martes, 7 de septiembre de 2010

XXIX - Fiestas (I)

En la ciudad de Dalaran, la Academia de Artes Arcanas se esforzaba por proporcionar a sus estudiantes lo mejor. Para la directiva, era muy importante instruir a los magos de una manera disciplinada, y asegurarse de que obtenían los conocimientos y la formación integral necesarias para utilizar favorablemente la magia, hacer las labores - sucias o limpias - que el Kirin Tor requería y no provocar acontecimientos como cataclismos, tormentas arcanas o apertura de portales para la Legión Ardiente. Esas pequeñas cosillas se podían prevenir proporcionando una educación esmerada a los pupilos. Al Kirin Tor no le agradaba recordar que en sus anuarios aún se encontraba el recuerdo de personas tan peculiares como Kel'thuzad y Kael'thas; ese era el tipo de mala publicidad que intentaban evitar a toda costa. Y el renovado aperturismo de la Ciudad Violeta era la ocasión perfecta para convencer al mundo de que los magos no estaban forzosamente locos ni tenían por qué suponer un peligro potencial para la supervivencia de Azeroth.

Afortunadamente, el mundo no tenía acceso a las habitaciones de la Residencia de Estudiantes, por mucho aperturismo que hubiera. Era frecuente escuchar explosiones y ver salir humo de debajo de las puertas, entre otras cosas. Pero, ¿quién puede poner diques a la curiosidad juvenil?

Kalervo Alher Fel'anath se encontraba delante del tocador, pasándose un algodón húmedo por el rostro. A su lado, Herbert y Rowan, que no tenían tocadores sino escritorios de estudio, olfateaban y metían la nariz en sus frascos y botes. Acababan de terminar el último exámen, y aunque el joven elfo no hacía uso habitual de su cuarto compartido en la Residencia, siempre era cómodo pasarse de vez en cuando para dejar los libros, recoger cosas y a veces, como aquel día, estar con gente.

- Creo que esta vez aprobaré - comentó Herbert, curioseando la crema hidratante de bayas silvestres - Por todos los Dioses en los que no creo, Fel'anath, ¿Qué es esto? Huele tan bien que dan ganas de comérselo.
- No te lo comas - intervino Rowan, arrebatándole el bote. - ¿En qué te basas para pensar que aprobarás?
- Las estadísticas dicen lo contrario - añadió Kalervo, metiendo los dedos en la crema y extendiéndola sobre su rostro, mirándose al espejo - No has aprobado ni la asistencia desde que te conozco.

Herbert hizo una mueca y se enzarzó en una aparatosa discusión con su otro compañero. El arcanista les echó una mirada desde el espejo y sonrió ligeramente.

Todo era muy distinto a lo que había vivido antaño, en el Templo, en la academia Falthrien, en la Torre de Arugal, en Scholomance. Era distinto y maravilloso. Aquí había encontrado compañeros y gente afín, simpatías y relaciones sociales con gente real que nunca había tenido con anterioridad. El día a día en la Academia era estimulante a muchos niveles, y en ella, entre sus gentes, Kalervo se sentía aceptado como nunca. Ser pequeño de tamaño no era un problema cuando en sus clases había gnomos. Parecer una chica había causado alguna que otra confusión que no había ido a más, porque aquello no era importante. Y ser inteligente no le convertía en blanco de las mofas de aquellos que pudieran sentirse inferiores ante su superioridad, porque allí todo el mundo era inteligente, y ésto era visto como una virtud. Respecto a la excentricidad, sus zapatos de encargo o las pulseras que le gustaba lucir, las togas coloridas que vestía fuera del aula eran absolutamente aceptadas y a veces admiradas por los curiosos personajes de pelo verde o rosa y sombreros puntiagudos que poblaban la Ciudadela Violeta. ¿Podría haber imaginado un lugar mejor? Era el paraíso. Y ya no tenía que inventarse compañeros imaginarios, los tenía de verdad, y le caían bien. Sus preferidos eran los dos estudiantes con los que compartía habitación y clases a diario.

