lunes, 28 de diciembre de 2009

II .- Jarabe para la tos

En el Castillo de Colmillo Oscuro nunca se encendía el fuego. Nunca se barrían los salones, nunca se preparaba comida caliente, nunca había charlas junto a las ventanas mientras se contemplaba el atardecer. Y nunca, nunca se podía salir al puente.

El Maestro Arugal lo había dejado muy claro las primeras semanas. También había conminado a su joven aprendiz a obedecer todas sus órdenes si quería seguir viviendo, además de otra serie de amenazas variadas y terribles que Kalervo prefería contemplar como severas recomendaciones de un anciano con malas pulgas que se sentía muy solo. Era mejor pensar eso que ser consciente a cada minuto de que su vida pendía de un hilo. El muchacho era obediente y complaciente en todo momento, pero aquella mañana temía que no sería así, a pesar suyo.

Se había despertado en su habitación, que era la manera en la que llamaba a la mazmorra donde dormía sobre un jergón de paja húmeda. Se había despertado y enseguida supo que tenía fiebre, y esta vez no era mera hipocondría. Le temblaban las manos, veía puntitos de colores allá donde miraba, sufría escalofríos y sí, también tenía mocos. Por eso, cuando se presentó dos horas más tarde de lo habitual en el estudio del maestro, sorbiendo la nariz y con gesto de niño abandonado, solo fue capaz de decir:

- Sedior, cdeo que edtoy edfedmo.

La tos y el estornudo que siguieron debían ser convincentes para cualquier alma capaz de conmoverse un ápice, pero Kalervo dudaba que el Señor Arugal se encontrara entre ese sector demográfico. Sin embargo, se iba a ver gratamente sorprendido.

- ¿Has enfermado, aprendiz? - preguntó el humano, acercándose con un resplandor curioso en la mirada. Kalervo sintió que el corazón se le iba a salir del pecho. Al fin, alguien se preocupaba por él. - Cielos, dime, ¿que tienes?

- Tengo fiebre... y tos - respondió él. La mano del maestro estaba sobre su hombro, la otra en su frente, y le estaba mirando. Mirándole de verdad. Normalmente, Arugal apenas le lanzaba un vistazo de soslayo, algún breve atisbo y no encontraba en su semblante embozado mucho más que indiferencia e incluso desprecio.

- No te preocupes, joven. Vamos a prepararte un jarabe para la tos.

El maestro le cogió de la mano y tiró de él con suavidad hacia la mesa de trabajo. Mientras le hablaba sobre componentes y plasmas, disoluciones y empoderaciones de mezclas con magia, Kalervo asentía como si comprendiese algo de todo aquello. No se sentía capaz de pensar. ¿Era posible que al fin las cosas fueran a ser diferentes? Mientras ayudaba al maestro, estornudando de cuando en cuando y cubriéndose la boca con una mano, su imaginación volaba. Si, las cosas estaban cambiando. Al parecer, Arugal no era tan amargo como parecía. Ahora estaba ayudándole, ¿no? Sí. Le estaba explicando cosas, además. ¿No era genial? Y se portaba bien con él. Le hablaba en tono amable. No le había llamado gusano ni una sola vez.

- Muy bien, ahora pon eso dentro del cuenco - le decía, señalándole el pequeño recipiente donde estaba mezclando plantas. El mago hizo destellar los dedos y Kalervo casi se cae de espaldas de la impresión. Luego soltó una risita tímida, sorbió los mocos e hizo lo que le decían.

El líquido empezó a tomar una tonalidad amarillenta, desprendiendo un olor realmente desagradable.

- Lo calentaremos al fuego y estará listo para que lo tomes.

Kalervo asintió con la cabeza, sonriendo, y acercó la mezcla al hornillo.

- Claro, Maestro.

El cuenco de barro temblaba ligeramente en su mano. El picor en la nariz se hizo más intenso. Cerró los ojos con fuerza y entonces estornudó, abriendo los dedos instintivamente. El cuenco cayó al suelo, el líquido se derramó entre los pedazos de cerámica partida, y el siseo de la piedra se escuchó de fondo tras los estornudos de Kalervo.

Cuando pudo al fin mirar el charco, palideció. Incapaz de levantar la vista hacia el archimago Arugal, se quedó clavado en el suelo, con un nudo de pánico en la garganta, contemplando el espeso musgo poroso, burbujeante y viscoso que crecía sobre la piedra allá donde el líquido la lamía. Las hebras amarillentas se enroscaban y desenroscaban como diminutos gusanos, de cuando en cuando una burbuja estallaba con un sonido polvoriento, dejando tras de sí un ligero humillo con olor a tumba abierta.

- Eres un auténtico inútil - espetó el Archimago. Sus palabras le llegaron casi en un susurro, cortantes y afiladas.

Kalervo tragó saliva. Cuando los dedos del mago se cerraron en su nuca, intentó buscar una buena excusa para enmascarar también aquello. Pero la lágrima redonda y brillante se escurrió por su rostro al comprender que ya no podía seguir engañándose. Se escuchó gritar a sí mismo cuando el hechizo le golpeó con fuerza y el dolor se extendió por todo su cuerpo, y después, el golpe seco contra la piedra le permitió atisbar una última vez la masa inmunda que crecía allí donde se derramó el jarabe para la tos. Antes de que pudiera pensar más, la inconsciencia le abrazó con intensidad y se lo llevó lejos, a las tinieblas de un sueño inquieto y enfermizo.

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