miércoles, 30 de diciembre de 2009

IX - Pequeños cambios

- Fuera de aquí.

Kalervo miró la puerta y miró al comerciante de perfumes, frunciendo el ceño, sin entender.

- Pero señor, usted necesita un escolta y yo le estoy ofreciendo algo digno. Un gran guerrero. Y a un precio módico. Es una opor...
- Fuera-de-aquí.

El elfo de cabellos rubios le miró de nuevo, como si no supiera qué hacia allí todavía, sobre su alfombra de brocado. Kalervo frunció el ceño. Odiaba muchísimo esas miradas. Era el desprecio, una fuente de alimento de la que había mamado durante toda su vida. Se dio la vuelta y abandonó la lujosa casa del barrio alto, avanzando con dignidad a lo largo de los pasillos.

Había cosido el bajo de su toga de aprendiz de arcanista y llevaba el grimorio colgando del cinturón. También el bastón a la espalda. En los últimos días, había acudido con frecuencia a la pequeña biblioteca, donde había tenido ocasión de consultar con algunos instructores, y había abandonado el traje de chaqueta para sustituirlo por las vestiduras propias de aquellos que tenían más prestigio entre su pueblo. Los magos. A pesar de todo, con un traje o con otro, no dejaba de encontrar desprecio allá donde iba. Si se mostraba amable y dicharachero, cosa inevitable por culpa de su carácter inocente, le tomaban por idiota y débil. Si se asustaba, más le acicateaban. Aquel día, había tenido que salir corriendo cuando dos brujos le amenazaron con horribles maldiciones, riéndose de el. Le habían asustado con los demonios que llevaban junto a ellos, y una de esas súcubos insidiosas le había lanzado un hechizo que le hizo seguirla como un estúpido durante minutos. Después, le habían estafado cuando intentó comprar un frasco de hierbas para la tos a un alquimista, que le dio en su lugar un laxante. Tras pasar el resto del día en las letrinas, sintiéndose ridículo, tonto y absolutamente diminuto y desgraciado, había intentado encontrar un nuevo trabajo para Lazhar y para él, acudiendo a ese comerciante que precisaba escolta para un viaje. Y tras sufrir dos ataques intestinales más y un acceso de tos violenta en el despacho del vendedor de perfumes, le echaban como a un perro.

Si, Kalervo estaba harto de que se aprovecharan de él. Estaba harto de todo el mundo en aquel instante, y la ira bullía en sus venas, en su mente, mezclándose con la autocompasión. Cuando estaba frente a la puerta, bajó la mirada y contempló la rica alfombra alargada que se extendía hasta el despacho del elfo. Contempló los altos cortinajes, pensativo. Miró alrededor y sus ojos se tiñeron de un suave resplandor azulado cuando tomó aire y abrió los dedos.

- Rûth runya - murmuró a media voz, abriendo la puerta, y cerró los dedos tras el pequeño destello rojizo.

Cerró a su espalda y salió al exterior, suspirando con cierta satisfacción.

Si, Kalervo estaba harto de ser pisoteado por aquellos que se creían más fuertes. Pero ahora, ahora había un pequeño cambio en la situación. Él ya no era débil ni inútil. Podía defenderse y podía aplastar a los que le trataban mal y le hacían enfadar. Escuchó el chisporroteo de las llamas tras de sí y sonrió animadamente, parpadeando bajo el sol.

Cuando atravesaba el Intercambio Real, un puñado de guardias cruzó a su lado a todo correr, y los gritos ahogados y el humo provenientes de la casa que ya no podía ver, ahora lejana, actuaron como un suave bálsamo en su pequeño orgullo infantil.

VIII - El instructor

La taberna del Frontal, de todos era sabido, era un lugar poco recomendable en la calle menos recomendable de la ciudad de Lunargenta. El oscuro callejón que daba cobijo al Sagrario de los brujos y la sincrética y misteriosa academia de agentes de inteligencia - que era una manera elegante de llamar a los espías, asesinos y ladrones - rara vez era visitado por la gente decente. Kalervo, como magistrado que era, no era una persona decente en el más estricto sentido de la palabra, por lo que había acudido con frecuencia al Frontal de la Muerte en busca de información para sus casos.

