jueves, 31 de diciembre de 2009

XI - La torre en las frías colinas

Despertó con un fuerte malestar en todo el cuerpo, la piel crispada por el frío y un fuerte olor a orines, paja podrida y agua estancada. Cuando consiguió abrir los ojos, no podía estar seguro de haberlo hecho. Sólo se lo confirmó la caricia líquida y caliente de la lágrima que rodaba por su mejilla y el gemido propio, que escuchaba casi lejano. Bajo su cuerpo desnudo, losas frías, duras, húmedas. Paredes de roca.

- Noooo - gimoteó, abrazándose las rodillas. Se le había soltado el pelo y notaba los labios agrietados. - Noooo... por favor. Por favor.

Enfocó la vista y percibió la suave penumbra detrás de las rejas de su calabozo. Mareado, se arrastró a un rincón para vomitar, y trató de avanzar hacia la puerta metálica, empuñando los barrotes con los finos deditos manchados de mugre.

- Noooo... ¡QUIERO SALIR!

Una potente explosión arcana estalló a sus pies instintivamente. Otra vez el miedo, otra vez la sensación de abandono, de impotencia. El paladar le sabía a rayos en salsa, la tripa se le había dado la vuelta, y todo él se sentía enfermo.

- ¡QUIERO SALIR! ¡SACADME DE AQUÍ!

Un golpe seco en los barrotes y el rostro de un lobo, casi encajándose en ellos con las fauces abiertas y los ojos inyectados en sangre, rugiendo y gruñendo, le hicieron soltarlos y caer de espaldas hacia atrás, gritando y temblando.

- ¡Silencio, escoria! - Bramó el animal. - Si vuelvo a escucharte, te devoraré las entrañas mientras aún estás vivo.

Inmóvil, con la respiración acelerada y los ojos fuera de las órbitas, Kalervo ni siquiera pudo asentir. El aire no le llegaba a los pulmones, su pequeña nariz aleteaba desesperadamente mientras las lágrimas fluían a borbotones. El lobo gruñó una vez más, y la larga sombra que apareció tras él, rascándole tras las orejas, clavó su mirada azul gélido sobre el joven elfo desnudo. El ferocani se marchó, dejando espacio a su maestro. Y el archimago Arugal, con su larga toga, con su máscara de tela negra y su tocado de colmillos de hueso, dio la bienvenida a Kalervo, haciendo que casi se desmayara.

- Me lo has puesto difícil, gusano.
- ¡Déjame! - se tapó el rostro con las manos, chillando. - ¡Déjame, por favor! ¡Ya no eres nada, ya no te quiero, ya no existes! ¡Quiero irme a casa!

De nuevo, el sollozo aterrado se agitó en su pecho dolorido. El aire estaba demasiado frío, todo era frío horrible allí, y sus peores pesadillas le visitaban de nuevo.

- No tienes casa - replicó el archimago. - Esta es tu casa. Mi presencia ha sido tu único hogar, y es el único que conocerás en lo sucesivo. Me robaste el Brazalete de Ur, me robaste mis libros. Y me traicionaste.

Kalervo intentaba apagar todas aquellas palabras, tapándose los ojos, tapándose los oídos, tratando de recordar canciones, pensando en algo que pudiera servirle de refugio ante el miedo, las ganas de morir y la desesperación.

- Déjame, déjame, ¡DÉJAME!
- A pesar de todo, como padre amoroso, de nuevo te acojo - Arugal siempre hablaba así. Suave, frío, cortante. Terriblemente real. - Me has hecho ir a buscarte muy lejos, gusanito. Y mírate... si hasta puedes invocar algo de magia. Eso está muy bien, muy bien, sí.
- Qué...quieres de mi... - sollozó.

La puerta de la celda se abrió con un chasquido. Dando un grito, Kalervo se arrastró penosamente hasta un rincón, intentando poner distancia entre los dos. Las togas del archimago le rozaron las rodillas, y los dedos finos de largas uñas se cerraron en su cabello, tirando de él. Abrió los ojos, fuera de sí, aterrado y gimoteando. El brazo de Arugal le mantenía contra su cuerpo, el olor a muerte y alquimia emanaba de los mismos poros de aquel hombre terrible de ojos como cuchillas. "Voy a morir", pensó, retorciéndose en un vano intento por escapar, ahogándose en un grito desesperado, con el corazón golpeando con fuerza en el pecho a causa del pavor.

- Mírate, mi buen aprendiz - dijo el mago, tirándole del pelo para que alzara la cabeza y embutiéndole el vial entre los labios, mientras le tapaba la nariz en un gesto violento y doloroso, obligándole a tragar. - Si ya hasta sabes aullar.

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