Herbert era un humano bajito, rechoncho y con el pelo muy rizado y los mofletes gruesos. Era feo - a ojos de un elfo como era su caso - y las togas del uniforme le hacían parecer una mesa con mantel y faldilla. Pero, aunque fuera perezoso y poco disciplinado en el estudio, Herbert era muy inteligente y siempre tenía buenas ideas. Respecto a Rowan, se trataba de un quel'dorei de melena plateada y rostro aristocrático que siempre estaba de buen humor y tenía una tendencia exagerada - odiosa para algunos y encantadora para otros - hacia calcularlo todo, discutirlo todo y analizarlo todo. También le apasionaba la ingeniería y era un declarado admirador de la moda. Rowan había sido la primera persona en ser amistosa con Kalervo el día que llegó a las clases y le había hecho sentirse acogido. No importaba que fuera quel'dorei, o que Herbert fuera humano. Allí, eso no tenía el menor valor. Eran magos de la Academia de Artes Arcanas de Dalaran, y mientras estuvieran allí, no había motivos para la enemistad.

- Vas a suspender - sentenció Kalervo, retirándose la cinta del pelo después de terminar con su rutina de acicalamiento. - Siento ser heraldo de malas noticias, pero es un hecho.
- ¿Cómo puedes estar tan seguro? - preguntó Herbert, apartando las manos de la cara de Rowan, al que había embadurnado de manera experimental con el exfoliante de sales del arcanista.

Kalervo requisó sus cosméticos.


- Porque has copiado de Lucy Hightour, que estaba haciendo el exámen de recuperación de Alquimia. Dejad de jugar con mis cosas.

Herbert parpadeó y Rowan estalló en carcajadas.

- ¿De qué nos examinábamos nosotros?
- De Técnicas de Invocación, pedazo de animal.
- Maldita sea, he suspendido otra vez.

Kalervo asintió solemnemente. Luego empezó a apilar sus libros y a doblar el uniforme, abriendo la ventana para airear la habitación. Si no fuera por él, aquel cuarto parecería un laboratorio abandonado. Su manía de ordenarlo todo y recoger cuanto encontrara por medio no era criticada por los otros dos, que encontraban muy conveniente que alguien se ocupara de colocar ambientadores de hierbas y mantener el lugar habitable.

- Las notas no salen hasta el cambio de luna - dijo Rowan. Había robado un algodón a Kalervo para quitarse el potingue de la cara. - ¿Alguno os vais a quedar?
- Yo me quedaré. A la luz del dato aportado por Kale, tengo que reconocer como irrefutable el hecho de que voy a suspender, así que tendré que estudiar para volver a presentarme en verano.
- Yo creo que me quedo también, aún no lo he decidido - añadió el quel'dorei, que nunca hacía planes y solía actuar por instinto. - ¿Dónde vas a pasar las fiestas, Kalervo?

El chico sonrió, mirando a sus compañeros. Era evidente que él se marchaba, porque estaba recogiendo las pocas pertenencias que tenía allí. Por eso y porque sus compañeros ya habían notado que rara vez dormía en la habitación.

- Pues no lo sé. En Lunargenta, supongo, si a Lazhar no le sale ninguna aventura por ahí.
- ¿Cómo es eso de ser representante de héroes? ¿No te quita mucho tiempo? - preguntó Herbert, que había dejado de hacer el idiota y se había sentado en su cama.
- Todo es organizarse.
- A ver si nos presentas a ese Lazhar algún día. Tengo ganas de conocerle.

Kalervo anudó su mochila y se dio la vuelta, mirando a Rowan con la ceja arqueada y una sonrisilla ambigua. Ladeó la cabeza. El chico le observaba con una expresión inquisitiva, de curiosidad contenida.

- ¿No te crees que exista?