Lo que no había pensado jamás es que se iba a sentar en aquella taberna a media luz, con su mejor traje y su maletín, enfrente de una persona como el Señor Albagrana. Se removía inquieto en su asiento, tratando de aparentar la seguridad y amabilidad que se esperaba de un representante, sin embargo, el enorme paladín que tenía enfrente le imponía de alguna manera. No era miedo exactamente. Era... como si de pronto estuviera delante de su padre, algo parecido. Casi tan alto como Lazhar, era más ancho de hombros y espalda, su corpulencia era mayor y le hacía parecer más grande que su compañero. La armadura que llevaba, reluciente y de buen acero, también contribuía en hacer más patente su envergadura, y la expresión severa del rostro anguloso, aunque revestida con cierta placidez, no dejaba de apocarle cada vez que le miraba a los ojos.

- Así que estás buscando un instructor - dijo el elfo rubio, mirándole directamente.

Kalervo asintió con la cabeza, carraspeó y echó un vistazo a la enorme maza que reposaba junto a la silla.

- S... si, señor. Busco un instructor para mi representado.
- Para tu representado. ¿Y a quién representas?
- A Lazhar el Bravo, futuro héroe de los sin'dorei y... a Lazhar, señor.

Tragó saliva, parpadeando de nuevo. Atento a cada gesto de su interlocutor, observó cómo la mano grande se cerraba en el asa de la jarra de cerveza, le vio tragar, chasquear la lengua, lamerse los labios y pasarse el dorso sobre la barba y la boca, asintiendo, pensativo.

- Cuando te vi en el Centro de Mando, los Caballeros de Sangre se estaban riendo. ¿Por qué?

Kalervo arrugó la nariz. "Porque son tontos", pensó.

- Porque les parece extraño - respondió, en cambio - Les parece extraño que busque... que busque a alguien que ayude a Lazhar a desarrollar sus capacidades.
- Dijiste que es mudo. No puede hablar.
- Si, señor.

Al menos, el señor Albagrana no se había reído de él en el cuartel y tampoco lo hacía ahora. Cuando le había visto, Kalervo estaba enfrascado en la dura actividad de hacer comprender a los Caballeros lo que estaba buscando. Como todo el mundo sabe, hacer comprender cualquier cosa a un Caballero de Sangre es una tarea ardua y, la mayoría de las veces, inútil. Sus cerebros no están preparados para entender casi nada, mas allá de las tres premisas básicas de su orden, los axiomas en los que se sustentan: Que son los más guapos, que son los más chulos y que son capaces de manejar la Luz a voluntad, lo cual les da derecho a ser tratados como reyes y castigar a quien no lo hace.

Kalervo podría haber estado de acuerdo en las dos primeras, pero tenía sus dudas respecto a la tercera, y en cualquier caso, no entendía por qué cuando decía que Lazhar estaba mudo, todos sus interlocutores parecían volverse de repente sordos. Cuando la paciencia de los Caballeros empezaba a tocar fondo y las miradas se volvían hostiles, el señor Albagrana, que se encontraba en un rincón apartado conversando con uno de los instructores, había avanzado hacia él y le había levantado por el cuello de la chaqueta desde la nuca, había dicho adiós a todo el mundo y le había arrastrado a aquel lugar. Luego, le había invitado a un zumo - Kalervo no bebía alcohol - y se había sentado para pedirle que le hablara de Lazhar. Y por lo que parecía, había prestado atención a sus cuitas en el interior del Centro de Mando.

- ¿Por qué es mudo?
- Le... le cortaron la lengua, señor.

El señor Albagrana asintió con la cabeza y miró de reojo a Kalervo.

- ¿Y dices que puede usar la Luz?
- Un poco, señor. Le he visto hacerlo... pero... bueno, claro, no puede recitar hechizos ni invocar, ni eso.
- Comprendo.

