domingo, 6 de junio de 2010

Lempe: Un angelito con muy mala leche

Brisa Pura tenía entonces el encanto de las villas retiradas y tranquilas, donde el ajetreo de la capital se percibe como algo lo bastante lejano para no molestar y lo suficientemente cercano como para aprovechar sus ventajas. Las casas se agrupaban en torno al templo con la cúpula azul índigo donde se entonaban los himnos a Belore, y el bosquecillo cercano inundaba el ambiente con el rumor de las hojas y el canto cristalino del río más allá. La paz y la calma se respiraban en cada esquina, parecían exudar de los edificios circulares de piedra blanca engalanados en oro y azur. Sus habitantes solían mostrar expresiones risueñas, y una plácida felicidad, lenta como las edades de los elfos, impregnaba las hojas doradas y hasta el aire que se respiraba.

Era un remanso de armonía incomparable para Kalher, alejado de las intrigas de la Corte, de las pesadas labores de la magistratura, donde hallaba refugio en el paisaje siempre bullente y en los brazos de su esposa. Pero la llegada de Kalervo Alher había quebrantado esa placidez, y a medida que pasaban los años, su existencia y su presencia se convertían en quebraderos de cabeza cada vez mas contínuos para el señor Fel'anath, quien apenas hallaba ya consuelo en las tranquilizadoras palabras de su esposa. "Son cosas de niños" era un argumento ya desbaratado hacía tiempo. Arañar a los compañeros, pegarles, quitarles los juguetes o llorar por caramelos eran cosas de niños, sí. Pero lo que Kalervo hacía, no. Y eso explicaba la expresión preocupada de la matrona Shidania mientras le miraba desde detrás de su mesita en el templo, donde apilaba papeles con dibujos infantiles y pequeñas manualidades hechas por los pocos niños que habitaban Brisa Pura.

- He hablado con vuestra esposa, pero creo que no es consciente de la gravedad de lo que ha pasado, milord - murmuró con cierta inseguridad.
- Es por lo del pequeño de los Albasol, ¿no es así?

La matrona asintió, desviando la mirada. Tenía pecas en las mejillas y una densa cabellera castaña, su rostro de rasgos infantiles parecía haberse contagiado con las facciones de los críos a los que cuidaba.

- No sé como explicarlo... pero ellos estaban hablando en un rincón. Lorithas le escuchaba atentamente, y Kalervo hablaba, no sé que le contaba, pero el niño iba palideciendo. Luego Kalervo se fue a su mesa a seguir pintando... y el niño se quedó en el rincón.
- Entiendo.
- Y de repente, empezó a gritar. Se llevó las manos a los ojos y empezó a arañarse...
- ¿Ha perdido la vista?

La matrona tragó saliva y negó con la cabeza. Estaba blanca como la leche.

- No... no. Tendrá que llevar una venda durante unas semanas... y le quedarán cicatrices en el rostro, eso sí.
- Bien - dijo Kalher, disponiéndose a marchar - Hablaré con mi hijo.
- Se echó a reír.

La voz suave y débil, asustada, de la elfa, le hizo girarse de nuevo.

- ¿Disculpad?
- Kalervo se echó a reír cuando Lorithas empezó a sangrar. Le parecía divertido...

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El chiquillo fue sacado de su juego cuando la mano de su padre le agarró de la muñeca y tiró de él hacia el despacho. Kalher cerró la puerta de un golpe y miró al niño, de pie y sorprendido en medio de la habitación. Los enormes ojos húmedos le miraban sin comprender, y el pelo negro, recogido en una coletita con un lazo azul le colgaba sobre el hombro. No, nunca había visto una expresión de la inocencia más perfecta que la figura angelical de su hijo.

- ¿Qué le dijiste a Lorithas?
- ¿Uh?

Khaler abrió el cajón de su escritorio y sacó la regla de madera, dejándola de canto sobre el suelo. Kalervo palideció.

- Papá, yo no hice nada, fue él. No es mi culpa. Fue él.
- ¿Qué te he dicho sobre mentir a tus padres?
- Pero...
- ¿Qué te he dicho sobre mentirnos?

