jueves, 31 de diciembre de 2009

XIII - El poder del miedo

¿Habéis escuchado alguna vez cantar al viento? Es difícil oírlo, pero sucede a veces, en ciertos lugares que tienen una estructura concreta. Por ejemplo, una alta torre de ventanas y puertas quebradas, en una isla casi perdida en mitad del mar del Norte. Retorcida y gris, la torre de la que os hablo, no era tan diferente a una flauta grotesca y retorcida, sometida continuamente al azote del viento. Y éste, bailarín y juguetón, entraba y salía en impulsos constantes por los recovecos y las oquedades de la construcción, haciéndola sonar como una chirimía tañida por un sátiro que danza bajo la Luna.

Kalervo aprendió esas canciones cuando no había nada más que escuchar salvo su propia voz y las palabras de su Amo en las raras ocasiones en las que se dirigía a él. Aprendió las melodías e incluso trató de ponerles letra, en un esfuerzo que puede parecer un tanto extraño por mantenerse cuerdo, firme, y no ceder a la desesperación, arrojándose desde el tejado. Las silbaba entre dientes, disimuladamente, mientras caminaba con pasos lentos, apoyándose en el bastón, haciendo los recados que el Amo le encomendaba.

Aquella noche lo hacía, imaginando algún cuento de hadas, mientras se dirigía a la amplia sala abovedada donde el mago le había citado. Kalervo siempre se evadía de una realidad demasiado dura para su ingenuo corazón, refugiándose en su chispeante imaginación. Eso era mucho mas fácil que enfrentarse a hechos que no podía cambiar, mucho más efectivo que intentar tomar decisiones respecto a su situación. Los esclavos no toman decisiones, los monstruos tampoco. Él era ambas cosas, ahora. Lo primero, lo sabía. Lo segundo, solo lo intuía vagamente, entre pesadillas demasiado vívidas y sueños que no podía recordar.

Entró a la sala, sin pensar en nada más que en el cuento que estaba inventando, y se arrodilló delante de Arugal. El archimago, una sombra de ojos helados en la oscuridad de la noche, apenas aliviada por un par de candelabros, abandonó la mesa de trabajo y se le acercó con el vial de cristal. Kalervo alzó los ojos con ansiedad. El líquido anaranjado brillaba con luz propia en la penumbra. "Mi vida", pensó, aterrado. Siempre le invadía un sobrecogimiento cuando llegaba aquel instante, y palidecía de terror al comprender que bastaba con que el Amo cambiara de idea a capricho para que su fin fuera inminente. Solo que apartara la mano. Sólo que no le tendiera aquel frasquito, que ahora le otorgaba una vez al mes.

- ¿Lo quieres, gusano? - preguntó, como siempre, el mago.

Las tomas de los horribles potingues se habían espaciado con el paso del tiempo. Una mañana, cuando Kalervo ya había dejado que todos los castillos se derrumbaran y se había rendido a su destino, al menos en apariencia, sintiéndose un cobarde por elegir salvarse en vez de alzar la barbilla y negarse a ser un esclavo - cosa que había visto hacer a muchos héroes en los libros de aventuras que leía, y que solían tener un final feliz gracias a la intervención de hadas, deidades y demás - los Nuevos Hijos de Arugal le habían sacado de la celda. Le dieron una toga y un bastón y le enviaron a trabajar en el laboratorio. A partir de entonces, La Muerte se le servía semanalmente, al igual que La Vida. Y con el paso de los meses, sólo le visitaban cada dos semanas. Ahora, sería una vez cada tres meses. Así lo había indicado el Amo, contento con su trabajo imbuyendo hechizos mágicos en los preparados que él le encargaba. El Amo estaba contento. El Amo sería bondadoso... o al menos, no demasiado cruel.

- Lo quiero, señor - replicó Kalervo, con voz débil.

Arugal rió entre dientes y le ofreció el frasquito. El muchacho lo abrió con los dedos temblorosos, bebiendo el ardiente mejunje que le hizo temblar cuando el calor abrasador se extendió por sus venas.