Kalervo miró alrededor, tirándose de las mangas del traje, luego observó al paladín con curiosidad. Llevaba un tabardo negro con un sol bordado en hilo de plata en el centro, y los ojos estaban cubiertos por un resplandor dorado. Tenía cicatrices. Y emanaba un aura casi venerable que le obligaba a bajar los ojos de cuando en cuando. Se había presentado como paladín, pero no estaba seguro de si era eso lo que Lazhar quería... ni siquiera estaba seguro de que quisiera un instructor. Pero tampoco debería importarle, total, lo iba a pagar él.

- Entonces... ¿usted qué cree? - dijo al fin, mirando al señor Albagrana.
- ¿Sobre qué?
- Pues... que si cree que es posible que desarrolle sus capacidades aunque no pueda hablar.

El paladín arqueó la ceja y dibujó una sonrisa sesgada con gesto pícaro, casi travieso. Kalervo se puso un poco rojo. El señor Albagrana también era muy apuesto, aunque impusiera tanto respeto.

- No hay nada imposible, señor representante. Me gustaría conocer al tal Lazhar.

¡Qué maravilla! Kalervo se puso en pie de un salto, casi tirando la silla, y le tendió la mano.

- Gracias, señor - exclamó, estrechando la suya con ímpetu. - Muchas gracias. No se preocupe por los honorarios, yo me encargo de todo. Solo dígame cuánto y...
- Eh, eh, frena, rey - replicó el paladín. Kalervo le soltó la mano, carraspeando. - He dicho que quiero conocerle. Si la Luz le asiste, entonces ya hablaremos de honorarios. Pero no te prometo nada. ¿Entendido?
- Entendido, señor - respondió Kalervo, conteniendo el extraño impulso de ponerse firme y saludar como un soldado.
- Bien. Cítale mañana en Entrañas y veremos qué tal. Ahora, en marcha.
- Sí, señor.

Kalervo se marchó a su habitación en la casa de huéspedes, con el maletín en la mano y una sonrisa tan grande como una media luna, sin poder contener su emoción. ¡Tenía que escribir a Lazhar cuanto antes para comunicarle la noticia!

Mucho después, Kalervo se preguntaría por qué cuando Lazhar ya llevaba tiempo recibiendo instrucción del señor Albagrana, jamás había llegado ninguna factura ni el paladín les había reclamado ninguna clase de honorarios. Sin embargo, no encontró queja de ello. Por entonces ya se había acostumbrado a ese modo de actuar de ciertos paladines: Impulsivos, generosos, tozudos como mulas y muy ilógicos. Pero al fin y al cabo, como también descubriría más adelante, encantadores.

VII - Hacerse el héroe

- ¡IIIIH!

Kalervo corrió, dando saltos para alejarse del trol que le perseguía gruñendo, con cara de pocos amigos. Agitó el bastón y trató de invocar algún hechizo, pero de repente no se acordaba de ninguno. ¡Tenía mucho miedo!

- ¡Evo!

Lazhar gruñó al trol que gruñía y le golpeó con el plano de la espada en la nuca, haciéndole trastabillar y girarse hacia él. El joven magistrado respiró, mareado, intentando recuperar el aliento. Le iba a dar un ataque de asma en cualquier momento. Se dejó caer en un rincón y aspiró las sales, nervioso. ¡Malditos monstruos! No sólo había sido una aventura llegar hasta sus campamentos, en Zeb'sora, atravesando esa horrible aldea llena de insectos nerubianos de la Plaga. Ahora además, los trols asomaban entre los árboles, les acechaban desde todas partes con sus crestas de colores chillones y esas hachas inmensas. Kalervo pensó apresuradamente en todas las maneras de morir que existían en aquel lugar, a cual peor. Hecho rodajitas, asado a la parrilla, metido en una cazuela, apaleado, apedreado, convertido en gallina por los Oráculos...

- ¡VAMOS A MORIR! - exclamó fuera de si.

Lazhar le miró con extrañeza, arqueando la ceja. El trol yacía a sus pies, muerto, y la espada estaba manchada de sangre.