Kalher se apoyó en el borde del escritorio, observando al niño. Seguía siendo pequeño. Seguía teniendo el aspecto de una criaturita feérica y bondadosa, ingenua e incapaz de ningún mal. Pero Kalher conocía bien a su hijo, creía que mejor que nadie... incluso mejor que su madre. Por eso le miraba sin mostrar compasión alguna, como un juez o un verdugo. Y por eso el niño batía las pestañas y tragaba saliva, con la palidez de la culpa en el semblante.

- Que si miento a los papás, Belore me quemará el corazón con sus rayos - murmuró.
- Así es. Si mientes a tus padres, tu corazón se pudrirá. Te marchitarás por dentro y el hedor de tu alma infectada con la mentira contaminará todo lo que toques. Y cuando Belore te roce con sus bendiciones, te abrasará ese corazón podrido y maligno.

Kalervo bajó la cabeza, agarrándose los bordes de la camisa de puntilla y cruzando las piernas. Apretó los labios.

- Ahora dime qué le dijiste a Lorithas.

El niño se relamió con nerviosismo y fijó la mirada en los zapatos de su padre, suspirando un par de veces. Cuando empezó a hablar, su voz era un hilo fino e inseguro que temblaba de cuando en cuando.

- Pues... estábamos al lado de la ventana... y me dijo... "Mira, Kale, ¿has visto las motitas redondas de colores, pequeñitas pequeñitas, que hay en los rayos de sol?", y yo le dije, "sí" ... y él me dijo "tan listo que te crees seguro que no sabes lo que son" ... pero yo si lo sabía ... yo sé que no son motitas que viajan en los rayos de sol, porque es sólo polvo en el aire que brilla cuando le dan los rayos... pero le dije... "si que lo sé, son los minitragones, todo el mundo lo sabe"... y él me dijo que qué eran los minitragones... y yo le dije que eran unos inseptos diminutos que viajaban en los rayos de sol y que si los mirabas se metían en tu cerebro y te comían los ojos... y que una vez los tenías dentro ya no podías decírselo a nadie, porque si lo hacías... te hacían explotar la cabeza... y yo sabía que Lorithas llevaba mucho rato mirando el polvo y le dije... "espero que no los hayas mirado mucho, si no ya estarás infectado", y él me dijo... "¿Cómo sé si estoy infectado?", y yo le dije que cerrara fuerte los ojos después de mirar al sol, y que si al hacerlo veía puntos de colores y luces brillantes es que eran ellos, que ya les tenía dentro... y me dijo que si había cura y... le dije que si, que se arrancara los ojos. Y eso es lo que pasó.

Kalher apretó los dedos contra el borde del escritorio y contempló largo rato al chico.

- ¿Te divertiste cuando él se hizo daño a sí mismo? - preguntó al fin.

Kalervo tardó un rato en responder. Luego levantó la mirada, con el ceño fruncido.

- No me divertí porque le sangraran los ojos. Me divertí de ver que era tan tonto como para creerse que existen los minitragones, porque no existen.
- ¿No te das cuenta de que Lorithas se ha hecho daño por tu culpa?
- No es mi culpa, es su culpa por ser tonto - replicó Kalervo, con un brillo rencoroso en la mirada - Tanto se rie de mi siempre porque me sé las tablas, y sé escribir y leo cuentos. Se ríe porque soy listo. ¡Y me rompió mi dibujo del unicornio, además!

Ahí estaba. Ahora todo tenía sentido. Era ese tono de voz cuando habló sobre el dibujo del unicornio, insidioso y cruel, teñido de rabia.

- Así que es por eso. Por el dibujo que te rompió hace tres meses.
- ¡Era mi mejor dibujo y lo rompió! Y se reía mientras mi unicornio volaba en trocitos, y como yo lloré, me señaló y me llamó niña y llorón - exclamó Kalervo, agitando el pelo y buscando comprensión en los ojos de su padre.
- ¿Querías vengarte por eso y aprovechaste esta ocasión? - prosiguió Kalher, imperturbable.
- ¡Se lo merece! ¡Ojalá se hubiera sacado los ojos de verdad!¡Ojalá existieran los minitragones y le hicieran explotar su cabeza tonta como un globo!

Kalher asintió despacio, mirándole. El niño se frotó las mejillas, se le habían escapado un par de lágrimas de ira.

