullirle como una planta carnívora a una mosca. Como es natural, este acto tan poco decoroso acabó con la paciencia del joven mago. Uno puede entender que la barrera del idioma resulte un problema de comunicación entre un elfo y una flor. Pero que una flor te amordace, te cuelgue boca abajo haciendo que se te suba la toga hasta la cabeza y todas las demás flores vean tu ropa interior, y encima pretenda comerte es pasarse de la raya. Por eso, el muchacho no tuvo más remedio que concentrar su energía y provocar una deflagración arcana.

El estallido hizo que la flor le soltara inmediatamente y retrocediese, retorciéndose y con las hojas de punta a causa de la estática. Como consecuencia, Kalervo se cayó de cabeza sobre la piedra, aunque tuvo el buen tino de apoyar una mano y dar una voltereta de croqueta para evitar abrírsela. Sólo se hizo un poco de daño en el codo y en el trasero, que fue el que finalmente llevó su peso al suelo.

—¡Ay! Bueno, se acabó la broma—exclamó, poniéndose rápidamente en pie y limpiándose el pelo y la cara de restos de polen.

Antes de que el azotador pudiera atacarle de nuevo, invocó una bola de fuego y lo hizo estallar en trocitos vegetales y chispas inflamadas. Luego apuntó con el bastón al resto de azotadores.

—¿Y vosotros qué? ¿También queréis probar suerte?

Los azotadores agitaron sus hojas y empezaron a temblar. Kalervo sonrió con suficiencia. "Jé. Les he asustado. Normal, es que soy un gran mago". Pero las flores, aunque temblaban, no se iban. Las miró con atención. Entonces vio que estaban alargando sus raíces hacia el agua podrida y éstas parecían succionar.

—Oh oh...

Temiéndose lo peor, saltó detrás de la piedra, justo a tiempo. Los azotadores comenzaron a escupir chorros de agua sucia, con tanta fuerza que hacían un ruido como de disparos al golpear contra las paredes de piedra de la caverna. Kalervo cerró los ojos con fuerza, esperando que terminase la ráfaga. Cuando lo hizo, salió de su escondite y comenzó el contraataque.

La cueva se llenó de ecos musicales con los hechizos del menudo arcanista. El fuego se alzó en el suelo, llovió granizo y las llamaradas se prendieron sin previo aviso en las hojas y pétalos de los esquejes. Al cabo de un rato, no quedaba allí nada más que restos carbonizados y partículas arcanas flotando en el aire. Kalervo, sacudiéndose la toga, se acercó, para comprobar que todo iba bien.

Entonces lo descubrió: Allí, en medio de las fibras deshechas, un diminuto azotador que se cubría su cabeza de pétalos con las hojas y parecía muy asustado. Todo lo asustada que puede parecer una planta, claro. Kalervo ladeó el rostro. Levantó el pie para pisarlo, pero dudó. Y se quedó así un rato, con el pie levantado e indeciso.

—Jolín —suspiró al fin, dejando caer los hombros y apartando la suela—. Oye, flor. Ya está, no tengas miedo.

La flor dejó de temblar y levantó la cabeza hacia él. Kalervo vio que era distinta a las otras. Esta no tenía vetas naranjas, era verde, blanca y con motitas azules, muy bonita, y no debía medir más de diez centímetros.

—No me mates, por favor —dijo entonces la flor, con una vocecilla fina y aguda.

Kalervo alzó las cejas y se acuclilló para mirarla de cerca. No le sorprendía que la flor hablase (recordemos que Kalervo había leído muchos cuentos y sabía perfectamente que tanto las flores como los animales pueden hablar, pero no lo hacen porque no quieren), sino que fuera distinta a las otras.

—Vale, no te mato. Pero, ¿por qué me queríais comer? No me digas que alguna vez me he cenado un brócoli que era familia vuestra. Si es así no lo sabía, lo siento.

—No, no, no tengo brócolis en mi familia —explicó la flor—. Todo esto es culpa de la contaminación.

—¿Qué quieres decir?

Kalervo extendió la mano y dejó que el pequeño esqueje se subiera a ella. Se puso en pie y siguió su camino, congelando el suelo a su paso y llevando consigo al azotador, ahora que estaba claro que era una especie de planta-niño y que no era malvado.

—Nosotros vivíamos aquí cuidando las plantas, ayudando a todo a crecer —explicó la criatura, acomodándose en su mano— pero entonces, el agua empezó a volverse diferente. Ya no era transparente, sino marrón. También el aire se puso distinto. Y mis compañeros se volvieron malvados y agresivos, se pusieron enfermos.

