sábado, 7 de abril de 2012

XXXVI: El favor de las Dríades (II)

Un rato después, Selendra se despedía con la mano del joven mago, que caminaba decididamente hacia el interior de las Cavernas de Maraudon. Algunos centauros acechaban desde las colinas, pero ahora Kalervo ya no era el mismo aprendiz asustadizo que solía fingir desmayos para escapar de las situaciones peligrosas en brazos de un paladín preocupado. Invocó sus resguardos arcanos con toda la determinación que pudo infundir a su vocecilla. Un estallido azulón brilló sobre su cabeza y la magia se enredó a su alrededor, tejiéndose en un escudo de energía resplandeciente.

—Ahá, chúpate esa, extraña criatura amenazadora —dijo a la nada, alzando las cejas con suficiencia. —Si alguien quiere hacerme daño tendrá que atravesar primero mis escudos.

A continuación, revisó su faltriquera para comprobar que llevaba runas de teletransporte, agua y algo afilado por si había que apuñalar por la espalda a alguien. Kalervo nunca había apuñalado a nadie por la espalda, no le gustaban las armas ni la sangre, pero uno nunca podía saber en qué momento sería necesario algo así.

Después respiró hondo y empujó la pesada puerta de piedra...

...que no se movió.

Empujó más fuerte, cerrando los ojos y haciendo un ruido que más parecía el de un gatito haciendo sus cosas en el cajón de arena que un poderoso mago forzando un portón, pero no tuvo éxito alguno. Miró alrededor para cerciorarse de que nadie era testigo de su patética debilidad física, y acto seguido se coló por la rendija abierta utilizando un hechizo de traslación.

—Victoria —se jactó, una vez dentro.

"Victoria, victoria...", dijo el eco. Kalervo guardó silencio, abriendo mucho los ojos. Dejó que su vista se acostumbrara a la negrura y examinó cuanto le rodeaba antes de empezar a caminar entre las sombras. Aunque el joven mago era una de esas personas a las que uno no es capaz de imaginarse guardando silencio, en aquel momento estaba muy callado, con las orejas de punta y la mirada curiosa y azul volando de un lado a otro. Empuñando el bastón, se dirigió a través de unas escaleras de piedra, sin hacer ruido, muy atento. Escuchaba gotear la humedad de las estalactitas. Escuchaba, también, murmullos difíciles de identificar: el rumor del agua, susurros extraños. Las energías se percibían un poco cargadas.

"Si lo que contaba Selendra es cierto, empeorará a medida que vaya más al fondo", pensó Kalervo, apretando los labios. Por suerte, se había aprovisionado de gemas de maná. Evocar en un lugar tan inquietante no le hacía mucha gracia.

—Los restos de Zaetar están en lo más profundo —le había explicado la dríade antes de entrar—, bajo un montículo de hierba con unas astas de ciervo que lo marcan. Hay cascadas a su alrededor, seguro que lo encuentras. Pero hasta llegar allí tendrás que atravesar toda la caverna. ¡Ten mucho cuidado! La corrupción está presente en todas partes.

Tomar energía del ambiente corrupto no podía ser bueno, de eso Kalervo estaba muy seguro. "Creo que lo mejor será seguir el rumor del agua. No debe estar muy lejos".

Descendió hasta los túneles y comenzó a elegir aleatoriamente el camino a seguir, andando, andando, con el bastón en la mano y siempre muy atento por si aparecía algún enemigo malvado. De vez en cuando se encontraba con dos o tres caminos divergentes y echaba a suertes cuál escoger. Antes de tomar la decisión, grababa una runa en el suelo para poder volver atrás con un hechizo de traslación. De esta manera, en las negras cavernas se fue dibujando un sendero de sigilos resplandecientes que cada vez se adentraban más y más en la gruta.

Poco a poco, la caverna fue cambiando. De la piedra seca y gris, dio paso a suelos con limo y barro, plantas podridas que olían fatal colgando de las paredes mohosas, setas y champiñones fosforescentes y extraños bulbos colgantes que desprendían una luz sucia y nubes amarillentas.

—Eeeek... este debe ser el mal que moraba—pensó Kalervo, para quien un hedor repugnante era tanto o más censurable que una invasión de la Legión Ardiente.