- De rodillas sobre la regla, Kalervo.
- No... no, papá, porfa... no es culpa mía...
- De rodillas.
- La regla no, papá, por favor, eso no...
- Kalervo.

No había alzado la voz. Fue solo el golpe de la mano sobre la mesa lo que hizo dar el respingo al pequeño, que avanzó a pasitos cortos, cruzando las rodillas y mordiéndose los labios mientras sorbía la nariz. Se acercó al rincón y se puso de rodillas sobre la regla, de cara a la pared, gimoteando en silencio.

- Hoy no cenarás. Vendré a buscarte a la hora de dormir. Hasta entonces, quiero escucharte recitar la oración de perdón a Belore mientras trabajo, y...

Kalher se calló al escuchar el sonido silbante. Los hombros del chico se agitaban convulsos, y estaba encogido sobre sí mismo, apretando los muslos con fuerza. Pero había sido en vano. La mancha de humedad se extendía sobre el suelo y empapaba los pantaloncitos del crío, el olor ácido del orín se extendía por la habitación como la humillante prueba de la incontinencia, y espoleaba los sollozos y la frustración de Kalervo.

- Per...dón - murmuró el niño, sorbiendo la nariz.

Kalher suspiró. Habría querido soltarse del escritorio, acercarse y abrazarle, explicarle que no pasaba nada, que lavarían la ropa y limpiarían el suelo, hacerle comprender por qué no debía portarse así con sus compañeros, por qué estaba mal lo que había hecho... pero sería en vano. Kalervo no era tonto. Kalervo sabía todas esas cosas, al igual que Kalher sabía que la suavidad y la dulzura sólo hacían que el chico se volviera cada vez más egoísta, más caprichoso, más cruel... y les tomara el pelo con mayor asiduidad. Su hijo era inteligente, y hasta el momento, la paciencia y la comprensión sólo habían sido un refuerzo positivo en las fechorías de su hijo, motivo por el cual, durante el último año, Kalher se había visto obligado a emplear la mano dura. Se tragó las ganas de limpiarle las lágrimas con besos y se sentó tras el escritorio. Empuñó la pluma y se dispuso a revisar los acuerdos comerciales que habían de aprobarse al día siguiente.

- Empieza.


La voz de Kalervo comenzó a desgranar la oración, temblorosa y débil. Kalher colocó el reloj de arena. Si sus cálculos no fallaban, en una media hora, el niño empezaría a fingir un acceso de tos y volvería a acosarle el asma providencialmente, para ser liberado del castigo y, con un poco de suerte, hacer sentir culpable a su padre.

A Kalher se le daban bien los cálculos y los relojes. Tampoco esta vez se equivocó.

Kanta - Lo que trajeron las estrellas

- Boito couna fó
- Como una flor
- Couna fó
- Como una flor
- Cooounnna ffffhó

Kalher miró al niño que tenía en las rodillas, suspirando. El crío se chupaba el pulgar, con la naricita arrugada y el pelo larguísimo cayéndole en mechones negros sobre los hombros. Siempre había pensado que sería bonito ser padre, y no había perdido aquella ilusión. Sin embargo, las dudas y la responsabilidad habían caído sobre él como una losa densa y espesa que cada día parecía más pesada. No había necesitado mucho tiempo para darse cuenta de que no tenía ni idea de cómo tratar con niños, qué hacer o cómo hacerlo. Los balbuceos de la criatura mientras trataba de pronunciar correctamente la oración infantil de Belore le ponían nervioso. El hecho de que aún no supiera hablar bien, su falta de comprensión, naturales en un pequeño en desarrollo, ponían a prueba su paciencia de un modo que jamás había imaginado. Sumado a las continuas enfermedades, la debilidad del pequeño, su sensibilidad exacerbada que le hacía llorar o ponerse mimoso en cuanto no tenía atención, la falta de sueño, sus caprichosos andares zambos y la torpeza con la que las pequeñas manos lo tocaban todo, solo eran más gotas en aquel vaso que rebosaba.