- Eres un gusano - dijo Arugal con desdén, mirándole beber desde arriba y soltar el vial para apoyar las palmas de las manos en el suelo y gemir de dolor, mientras las lágrimas manchaban sus mejillas.

Si, Kalervo se sentía como tal. Se sentía un gusano, por haber querido sobrevivir. Sobrevivir en una vida como aquella, ¿qué valor tenía? ¿Qué valor tenía su rendición, si no era más que una condena? ¿No habría sido mejor morir y dejar que todo terminase?

"No", se dijo. No sabía de donde salía esa convicción, pero recordó fugazmente una mirada serena, una sonrisa optimista y unos gestos apenas amagados en un par de manos rudas y poderosas. "Nadie va a morir aquí". Sí, ese era el valor de su rendición. Sobrevivir, a cualquier precio, significaba tener nuevas oportunidades, dejar un camino a la esperanza, por angosto y apagado que éste fuera, incluso aunque diera miedo. Por eso se levantó, sin esperar las palabras de Arugal, y le miró, inclinándose casi con dignidad.

- ¿Hay algo más en lo que pueda serviros este gusano? - preguntó. Le sorprendió la frialdad de su voz, por un momento. Dejó de sorprenderle cuando, entre el miedo que nunca parecía abandonarle y la soledad impuesta de su alma, los pensamientos vengativos comenzaron a tomar forma. Algún día. Algún día... algún día. Quizá.

El archimago ladeó la cabeza.

- Siempre puedo sacarte alguna utilidad - dijo el mago, de manera misteriosa.

Nunca había sabido por qué Arugal había puesto tanto empeño en encontrarle, jamás entendió por qué ese afán en dar con él una vez hubo escapado de sus garras. Tampoco entendía estas palabras ahora.

- Estoy a vuestro servicio, Amo.

Kalervo fijó la vista en la punta de las botas de su señor. Negras como el cieno de un pantano viejo. Su mente racional le decía que estaba condenado, su instinto de supervivencia gritaba que había esperanza. A ratos le hacía caso a uno, otras veces a otro. Las palabras del mago fueron guadañas que parecieron cercenar toda la esperanza, la hicieron arder y la convirtieron en cenizas.

-  Quiero que vayas a Scholomance a buscar unos componentes necesarios para la próxima creación. Y regresarás... porque si no lo haces, mis Hijos no solo te hallarán a ti. También encontrarán a ese Lazhar a quien llamabas a gritos cuando aún creías que podías escapar de tu destino, le traerán aquí y verás con tus propios ojos lo que hago con él. Después, quizá te mate. O puede que te deje vivo sólo por ver como te consumes en el sufrimiento, sabiendo que lo que le pase a él será SOLO CULPA TUYA.

El suelo se emborronó ante sus ojos y las lágrimas mancharon la tarima de madera grisácea.

Sin esperar respuesta, Arugal invocó el portal brillante con un par de palabras, y la imagen de un lugar tenebroso, siniestro y de luz verdeante e insana se formó con claridad ante la mirada rendida de Kalervo Alher Fel'anath, magistrado, aprendiz de arcanista, gusano y esclavo.

- Volveré - musitó, arrastrando los pies mientras se dirigía al portal, cabizbajo y sintiendo cómo los cristales de su destrozado corazón se le clavaban en el pecho, con una angustia imposible de medir.
- Lo sé - dijo Arugal.

El antaño archimago del Kirin Tor, decían, estaba loco. Sin embargo, no había dejado de ser inteligente, y sabía mucho acerca del poder del miedo.

2 comentarios:

  1. Jolin tia, a cada cual te superas... me encanta el estilo que usas con Kalervito.

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  2. Esto no vale, Tejesombra, que te me adelantas... ;)
    Y el estilo del bloguete, pos otra pasada.
    - Ay! que me he vuelto una adicta!... O.O

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