Se cubrió nariz y boca con uno de sus pañuelos perfumados y prosiguió, hasta que un charco de agua anaranjada e inmunda le hizo detenerse. A su alrededor, enormes flores de pétalos puntiagudos inclinaban sus cabezas hacia la laguna. El chico se sentó en una piedra medianamente limpia, pensando en congelar el agua para poder pasar sobre el hielo sin mojarse con ese líquido horrible. Estaba en ello cuando notó un cosquilleo en el cuello. Se dio un manotazo suave, pensando que sería un insecto.

—Tal vez con una ventisca prolongada... aunque es mejor la nova de escarcha, así se solidificará toda la superficie.

Volvió a darse una palmada al percibir un nuevo cosquilleo, pero en esta ocasión, algo más le sacó de sus reflexiones. Un tacto blando, frío y viscoso en su tobillo.  Alzó las orejas, abrió mucho los ojos y se puso en pie de un salto.

—¡Ih! —exclamó—. ¿Qué es esto? ¿Qué sucede?

Entonces se dio cuenta. Las flores de la orilla habían vuelto sus cabezas hacia él, y también sus pétalos. Y se movían. Una de ellas estaba a su lado, mirándole con sus estambres —aunque no tenía ojos sentía algo así como una mirada inquietante — y enredándole una liana babosa en la pierna. "No son flores", comprendió, "son esquejes, azotadores. ¡Recórcholis!"

—¡Flor, suéltame o tendré que usar mi magia! —exclamó Kalervo, mirando al azotador con gesto de enfado. No sabía si aquellas criaturas eran hostiles y no estaba seguro de si usar la violencia sin más estaría bien. ¿Y si eran amigas de Selendra? —Estoy aquí con permiso de las dríades, he venido a salvar las cuevas y a recuphmmmmmmmf...

No pudo terminar de hablar. Una enorme hoja le cubrió la boca. Kalervo frunció el ceño, indignado. No era la primera vez que le hacían callar, pero ¿un vegetal? ¡Intolerable! De pronto, el azotador sacudió la extremidad con la que le había atrapado el tobillo y levantó a Kalervo en el aire, dejándole colgado boca abajo.

—¡Hmmmmpf! ¡Hmf hmf hmf! —le regañó el mago, tratando de hacerse oír y señalándole con el dedo amenazadoramente.

Pero el azotador no parecía darse por aludido. Abrió mucho sus pétalos y los cerró sobre la cabeza de Kalervo, intentando engullirle como una planta carnívora a una mosca. Como es natural, este acto tan poco decoroso acabó con la paciencia del joven mago. Uno puede entender que la barrera del idioma resulte un problema de comunicación entre un elfo y una flor. Pero que una flor te amordace, te cuelgue boca abajo haciendo que se te suba la toga hasta la cabeza y todas las demás flores vean tu ropa interior, y encima pretenda comerte es pasarse de la raya. Por eso, el muchacho no tuvo más remedio que concentrar su energía y provocar una deflagración arcana.

El estallido hizo que la flor le soltara inmediatamente y retrocediese, retorciéndose y con las hojas de punta a causa de la estática. Como consecuencia, Kalervo se cayó de cabeza sobre la piedra, aunque tuvo el buen tino de apoyar una mano y dar una voltereta de croqueta para evitar abrírsela. Sólo se hizo un poco de daño en el codo y en el trasero, que fue el que finalmente llevó su peso al suelo.

—¡Ay! Bueno, se acabó la broma—exclamó, poniéndose rápidamente en pie y limpiándose el pelo y la cara de restos de polen.

Antes de que el azotador pudiera atacarle de nuevo, invocó una bola de fuego y lo hizo estallar en trocitos vegetales y chispas inflamadas. Luego apuntó con el bastón al resto de azotadores.

—¿Y vosotros qué? ¿También queréis probar suerte?

Los azotadores agitaron sus hojas y empezaron a temblar. Kalervo sonrió con suficiencia. "Jé. Les he asustado. Normal, es que soy un gran mago". Pero las flores, aunque temblaban, no se iban. Las miró con atención. Entonces vio que estaban alargando sus raíces hacia el agua podrida y éstas parecían succionar.

—Oh oh...