- Evo... shhhh - Hizo un gesto, conminándole al silencio y mirando en derredor.

Kalervo hubiera obedecido si el pánico no hubiera hecho presa en él. Temblando, volvió a gritar.

- ¡VAMOS A MORIR!
- Evo...
- ¡IIIIIH!
- ¡Evo!

Como era de esperar, los trols le habían escuchado. Y ahora otros tres se abalanzaban sobre ellos, empuñando las armas y soltando rugidos estremecedores. Eso solo provocó que Kalervo gritara más, mientras Lazhar combatía, resollando de cuando en cuando a causa del esfuerzo. Afortunadamente para todos, Lazhar el Bravo era valiente, sí, su sobrenombre le hacía justicia. Además, se defendía bastante bien en la batalla, pues, según le había contado al magistrado, había sido soldado tiempo atrás.

Sin embargo, mientras Kalervo intentaba recuperar la respiración, con el frasco de las sales temblándole en las manos y encogido, con la espalda pegada contra el árbol, los enemigos habían cercado al pelirrojo. Un golpe seco le hizo caer hacia atrás.

- ¡Lazhar, cuidado, cuidado! - exclamó, mirando alrededor. Era momento de huir. Bien, no estaba bien dejar a un representado solo ante la muerte inminente, menos aún a uno tan guapetón como Lazhar, pero Kalervo había tenido bastantes heroicidades por ahora. Intentó ponerse en pie para escapar, y entonces vio el resplandor.

¡Se le abrieron los ojos como platos! Abrió la boca y se le cayeron las sales al suelo. Porque Lazhar el Bravo, con una mano alzada, estaba invocando la Luz para sanarse, y un haz brillante, dorado, se precipitó sobre su cuerpo embutido en la armadura, con un sonido cálido, de cascabeles o campanillas.

Anonadado, Kalervo se olvidó de lo que estaba haciendo allí. Solo podía mirar la escena. Un martillo dorado descendió del cielo y golpeó en la cabeza a uno de los trols de cresta púrpura, haciéndole caer al suelo con la lengua fuera. Y la espada de Lazhar derribó a otro. Pero quedaba uno, y ese último se abalanzaba sobre el guerrero, con el hacha dispuesta a tomar su vida.

- ¡Talion Helka! - exclamó Kalervo, extendiendo las manos hacia adelante casi sin darse cuenta. La magia chispeante recorrió su cuerpo y su sangre, y entre los dedos sintió la textura fresca, gélida.

Lazhar se volvió hacia atrás justo a tiempo, y reculó un par de pasos. El trol gruñía y miraba al suelo, empuñando el hacha. Una capa de hielo se había cerrado a sus pies, impidiéndole moverse. Con una exclamación acerada, Lazhar se arrojó sobre su rival y el mandoble giró en el aire, la sangre salpicó y saltó, y cuando el hielo se deshizo, el cadáver del trol del bosque cayó sobre la hierba, sin cabeza.

Suspirando, el futuro héroe de los sin'dorei se volvió hacia su representante, con el ceño fruncido. Kal resopló y bajó la cabeza. No necesitaba que hablara, podía leer muy bien esa expresión, así que volvió a mirarle, tratando de explicarle lo horrible que era todo aquello.

- Es que me he asustado. ¡Hay muchos! Y todos quieren matarnos, y comernos, y... ¡Vamos a morir!
- EH

Kalervo parpadeó, a punto de entrar de nuevo en un bucle de horror y pánico y desesperación, pero el gesto firme que hizo Lazhar con la mano le hizo callar al momento. Luego los ojos grises se fijaron en él y el combatiente volvió a gesticular, señalándole a él, luego a sí mismo y empuñando la espada. Después se pasó el dedo por el cuello y negó con firmeza. "Nadie va a morir aquí", quería decir. Kalervo se mordió el labio y asintió.

- Te he visto usar la Luz - murmuró.