—¿Y por qué tu no? —preguntó Kalervo, muy curioso.

—Yo vine hace poco, vengo del desierto, de Taranis. Hasta hace poco tiempo era semilla. Me he abierto al llegar aquí, y como vengo del desierto, no necesito beber casi nada. Todavía no lo he hecho en muchos días.

—Entiendo—asintió el mago—. Bueno, no te preocupes. Voy a arreglar ese problema del agua marrón. ¿Me ayudas?

—¡Claro!

Sus voces hacían un eco suave en las galerías. El sonido del agua corriente se había vuelto más cercano, pero todavía no se podía ver la procedencia del débil riachuelo cobrizo que estaban siguiendo. El mago caminaba de nuevo con el bastón empuñado y mucha atención en los recodos.

—Yo me llamo Kalervo—dijo, poniéndose al esqueje en el hombro— ¿Y tú?

—Pues no lo sé... no lo he pensado. ¿Cómo crees que me queda bien?

Kalervo pensó un momento.

—¿Eres chico, o chica?

El esqueje se miró entre las raíces y pareció meditar un largo rato. Después se encogió de hojas.

—Pues creo que chico.

—Entonces te llamaré Florentino, ¿vale?

—Vale.

Kalervo asintió, apartando una hiedra mustia con el bastón para cruzar a través de un arco de piedra natural. Los techos empezaban a hacerse más altos, el olor a putrefacción más fuerte, y la densidad de las energías estaba tan concentrada y se había vuelto tan opresiva que a Kalervo le brillaban los ojos con un fuerte resplandor azul.

—Muy bien, Florentino. No te bajes de mi hombrera. Creo que a partir de aquí, el camino se va a volver peligroso.

Florentino asintió con la cabeza. Y como para darle la razón, unos ojos amarillos y brillantes destellaron desde los restos de un arbusto seco, unos metros por detrás de Kalervo y su nuevo amigo. Cuando ambos estuvieron lo bastante lejos, el grell salió de su escondrijo y echó a correr, dando saltos elásticos, rumbo a la guarida de sus señores. A los sátiros les gustaría saber la clase de intruso que estaba de visita en las Cavernas de Maraudon.

domingo, 12 de febrero de 2012

XXXV - El Favor de las Dríades (I)

En Desolace, el viento era húmedo cuando llegaba del mar y seco y polvoriento cuando soplaba desde el lado contrario. Cuando Kalervo apareció en la ensenada de arena blanca, miró al suelo para confirmar que la magia le había traído a donde quería llegar. Sonrió con un gesto de triunfo. ¡Ah, sí! Lo había conseguido. Se levantó un poco la toga para no llenarse de arena el repulgo y echó a andar hacia la poza lunar más cercana. Caminaba con el bastón de madera tallada a la espalda, el pelo pulcramente recogido y toda la decisión que había logrado reunir.

Y es que Kalervo Alher Fel'anath, aprendiz de Arcanista en la Ciudadela Violeta e icono de la moda entre las chicas (y algunos chicos) de su clase, se encontraba en Desolace por una razón de mucho peso. Una cuestión importante. ¡Un asunto de amor!

Todo empezó así:

Hacía ya más de un mes que Lazhar había viajado hasta Dalaran para quedarse con Kalervo. Al principio, el chico vivía en la residencia de estudiantes, pero como el paladín tenía la pierna herida, se había trasladado con él a la taberna de Juego de Manos para poder atenderle. Pese a ser un Paladín de la Luz y tener tan buena mano cuidando a los demás, Lazhar no tenía ni idea acerca de cómo cuidar de sí mismo. Olvidaba con frecuencia usar yelmo, iba en mangas de camisa en pleno invierno, no usaba protecciones bajo la armadura, detestaba las vendas, se negaba a ponerse mascarillas faciales y a veces se afeitaba las mejillas sin jabón. Para Kalervo, todas aquellas cosas constituían atroces atentados contra el civismo y la estética, y cuando Lazhar estaba enfermo o herido, la cosa se ponía peor. "Estoy bien", decía el elfo maduro cuando Kalervo le pillaba saliendo por la puerta. Solía levantarse pronto para ofrecerse como voluntario en la Cruzada o para ir a la herrería. O mas bien, esa era su intención. Pero el joven arcanista, cual perro guardián —cachorro en este caso— se plantaba delante suya y recurría a toda clase de tretas para hacerle volver a la cama o, por lo menos, convencerle de usar el bastón, no apoyar la pierna y sólo pasear. Regañaba, chantajeaba, fingía berrinches, mentía. Daba igual lo que tuviera que utilizar con tal de asegurarse de que, al regresar de la Academia, Lazhar seguiría estando entero y no habría hecho nada loco.