Rowan sonrió.


- Sí me lo creo, pero me tiene intrigado.
- Ya os lo presentaré alguna vez si se dan las circunstancias - repuso Kalervo, levantando la barbilla y batiendo las pestañas con petulancia - Nos veremos cuando salgan las notas, chicos. Felices fiestas.
- Felices fiestas, Kal - sonrió Herbert.
- Diviértete - sonrió Rowan, con una expresión más traviesa que Kalervo supo ignorar.


Cuando abandonó la estancia, el quel'dorei se frotó la barbilla, pensativo.


- ¿No notas nada raro?


Herbert parpadeó.


- ¿Raro como qué?
- Se ha acordado de hacerse todas esas cosas en la cara, de peinarse y de ponerse guapo. Pero se ha dejado los libros.
- ¿Kalervo? ¿Que ha olvidado llevarse sus amados libros? No me lo creo.

Los dos chicos se miraron y se abalanzaron hacia el tocador, acuclillándose y observando la pila de volúmenes, esos que un mago nunca pasaría por alto, esos que el arcanista Fel'anath había sacado de la biblioteca el día anterior declarando que quería estudiarlos durante las vacaciones. Los cuales ninguna explicación racional podía justificar que el chico hubiera desatendido. Rowan arqueó la ceja.

- Propongo un experimento - dijo, aún acuclillado y con la nariz a ras de la mesa de madera.
- Te escucho.
- Aguardaremos por si vuelve a por ellos.
- En caso de que no lo haga, podemos calibrar la variable enfermedad. Quizá está enfermo y se los ha dejado.
- Es un punto de vista válido - asintió Rowan, tamborileando con los dedos sobre la mesa - pero si sumamos los indicios, creo que hay otra explicación mejor.
- ¿Te importa recordarme esos indicios en orden alfabético? - pidió Herbert. - Creo que no he sido muy observador.
- Desde luego, colega. Alta autoestima. Brillo en la mirada. Canturreos constantes. Color en las mejillas. Cuidados estéticos extraordinarios. Excitación emocional pre-vacacional...
- Basta - interrumpió Herbert, con expresión de sorpresa. - Basta, creo que sé cual es tu hipótesis. ¿Ha cortado flores hoy?
- Sí

Los dos chicos se precipitaron hacia la ventana. Abajo, en las concurridas calles de Dalaran, la pequeña figura del arcanista caminaba lentamente, con algo rosado en la mano. Se llevó los dedos al cabello y se prendió la flor detrás de la oreja, haciendo que los dos compañeros ahogaran una exclamación.

- ¿Demencia transitoria o enamoramiento? - preguntó Herbert. - Tú eres elfo, vuestra vinculación emocional es mayor, sin duda podrás ser más acertado en tus impresiones.
- No va a volver a por los tratados - suspiró Rowan. Le puso una mano en el hombro a su amigo, con dramatismo. - Y eso es algo que a nuestro Fel'anath no se le olvidaría ni loco.
- Luz bendita... entonces es amor.

Los dos chicos contemplaron con nostalgia a la alegre figura que se perdía entre la muchedumbre. El silencio sólo se rompió con la voz de Rowan.

- Qué envidia. Yo también quiero.
- Bueno... podemos usar sus libros.

Ambos asintieron y se apartaron de la ventana, era una maravillosa opción. En la soledad del erudito, la falta de alguien a quien amar siempre se convertía en una carga menos pesada al sumergirse en el estudio, y en este caso, mientras ambos se tendían en sus respectivas camas y abrían los volúmenes con amplia sonrisa, dicho acto tenía un aliciente mayor. Kalervo no soportaba que tocaran sus libros, que aunque fueran de la biblioteca, consideraba como suyos durante el tiempo que estaban a su nombre.

Y siendo sinceros... ¿Qué mago que se precie dejaría pasar la oportunidad de deleitarse en los placeres de lo prohibido?