Temiéndose lo peor, saltó detrás de la piedra, justo a tiempo. Los azotadores comenzaron a escupir chorros de agua sucia, con tanta fuerza que hacían un ruido como de disparos al golpear contra las paredes de piedra de la caverna. Kalervo cerró los ojos con fuerza, esperando que terminase la ráfaga. Cuando lo hizo, salió de su escondite y comenzó el contraataque.

La cueva se llenó de ecos musicales con los hechizos del menudo arcanista. El fuego se alzó en el suelo, llovió granizo y las llamaradas se prendieron sin previo aviso en las hojas y pétalos de los esquejes. Al cabo de un rato, no quedaba allí nada más que restos carbonizados y partículas arcanas flotando en el aire. Kalervo, sacudiéndose la toga, se acercó, para comprobar que todo iba bien.

Entonces lo descubrió: Allí, en medio de las fibras deshechas, un diminuto azotador que se cubría su cabeza de pétalos con las hojas y parecía muy asustado. Todo lo asustada que puede parecer una planta, claro. Kalervo ladeó el rostro. Levantó el pie para pisarlo, pero dudó. Y se quedó así un rato, con el pie levantado e indeciso.

—Jolín —suspiró al fin, dejando caer los hombros y apartando la suela—. Oye, flor. Ya está, no tengas miedo.

La flor dejó de temblar y levantó la cabeza hacia él. Kalervo vio que era distinta a las otras. Esta no tenía vetas naranjas, era verde, blanca y con motitas azules, muy bonita, y no debía medir más de diez centímetros.

—No me mates, por favor —dijo entonces la flor, con una vocecilla fina y aguda.

Kalervo alzó las cejas y se acuclilló para mirarla de cerca. No le sorprendía que la flor hablase (recordemos que Kalervo había leído muchos cuentos y sabía perfectamente que tanto las flores como los animales pueden hablar, pero no lo hacen porque no quieren), sino que fuera distinta a las otras.

—Vale, no te mato. Pero, ¿por qué me queríais comer? No me digas que alguna vez me he cenado un brócoli que era familia vuestra. Si es así no lo sabía, lo siento.

—No, no, no tengo brócolis en mi familia —explicó la flor—. Todo esto es culpa de la contaminación.

—¿Qué quieres decir?

Kalervo extendió la mano y dejó que el pequeño esqueje se subiera a ella. Se puso en pie y siguió su camino, congelando el suelo a su paso y llevando consigo al azotador, ahora que estaba claro que era una especie de planta-niño y que no era malvado.

—Nosotros vivíamos aquí cuidando las plantas, ayudando a todo a crecer —explicó la criatura, acomodándose en su mano— pero entonces, el agua empezó a volverse diferente. Ya no era transparente, sino marrón. También el aire se puso distinto. Y mis compañeros se volvieron malvados y agresivos, se pusieron enfermos.

—¿Y por qué tu no? —preguntó Kalervo, muy curioso.

—Yo vine hace poco, vengo del desierto, de Taranis. Hasta hace poco tiempo era semilla. Me he abierto al llegar aquí, y como vengo del desierto, no necesito beber casi nada. Todavía no lo he hecho en muchos días.

—Entiendo—asintió el mago—. Bueno, no te preocupes. Voy a arreglar ese problema del agua marrón. ¿Me ayudas?

—¡Claro!

Sus voces hacían un eco suave en las galerías. El sonido del agua corriente se había vuelto más cercano, pero todavía no se podía ver la procedencia del débil riachuelo cobrizo que estaban siguiendo. El mago caminaba de nuevo con el bastón empuñado y mucha atención en los recodos.

—Yo me llamo Kalervo—dijo, poniéndose al esqueje en el hombro— ¿Y tú?

—Pues no lo sé... no lo he pensado. ¿Cómo crees que me queda bien?

Kalervo pensó un momento.

—¿Eres chico, o chica?

El esqueje se miró entre las raíces y pareció meditar un largo rato. Después se encogió de hojas.

—Pues creo que chico.

—Entonces te llamaré Florentino, ¿vale?

—Vale.

Kalervo asintió, apartando una hiedra mustia con el bastón para cruzar a través de un arco de piedra natural. Los techos empezaban a hacerse más altos, el olor a putrefacción más fuerte, y la densidad de las energías estaba tan concentrada y se había vuelto tan opresiva que a Kalervo le brillaban los ojos con un fuerte resplandor azul.