- Otra vez.
- Otavé - asintió el pequeño, como si fuera un juego
- Belore que estás en el cielo...
- Beloe aseieeeelo...
- Dame tu luz y calor...
- Ameulú y caó
- Hazme crecer fuerte y sano...
- Amesé uete ysaaaano
- Bonito como una flor
- Boito commmuna fó

El niño le miró con aquellos enormes ojos azules y húmedos. Parecía que esperaba algo. Kalher le rozó la mejilla con el dedo y tragó saliva, ensayando una sonrisa.

- Bueno... mañana un poquito más.
- Abua.
- ¿Quieres agua?
- Ti.

Se levantó del sillón del estudio, con él en brazos, y se dirigió hacia la puerta. Las manos diminutas le palpaban el cabello y la voz fina y aguda canturreaba cosas sin sentido. El olor perfumado de la criatura le despertaba una ternura imposible de definir. Era padre, y amaba a su hijo, aunque fuera un misterio insondable al que no sabía bien cómo enfrentarse, pero le quería. Era ese amor la brecha cálida que se abría en su corazón, el nudo tenso que le ahogaba la garganta cuando pensaba en el futuro, en las responsabilidades que habría de cargar aquel que ahora cargaba sobre su antebrazo, ese elfito pequeñísimo de ojos enormes, cara redonda y piel suave que apenas era capaz de caminar solo. Era su hijo, un regalo traído por las estrellas, y que sería el único. Había sobrevivido con dificultades debido a la debilidad de su cuerpo, pero sobrevivía. Le aquejaban dolencias continuamente, alergias, gastritis, se le irritaba la piel y tenía problemas respiratorios, pero sobrevivía. Malande había sufrido mucho en el parto y no podría volver a concebir. Por eso aquel pequeño tesoro de piel blanca y nariz respingona tenía que ser conservado, protegido... y correctamente educado para el futuro.

- Vamos a por agua.
- Amo poabua.
- ¿Sabes decir tu nombre?
- Ti - el nene bamboleó la cabeza arriba y abajo en un asentimiento
- A ver, dímelo, que lo oiga.
- Caevo Alé
- Kalervo Alher... Kalervo Alher Fel'anath
- Caevo Alé Féanat
- Bueno, está mejor, está mejor...
- ¿Galletita?

Kalher se detuvo en seco en el pasillo. Parpadeó y miró de reojo al chiquillo con suspicacia. El nene parpadeó con sus enormes pestañas y sonrió. Los dientecitos blancos brillaron, y le pareció percibir un brillo de picardía en los ojos de su hijo.

- ¿Qué has dicho?
- Que si me das una galletita. Por hablar bien.

El elfo abrió los ojos como platos y dejó al niño en el suelo. Kalervo se sostuvo sobre las piernecillas enfundadas en el pantalón de lana y le miró directamente, con una expresión terriblemente inteligente.

- Depende. Di la oración de Belore y tu nombre, y si las dices perfectas, te daré muchas galletas - dijo con voz grave y tensa.

El niño balbuceó algo y pareció pensárselo. Luego, de repente, hizo un puchero y se puso a llorar desconsoladamente, como si le hubieran quitado sus juguetes. El llanto hizo aparecer a Malande, entre un revoloteo de toga blanca y cabellos dorados. Ella le levantó del suelo, le besó las mejillas, le dedicó palabras suaves y consoladoras y luego miró a Kalher interrogante.

- ¿Qué le pasa?

El magistrado parpadeó.

- Que quiere galletas.
- ¿Quieres galletas, mi niño? - Malande miró a su hijo con expresión de amor arrebatado.
- Queo gaeta...a...a...aaaa - sollozó el pequeño.
- Vaale, vaaale, ahora vamos a por galletas, ¿verdad?

Malande se alejó, con el niño en brazos. Por encima del hombro de mamá, Kalervo sonrió a su padre con gesto travieso y con la misma mirada avispada que le había dedicado segundos antes.

Cuando se hubieron marchado, Kalher se apoyó en la pared, fascinado y confuso. No, no tenía ni idea de cómo ser padre, pero lo que su hijo acababa de demostrar no le parecía en absoluto normal. ¡Les estaba tomando el pelo!. Meneó la cabeza y se pasó la mano por el rostro, soltando una risa seca.

Era una sensación nueva, sentirse orgulloso y aterrado al mismo tiempo.