Y su pierna se curó, y Lazhar no hizo nada loco. Había asegurado a Kalervo que tendría más prudencia. Se había comprado un escudo y estaba trabajando en la Herrería. Se presentó a las pruebas para la Cruzada, pero no le admitieron. Y aunque aquello había desanimado un poco al guapo pelirrojo, pocos días después había decidido convertirse en el perpetuo escolta de Kalervo. En más de una ocasión le acompañaba a las prácticas con el Kirin Tor: Había viajado con él al Marjal Revolcafango, le había ayudado a eliminar alimañas del vacío, e incluso fue con él al interior del Templo Sumergido, donde habían conocido a un dragón verde cuya suerte hizo llorar a Kalervo y conmovió terriblemente a Lazhar. Aquel día, el paladín había consolado al joven mago, limpiándole lágrimas y mocos. Después le miró a los ojos y le bendijo, con sus grandes dedos sobre la frente blanca del muchacho. "Eres un buen chico", había signado el paladín.

Y Kalervo se lo creyó.

Y al creérselo, empezó a darle vueltas a su situación y a descubrir sentimientos nuevos.

Kalervo sabía que le debía mucho a Lazhar. ¡Qué demonios! Se lo debía todo. Él le había cuidado. Le había prometido una solución a su problema... ese problema del que a veces llegaba incluso a olvidarse: la tos, el malestar, la fiebre, los sueños extraños, la pérdida de conciencia, el sonambulismo. Los síntomas remitían poco a poco, la Luz de las bendiciones de Lazhar era una vibración casi constante en su corazón que parecía espantar todo lo demás. Él le había enseñado que había cosas que estaban bien y otras que estaban mal. Puede que a Kalervo le diera igual ese matiz y a veces no lo entendiera, pero sólo por no ver en sus ojos una mirada decepcionada, se esforzaba en cumplir con sus requerimientos morales. Sobre todo, él le había enseñado que no estaba solo. Que podía apoyarse en él y, poco a poco, encontrar su propia fuerza. Por todas estas cosas, Kalervo sentía una poderosa gratitud que no sabía como expresar en toda su medida. Y pensando, pensando... dio con una idea genial. Podría demostrarle a Lazhar cuán agradecido estaba hallando una manera de restaurar algo que Lazhar había perdido. La capacidad de hablar.

Para ser honestos, esto no era un asunto absolutamente generoso. Es cierto que Kalervo no dejaba de fantasear con el momento soñado en el que Lazhar le declararía su amor —cosa que Kalervo hacía todas las noches al meterse en la cama, imaginar eso hasta que se dormía — y le quedaba algo deslucida la escena si evocaba a un Lazhar mudo. ¿Cómo iba a decirle que le quería si no podía hablar? Imposible.

De este modo, el joven mago comenzó a investigar una manera de devolverle el habla al paladín. Y buscando y rebuscando, se dio cuenta de que no había demasiadas opciones. Preguntó a los médicos y le dijeron que podían coserle una lengua de vaca. Kalervo se negó y luego tuvo que ir a vomitar. Preguntó a los Renegados y le dijeron que podían implantarle la lengua de un muerto reanimada con nigromancia. "Eso si, no le garantizamos que la lengua siempre obedezca los deseos de su dueño. Es lo que tiene la reanimación". Kalervo se negó y tuvo que vomitar de nuevo. Preguntó a los sacerdotes y le dijeron que era voluntad de Belore. En esta ocasión, Kalervo no vomitó. Los goblins le ofrecieron construir una lengua mecánica a cambio de una suma desproporcionada de oro. Los trols le recomendaron beber sangre de trol para adquirir sus facultades regenerativas, y de nuevo tuvo que visitar el baño.

Finalmente, mientras una druida tauren le recetaba una hierba antiespasmódica para cortarle las nauseas después de tanta asquerosidad, dio con la solución.

—Los poderes de la Madre Naturaleza son curativos y regeneradores —explicó la tauren, con su tono sosegado y lento.

—¿Y pueden hacer crecer una lengua cortada? —preguntó Kalervo, entusiasmado.

—Los poderes de un druida normal no llegan tan lejos, joven Hijo del Sol —dijo la vaquita. Aquella tauren llevaba un par de años en Lunargenta, como enviada de Cima del Trueno. Era educada, aunque oliera a ganado y tuviera una mosca siempre posada en una de las orejas —. Sin embargo, hay otras criaturas en este mundo que están más ligadas a la Naturaleza. Su poder es mayor, y a veces, son capaces de obrar milagros.