—Muy bien, Florentino. No te bajes de mi hombrera. Creo que a partir de aquí, el camino se va a volver peligroso.

Florentino asintió con la cabeza. Y como para darle la razón, unos ojos amarillos y brillantes destellaron desde los restos de un arbusto seco, unos metros por detrás de Kalervo y su nuevo amigo. Cuando ambos estuvieron lo bastante lejos, el grell salió de su escondrijo y echó a correr, dando saltos elásticos, rumbo a la guarida de sus señores. A los sátiros les gustaría saber la clase de intruso que estaba de visita en las Cavernas de Maraudon.

domingo, 12 de febrero de 2012

XXXV - El Favor de las Dríades (I)

En Desolace, el viento era húmedo cuando llegaba del mar y seco y polvoriento cuando soplaba desde el lado contrario. Cuando Kalervo apareció en la ensenada de arena blanca, miró al suelo para confirmar que la magia le había traído a donde quería llegar. Sonrió con un gesto de triunfo. ¡Ah, sí! Lo había conseguido. Se levantó un poco la toga para no llenarse de arena el repulgo y echó a andar hacia la poza lunar más cercana. Caminaba con el bastón de madera tallada a la espalda, el pelo pulcramente recogido y toda la decisión que había logrado reunir.

Y es que Kalervo Alher Fel'anath, aprendiz de Arcanista en la Ciudadela Violeta e icono de la moda entre las chicas (y algunos chicos) de su clase, se encontraba en Desolace por una razón de mucho peso. Una cuestión importante. ¡Un asunto de amor!

Todo empezó así:

Hacía ya más de un mes que Lazhar había viajado hasta Dalaran para quedarse con Kalervo. Al principio, el chico vivía en la residencia de estudiantes, pero como el paladín tenía la pierna herida, se había trasladado con él a la taberna de Juego de Manos para poder atenderle. Pese a ser un Paladín de la Luz y tener tan buena mano cuidando a los demás, Lazhar no tenía ni idea acerca de cómo cuidar de sí mismo. Olvidaba con frecuencia usar yelmo, iba en mangas de camisa en pleno invierno, no usaba protecciones bajo la armadura, detestaba las vendas, se negaba a ponerse mascarillas faciales y a veces se afeitaba las mejillas sin jabón. Para Kalervo, todas aquellas cosas constituían atroces atentados contra el civismo y la estética, y cuando Lazhar estaba enfermo o herido, la cosa se ponía peor. "Estoy bien", decía el elfo maduro cuando Kalervo le pillaba saliendo por la puerta. Solía levantarse pronto para ofrecerse como voluntario en la Cruzada o para ir a la herrería. O mas bien, esa era su intención. Pero el joven arcanista, cual perro guardián —cachorro en este caso— se plantaba delante suya y recurría a toda clase de tretas para hacerle volver a la cama o, por lo menos, convencerle de usar el bastón, no apoyar la pierna y sólo pasear. Regañaba, chantajeaba, fingía berrinches, mentía. Daba igual lo que tuviera que utilizar con tal de asegurarse de que, al regresar de la Academia, Lazhar seguiría estando entero y no habría hecho nada loco.

Y su pierna se curó, y Lazhar no hizo nada loco. Había asegurado a Kalervo que tendría más prudencia. Se había comprado un escudo y estaba trabajando en la Herrería. Se presentó a las pruebas para la Cruzada, pero no le admitieron. Y aunque aquello había desanimado un poco al guapo pelirrojo, pocos días después había decidido convertirse en el perpetuo escolta de Kalervo. En más de una ocasión le acompañaba a las prácticas con el Kirin Tor: Había viajado con él al Marjal Revolcafango, le había ayudado a eliminar alimañas del vacío, e incluso fue con él al interior del Templo Sumergido, donde habían conocido a un dragón verde cuya suerte hizo llorar a Kalervo y conmovió terriblemente a Lazhar. Aquel día, el paladín había consolado al joven mago, limpiándole lágrimas y mocos. Después le miró a los ojos y le bendijo, con sus grandes dedos sobre la frente blanca del muchacho. "Eres un buen chico", había signado el paladín.

Y Kalervo se lo creyó.

Y al creérselo, empezó a darle vueltas a su situación y a descubrir sentimientos nuevos.

