lunes, 28 de diciembre de 2009

I.- El elfo en el castillo

Castillo de Colmillo Oscuro, una tarde de otoño.


- Ugh...


Kalervo intentó apartar al perro babeante, empujándole por el lomo. Estaba en medio del corredor, justo en la mitad, impidiéndole el paso. El animal gruñó y mostró los dientes, soltando espuma entre ellos, observándole con una feral advertencia.


- Ay - exclamó el joven, alejándose unos pasos. Se retorció la toga y luego mostró el brazalete brillante, empuñando el candelabro con la otra mano. - Atrás, perro malo. Soy yo.


El can pareció pensárselo un instante, antes de alejarse del resplandor azulado que desprendía la pieza de metal encantado, y después se movió un ápice para ir a echarse junto al muro. Kalervo suspiró y siguió su camino, chasqueando la lengua con hastío. Odiaba que el señor Arugal le enviase a por grimorios a la sala circular. Era un auténtico rollo tener que caminar por aquel lugar lleno de chuchos pulgosos y ferocanis que le miraban con hambre.


Repasaba el título del libro en su cabeza mientras avanzaba por los pasillos silenciosos, arrastrando la toga sobre el suelo polvoriento. De cuando en cuando, un aullido resonaba mas allá. Arrugó la nariz, estornudando a continuación y levantó la mirada melancólica hacia la techambre. También odiaba aquel lugar, con toda su alma. Siempre hacía frío, el maestro era un humano muy extraño que le trataba a patadas, olía a perro mojado por todas partes y para colmo, no estaba aprendiendo absolutamente nada.


"Es que no es mi maestro. Es mi amo, y yo soy un esclavo", se dijo. Arrugó de nuevo la nariz, se apartó el pelo hacia un lado con un suspiro y echó a correr por la angosta sala, meneando la cabeza, con las mangas enrolladas en los codos para dejar que el resplandor de la pulsera brillara libremente, abriéndole camino entre las bestias acechantes. No debía pensar así. Eso no le iba a ayudar en nada, de manera que enterró aquella certeza en algún rincón de su mente y se dirigió hacia la biblioteca.


Entre la penumbra de los corredores, las figuras espeluznantes de los lobos que caminaban sobre los cuartos traseros fijaban su mirada de ascuas llameantes sobre él al pasar. Intentó no prestarles atención.
Seis meses le habían ayudado a acostumbrarse en cierto modo al tenebroso castillo y sus inquietantes moradores, pero no habían acabado con el miedo.


Suspiró con alivio al llegar a la sala redonda, donde los estantes se alzaban a su alrededor bajo la luz de los cirios.


- Veamos...


Se acercó, empuñando el candelabro, y comenzó a repasar los títulos. Compendio de Velsemeth, ese era el tomo que debía hallar. Su mirada se deslizó a toda velocidad sobre los títulos en lengua común y thalassiano, mientras tamborileaba con los finos dedos sobre las cubiertas de cuero. Esbozó una suave sonrisa al encontrar el volumen y lo extrajo con cuidado, mirando alrededor antes de recorrer el camino a la inversa.


Los pasos de las suaves zapatillas de tela eran inaudibles, apenas crujían las tablas bajo su liviano peso. Ojos inyectados en sangre le observaban desde los rincones umbríos, las telas de araña de las vigas se agitaban con el paso del viento nocturno a través de las ventanas quebradas. Con su pulsera mágica, su vela encendida, el libro bajo el brazo y el bajo de la toga ensuciándose de mugre, Kalervo podría haberse sentido como un pequeño príncipe encerrado en una torre maldita. Sin embargo, prefería imaginarse como un valiente aventurero que estaba a punto de explorar mundos maravillosos, acceder a conocimientos sorprendentes y, algun día, alzarse imbuido de vibrante poder como dueño y señor de aquel lugar.


Fantaseando sobre todas las cosas que aprendería, las felicitaciones de su orgulloso maestro y las grandes maravillas que realizaría en un futuro no muy lejano, golpeó la puerta del estudio y entró dando un pequeño saltito, mostrando su mejor sonrisa.


- Aquí está el grimorio, señor Arugal - exclamó felizmente.


El Arcanista le observó desde detrás de su enorme mesa llena de viales burbujeantes. Sus ojos eran fríos como los yermos del Norte y se cubría la cara con una máscara negra. Por eso, su voz sonó algo velada cuando respondió, haciendo un gesto de absoluta indiferencia:


- Ya era hora, gusano.

2 comentarios:

  1. Mmmmmmm! Suculento, cómo no! Viniendo de tí... :D

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  2. Vaya, asi que los inicios de Kalervo eran asi de jodidos, bueno, lo apiado, pero tendré que leer más, porque supongo que no acabó aqui xD

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