—¡Justo lo que necesito! —exclamó Kalervo, incorporándose de un salto del diván en el que reposaba tras su último mareo —. ¿Qué criaturas son esas? ¿Dónde las puedo encontrar?

—Son los Guardianes del Bosque —respondió amablemente la druida— y también las dríades y sus compañeros. Algunos pertenecen a otras especies, a variadas formas. Los hay que se parecen a los árboles caminantes que custodian vuestro bosque ahí afuera, en Canción Eterna. Y otros son espíritus invisibles de la fertilidad y de todo aquello que crece. El guardián Remulos, por ejemplo, vive en el Claro de la Luna.

—Entonces iré allí —declaró Kalervo, muy seguro de sí mismo.

La vaquita ladeó la cabeza y mugió suavemente una negativa.

—No es muy buena idea, joven Hijo del Sol. Eres un mago, y a los druidas del Claro no les gustan los magos. No te dejarán pasar.

Kalervo hizo un puchero y miró a la tauren con cara de pena, esperando que la buena vaquita se apiadase de él y le resolviera el problema sin tener que esforzarse por sí mismo. Su treta resultó. No es difícil conmover a una tauren, y menos si es druida.

—¿Por qué no vas a buscar cerca de Maraudon? Las dríades de allí necesitan ayuda —le propuso, con una mirada afectuosa — y tal vez quieran escuchar tus demandas si les demuestras que eres amigo de todo lo que crece.

Kalervo, siendo honestos, no se consideraba "amigo de todo lo que crece". No es que no le gustara la verdura, pero no solía tener relaciones estrechas con las zanahorias o los puerros mas allá de comérselos, y las flores le gustaban, pero todavía no había aprendido a hablar con ellas. Cosa que para su sorpresa sucedería tiempo después. Pero a pesar de esto, la idea de la tauren le pareció acertada.

—¡Eso haré! Muchas gracias, señora vaca.

Y por eso estaba en Desolace. Había aprovechado sus buenas facultades para teletransportarse y que Lazhar estaba en la herrería para acercarse a comprobar lo que le había dicho la druida. Y efectivamente, cuando sus pasos le llevaron hasta la Poza Lunar, allí habia una dríade, guapísima, con su cuerpo de ciervo y sus hiedras en la cabeza, haciendo conjuros sobre el agua plateada. Al ver acercarse a Kalervo, la dríade se sobresaltó y le miró con grandes ojos almendrados.

Kalervo saludó alegremente y esbozó una sonrisa.

—¡Hola! No te asustes. Toma, traigo nueces y panal.

Aquellas palabras cambiaron por completo el semblante de la dríade, que le devolvió la sonrisa con cierta cautela y se acercó a pasitos cortos, observando al mago con curiosidad. Kalervo extendió la mano para mostrarle sus tesoros: unas cuantas avellanas y un trozo de panal rezumante de miel. Como era un chico listo, se había informado a fondo durante unos días, leyendo cuentos e historias, y había descubierto que a las criaturas feéricas y a los hijos de la naturaleza se les dejaban estos alimentos como presente cerca de los árboles.

—Hola. Gracias, eres muy amable.

La dríade cogió la merienda con la misma prudencia y se llevó una almendrita a la boca. Kalervo la miraba, extasiado. Las dríades eran muy bonitas, aunque alguna vez, en un arranque de ira arcana, había matado a una o dos. Ahora se arrepentía. Las personas tan bonitas —o cosas, o lo que fueran — no merecían ser exterminadas por enfados.

—Me llamo Kalervo. Soy un elfo.

—Yo me llamo Selendra. Soy una dríade.

El mago asintió con la cabeza. No podía quitarle los ojos de encima. La chica llevaba un sujetador de hojas y tenía los ojos verdes, despedían un suave resplandor dulce, muy distinto al brillo fosfórico de los elfos de sangre. Su pelo era genial; mechones verdes de apariencia sedosa salpicados de lianas vegetales, hojitas, flores y diminutas bayas. Se moría de ganas de tocarlo, pero la criatura no parecía muy segura aún, de modo que reprimió el impulso.

—¿Qué haces aquí, Selendra? —preguntó al fin.

La dríade, que estaba dando cuenta de los frutos secos, le observó con expresión cálida y confiada. Dar de merendar a un feérico siempre ayuda a ganarse su confianza con rapidez.