Kalervo sabía que le debía mucho a Lazhar. ¡Qué demonios! Se lo debía todo. Él le había cuidado. Le había prometido una solución a su problema... ese problema del que a veces llegaba incluso a olvidarse: la tos, el malestar, la fiebre, los sueños extraños, la pérdida de conciencia, el sonambulismo. Los síntomas remitían poco a poco, la Luz de las bendiciones de Lazhar era una vibración casi constante en su corazón que parecía espantar todo lo demás. Él le había enseñado que había cosas que estaban bien y otras que estaban mal. Puede que a Kalervo le diera igual ese matiz y a veces no lo entendiera, pero sólo por no ver en sus ojos una mirada decepcionada, se esforzaba en cumplir con sus requerimientos morales. Sobre todo, él le había enseñado que no estaba solo. Que podía apoyarse en él y, poco a poco, encontrar su propia fuerza. Por todas estas cosas, Kalervo sentía una poderosa gratitud que no sabía como expresar en toda su medida. Y pensando, pensando... dio con una idea genial. Podría demostrarle a Lazhar cuán agradecido estaba hallando una manera de restaurar algo que Lazhar había perdido. La capacidad de hablar.

Para ser honestos, esto no era un asunto absolutamente generoso. Es cierto que Kalervo no dejaba de fantasear con el momento soñado en el que Lazhar le declararía su amor —cosa que Kalervo hacía todas las noches al meterse en la cama, imaginar eso hasta que se dormía — y le quedaba algo deslucida la escena si evocaba a un Lazhar mudo. ¿Cómo iba a decirle que le quería si no podía hablar? Imposible.

De este modo, el joven mago comenzó a investigar una manera de devolverle el habla al paladín. Y buscando y rebuscando, se dio cuenta de que no había demasiadas opciones. Preguntó a los médicos y le dijeron que podían coserle una lengua de vaca. Kalervo se negó y luego tuvo que ir a vomitar. Preguntó a los Renegados y le dijeron que podían implantarle la lengua de un muerto reanimada con nigromancia. "Eso si, no le garantizamos que la lengua siempre obedezca los deseos de su dueño. Es lo que tiene la reanimación". Kalervo se negó y tuvo que vomitar de nuevo. Preguntó a los sacerdotes y le dijeron que era voluntad de Belore. En esta ocasión, Kalervo no vomitó. Los goblins le ofrecieron construir una lengua mecánica a cambio de una suma desproporcionada de oro. Los trols le recomendaron beber sangre de trol para adquirir sus facultades regenerativas, y de nuevo tuvo que visitar el baño.

Finalmente, mientras una druida tauren le recetaba una hierba antiespasmódica para cortarle las nauseas después de tanta asquerosidad, dio con la solución.

—Los poderes de la Madre Naturaleza son curativos y regeneradores —explicó la tauren, con su tono sosegado y lento.

—¿Y pueden hacer crecer una lengua cortada? —preguntó Kalervo, entusiasmado.

—Los poderes de un druida normal no llegan tan lejos, joven Hijo del Sol —dijo la vaquita. Aquella tauren llevaba un par de años en Lunargenta, como enviada de Cima del Trueno. Era educada, aunque oliera a ganado y tuviera una mosca siempre posada en una de las orejas —. Sin embargo, hay otras criaturas en este mundo que están más ligadas a la Naturaleza. Su poder es mayor, y a veces, son capaces de obrar milagros.

—¡Justo lo que necesito! —exclamó Kalervo, incorporándose de un salto del diván en el que reposaba tras su último mareo —. ¿Qué criaturas son esas? ¿Dónde las puedo encontrar?

—Son los Guardianes del Bosque —respondió amablemente la druida— y también las dríades y sus compañeros. Algunos pertenecen a otras especies, a variadas formas. Los hay que se parecen a los árboles caminantes que custodian vuestro bosque ahí afuera, en Canción Eterna. Y otros son espíritus invisibles de la fertilidad y de todo aquello que crece. El guardián Remulos, por ejemplo, vive en el Claro de la Luna.

—Entonces iré allí —declaró Kalervo, muy seguro de sí mismo.

La vaquita ladeó la cabeza y mugió suavemente una negativa.

—No es muy buena idea, joven Hijo del Sol. Eres un mago, y a los druidas del Claro no les gustan los magos. No te dejarán pasar.