Lazhar asintió. Luego se señaló el ojo y le señaló, removiendo los dedos y poniendo la inequívoca e inconfundible cara de mago, capaz de reconocerse en cualquier lugar. A continuación volvió a sonreír. Al parecer, no estaba demasiado enfadado. Kalervo se alegró de no haber huido como una rata, por un momento muy corto y breve. Luego volvió a mirar el espeso bosque y suspiró con gran desazón.

- Quiero irme a casa - dijo, haciendo un puchero. Lazhar recogió la cabeza de trol cortada y asintió, indicándole que habían terminado el trabajo, sin perder la sonrisa. Le sangraba un brazo, pero no parecía importarle.

Se encaminaron de regreso a la ciudad, Kalervo recogiéndose las faldas y con el bastón a la espalda, Lazhar, haciendo girar la espada en una mano y con la cabeza del trol en la otra, sujetándola de la cresta.

- Vaya susto me has dado. ¿Quien te manda hacerte el héroe viniendo aquí? - le reprochaba Kalervo, limpiándose una lagrimilla de pura tensión que le corría por la mejilla. - No sé por qué te hago caso.

Lazhar frunció el ceño, mirándole con extrañeza, y le señaló.

- Ah... es verdad. Que ha sido idea mía. Bueno, pero la próxima vez intentaré no hacerme caso. ¡He pasado mucho miedo! ¿Y has visto esos gatos? ¡Eran muy grandes! Y no me gusta cómo nos miran los trols, además... ¿Por qué está esto lleno de setas verdes? ¡Este bosque parece un plato de comida que se ha dejado fuera demasiado tiempo, con tanto moho y musgo y...! ¿Como has hecho eso de la Luz?

Lazhar se encogió de hombros y sonrió a medias, mientras un halo dorado surgía del suelo y le cubría por completo.

Increíblemente, para sorpresa de Kalervo, ambos llegaron vivos a la ciudad. Como había dicho Lazhar, nadie murió ese día, ni al siguiente, ni al otro.

VI - Hacer un héroe

Kalervo suspiró, enroscó la tapa de su frasquito de sales y se miró en el espejo de cuerpo entero, reflexionando profundamente. Pasó la manga sobre el cristal polvoriento. Había traído aquel espejo desde Lunargenta, en los Claros de Tirisfal nadie quería mirarse para ver qué tal le sentaba la ropa. Cosa que comprendía a la perfección, los renegados tenían la desagradable costumbre de ser feos y aterradores, y dudaba que encontraran ningún placer en observarse a sí mismos.

Pero Kalervo gustaba de contemplarse. Se cepilló el pelo, atento a las suaves ojeras que circundaban su mirada verdeante, la palidez enfermiza de la piel y los huesos de las clavículas, que se le marcaban más de lo que le gustaría. Una cosa era conservar la línea y otra ser sólo líneas. Se imaginó a sí mismo como un monigote hecho con palotes y arrugó la nariz. Se estaba quedando en los huesos.

- Pronto acabaré pareciéndome a uno de los renegados - suspiró, con un pitido rasposo al exhalar el aire entre los dientes.

Recogiéndose el cabello, se ajustó la toga nueva y contempló su imagen. Si. Casi parecía un hechicero. Una oleada de nostalgia le hizo saltar las lágrimas.

Tiempo atrás, en un pasado lejano, en un verano imposible, sus padres le habían enviado a la Academia Falthrien durante tres meses. Era un elfo de Quel'thalas, era un descendiente del pueblo que había visto nacer la magia y la había desarrollado hasta límites imposibles de imaginar. Y pertenecía a una familia acomodada y prestigiosa, de la baja nobleza. Tenía que aprender algo de magia. Nunca pensó que tuviera que usarla, pero ahora había llegado el momento.

- Vamos, Laz - se dijo en el espejo, señalándose - no puedes depender de los demás. Estás haciendo un héroe, y tienes que acompañarle. ¿Qué clase de representante serías si no? Pues un desastre, eso digo yo.

Asintió a su propio rostro, con las cejas levemente fruncidas, y se ajustó el cinturón, recogiéndose los faldones. Abrió el estuche con su bastón nuevo y lo tomó entre los dedos, haciéndolo girar como había visto hacer a veces a las bailarinas. Sonrió a medias. Luego se colgó el grimorio elemental que le habían regalado al cumplir la mayoría de edad, con los hechizos básicos de cualquier principiante pardillo.