—Pues verás, mi misión en este lugar es mantener activa la Poza Lunar y buscar por la zona a alguien capaz de enfrentarse al mal que mora en el interior de las Cavernas Sagradas.

Kalervo arrugó la nariz y la miró con curiosidad.

—¿Mora un mal? Cuéntame eso. A lo mejor puedo ayudarte.

Selendra sonrió y le relató la historia en pocas palabras.

—Verás, nosotros tenemos un santuario en Sierra Espolón. Yo vengo de allí —dijo animadamente la muchacha ciervo, lamiéndose los dedos —. Vine junto con mi hermana Cavindra a buscar a Celebras, otro hermano nuestro, y a llevarnos los restos de Zaetar al Santuario.

—¿Quién es Zaetar? —interrumpió Kalervo.

El rostro de Selendra se ensombreció.

—Zaetar es uno de los hijos de Cenarius, y hermano de Remulos. Fue... asesinado por los centauros.

—Uy vaya, lo siento.

—En el interior de las cuevas habita una criatura malvada, la Princesa Theradras.

—¿Una princesa? —preguntó Kalervo, interrumpiendo de nuevo —espera, espera. ¿Cómo que malvada? Eso debe ser un error, en ningún cuento las princesas son malvadas. Las malas son las brujas. Las princesas llevan vestidos rosas, gorros de cucurucho con un velo y están en apuros.

—Pues esta no —declaró Selendra, compungida—. Esta es una criatura gorda hecha de piedra y bastante fea. Los centauros son sus hijos, suyos y de Zaetar. Él se unió a ella, abandonando su deber como Guardián y renunciando a todos los dones que se le habían otorgado, y de su unión nacieron los centauros. Los centauros asesinaron a Zaetar y ahora, las cuevas están enfermas, corruptas, y Zaetar no descansa en paz.

Kalervo agitó las orejas. Aquella historia era una verdadera novela de pasiones: Un Guardián de Cenarius de esos, algo así como un dríado, se había liado con una princesa gorda hecha de piedra y habían tenido como hijos a los centauros, que posteriormente habían matado a su propio padre. ¡Fascinante!

—¿Así que queréis recuperar los restos de Zaetar?

Selendra asintió con la cabeza.

—Si, y también librar las Cavernas de la corrupción. Pero para eso necesitamos la ayuda de algunos héroes. Nosotros solos no podemos. Entrar ahí es horrible para una dríade, la corrupción de la vegetación y del agua nos afecta tanto que termina desquiciándonos.

Kalervo se quedó mirando a la chica de nuevo y finalmente, agitó una oreja, irguiéndose con seriedad.

—Pues yo también necesito ayuda. He venido a buscar solución para el problema de un amigo mío.

—¿Qué le pasa? —preguntó Selendra.

—Es un gran paladín de la Luz. Le encerraron en un calabozo durante un año y le cortaron la lengua para que no pudiera hablar —explicó Kalervo con mucha gravedad, porque las cosas épicas y trágicas que le habían sucedido a Lazhar a él le parecían, lógicamente, las más importantes del mundo después de las suyas —. Él había descubierto que otros elfos estaban haciendo cosas malvadas y quería denunciarlo y luchar para detenerles. Pero le descubrieron y le hicieron eso. Y yo quería curarle la lengua para que pueda volver a hablar, porque es la mejor persona del mundo y me ha enseñado que hay que ayudar a los demás y que si todos lo hacemos, el mundo es un sitio mejor para todos.

Selendra sonrió más ampliamente con estas declaraciones. Bien, Kalervo lo pensaba en parte, pero también estaba echándole algo de teatro para convencer a la dríade. Y le salió bien.

—Pues tu amigo paladín tiene razón. Ayudando a otros, nace la gratitud y la gratitud es un sentimiento puro y bueno. Si te ayudo, ¿tú me ayudarás?


—Iba a preguntarte lo mismo —dijo el mago.

Ambos sonrieron.

—¡Muy bien! Pues ven, quédate conmigo mientras termino con los rituales de la Poza de la Luna y después te explicaré lo que podemos hacer.

—Trato hecho.

Kalervo chocó los cinco con la dríade y se sentó en el borde de la poza, mirando hacia el mar. Mientras Selendra terminaba con sus ritos, él se preparó para lo que fuera que le deparase aquella aventura. Hacía mucho tiempo que no tenía una aventura él solo y no sabía como podría terminar, pero curiosamente, no tenía miedo.

Iba a hacer esto por Lazhar. Y esa determinación le convertía, de manera excepcional, en una persona valiente.