Se apresuró en bajar las escaleras, correteando algo nervioso, y saludó alegremente con la mano a los renegados del Mesón la Horca, que le miraron con una mezcla de indiferencia y desprecio. Para variar. En fin, ellos eran así. Al salir al exterior, el enorme guerrero le esperaba allí.

- ¡Hola Lazharillo! - Exclamó muy ufano.

Lazhar sonrió afablemente, y Kalervo sintió como si un ratón le mordiera en la barriga al verle. Su propia sonrisa se dibujó sola, más ancha, en respuesta a la del elfo.

Además de guapo, Lazhar era muy agradable. Sonreía a menudo, y le trataba bien. Puede que no fuera un conversador excepcional, pero dadas las circunstancias, Kal se lo perdonaba. Además, nunca le interrumpía cuando se ponía a contarle todas las cosas... lo que fuera que le contaba, ni él mismo lo sabía. El caso es que le caía de maravilla y era muy feliz teniéndole cerca. Sobre todo ahora.

Repasó con la mirada el aspecto de Lazhar el Bravo, para evaluar su trabajo. Se había cortado el pelo, aunque el resultado era un tanto irregular. Los trasquilones eran visibles, pero había mejorado comparado con el aspecto que presentaba semanas atrás. La roja cabellera brillaba como una llama, tenía un aspecto sano y lustroso y la piel levemente atezada resplandecía, los dientes relucían, blancos y bien alineados cuando mostraba aquella sonrisa encantadora que le provocaba cortes de digestión. Y la armadura nueva era mucho mejor que la anterior. Bueno, si, unas piezas eran distintas de otras y tenía un aspecto un poco bárbaro, pero sin duda, su presencia imponía.

A Kalervo así se lo parecía, y se lo hizo saber.

- Jolin, ya pareces un héroe.

Lazhar asintió a medias, sin perder la sonrisa optimista. Luego dio un mordisco al enorme pastel de carne que estaba comiendo. Había sido un poco caro costear tanto acero, e invitarle a comer no era moco de pavo. Lazhar tragaba como no había visto a nadie comer en su vida. Parecía que no se llenaba nunca, pero Kal consideraba que un cuerpo tan grande necesitaría mucho alimento para mantenerse en forma. Además, consideraba aquello una inversión.

Lazhar le hizo un gesto, señalándole la toga y el bastón y arqueando la ceja con curiosidad.

- ¿Eh? Ah. ¡Oh! - Kal se tiró del cinturón, pisándose las puntas de las botas. - Bueno, ya tenemos un trabajito en Quel'thalas. Y voy a acompañarte, claro. Soy tu representante, y tengo que cuidar de ti.

En el universo de Kalervo, aquella frase no era nada absurda. Quizá porque en su universo, el hecho de que Lazhar midiera dos metros y su brazo fuera más ancho que la pierna del magistrado, eran cosas completamente irrelevantes para necesitar protección. Sin embargo, Lazhar tampoco parecía ofendido por ello. Se limitó a sonreír otra vez y poner cara de tío duro, flexionando los músculos.

- Ya sé que eres muy fuerte, pero aun así. Además, tendré que decirte a quién hay que matar y todo eso, ¿Verdad?

Lazhar arqueó la ceja. Kalervo carraspeó y rebuscó en la bolsa, mostrándole un papelito con algo escrito.

- Trabajo para un campeón, Lazharillo. Hay problemas con los trols en el bosque Canción Eterna ¿Qué me dices? ¿Vamos allá?

Lazhar asintió y se puso en camino hacia la Ciudad de Entrañas, seguido por su representante y abogado, que esta vez empuñaba un bastón en lugar de un maletín y se recogía los faldones para no pisar los charcos. Kalervo observó a Lazhar. Sin ninguna duda, ahora parecía un poquito más presentable. Ahora tendrían que enfrentarse a la parte más complicada en el proceso de hacer un héroe...