Kalervo hizo un puchero y miró a la tauren con cara de pena, esperando que la buena vaquita se apiadase de él y le resolviera el problema sin tener que esforzarse por sí mismo. Su treta resultó. No es difícil conmover a una tauren, y menos si es druida.

—¿Por qué no vas a buscar cerca de Maraudon? Las dríades de allí necesitan ayuda —le propuso, con una mirada afectuosa — y tal vez quieran escuchar tus demandas si les demuestras que eres amigo de todo lo que crece.

Kalervo, siendo honestos, no se consideraba "amigo de todo lo que crece". No es que no le gustara la verdura, pero no solía tener relaciones estrechas con las zanahorias o los puerros mas allá de comérselos, y las flores le gustaban, pero todavía no había aprendido a hablar con ellas. Cosa que para su sorpresa sucedería tiempo después. Pero a pesar de esto, la idea de la tauren le pareció acertada.

—¡Eso haré! Muchas gracias, señora vaca.

Y por eso estaba en Desolace. Había aprovechado sus buenas facultades para teletransportarse y que Lazhar estaba en la herrería para acercarse a comprobar lo que le había dicho la druida. Y efectivamente, cuando sus pasos le llevaron hasta la Poza Lunar, allí habia una dríade, guapísima, con su cuerpo de ciervo y sus hiedras en la cabeza, haciendo conjuros sobre el agua plateada. Al ver acercarse a Kalervo, la dríade se sobresaltó y le miró con grandes ojos almendrados.

Kalervo saludó alegremente y esbozó una sonrisa.

—¡Hola! No te asustes. Toma, traigo nueces y panal.

Aquellas palabras cambiaron por completo el semblante de la dríade, que le devolvió la sonrisa con cierta cautela y se acercó a pasitos cortos, observando al mago con curiosidad. Kalervo extendió la mano para mostrarle sus tesoros: unas cuantas avellanas y un trozo de panal rezumante de miel. Como era un chico listo, se había informado a fondo durante unos días, leyendo cuentos e historias, y había descubierto que a las criaturas feéricas y a los hijos de la naturaleza se les dejaban estos alimentos como presente cerca de los árboles.

—Hola. Gracias, eres muy amable.

La dríade cogió la merienda con la misma prudencia y se llevó una almendrita a la boca. Kalervo la miraba, extasiado. Las dríades eran muy bonitas, aunque alguna vez, en un arranque de ira arcana, había matado a una o dos. Ahora se arrepentía. Las personas tan bonitas —o cosas, o lo que fueran — no merecían ser exterminadas por enfados.

—Me llamo Kalervo. Soy un elfo.

—Yo me llamo Selendra. Soy una dríade.

El mago asintió con la cabeza. No podía quitarle los ojos de encima. La chica llevaba un sujetador de hojas y tenía los ojos verdes, despedían un suave resplandor dulce, muy distinto al brillo fosfórico de los elfos de sangre. Su pelo era genial; mechones verdes de apariencia sedosa salpicados de lianas vegetales, hojitas, flores y diminutas bayas. Se moría de ganas de tocarlo, pero la criatura no parecía muy segura aún, de modo que reprimió el impulso.

—¿Qué haces aquí, Selendra? —preguntó al fin.

La dríade, que estaba dando cuenta de los frutos secos, le observó con expresión cálida y confiada. Dar de merendar a un feérico siempre ayuda a ganarse su confianza con rapidez.

—Pues verás, mi misión en este lugar es mantener activa la Poza Lunar y buscar por la zona a alguien capaz de enfrentarse al mal que mora en el interior de las Cavernas Sagradas.

Kalervo arrugó la nariz y la miró con curiosidad.

—¿Mora un mal? Cuéntame eso. A lo mejor puedo ayudarte.

Selendra sonrió y le relató la historia en pocas palabras.

—Verás, nosotros tenemos un santuario en Sierra Espolón. Yo vengo de allí —dijo animadamente la muchacha ciervo, lamiéndose los dedos —. Vine junto con mi hermana Cavindra a buscar a Celebras, otro hermano nuestro, y a llevarnos los restos de Zaetar al Santuario.

—¿Quién es Zaetar? —interrumpió Kalervo.

El rostro de Selendra se ensombreció.

—Zaetar es uno de los hijos de Cenarius, y hermano de Remulos. Fue... asesinado por los centauros.

—Uy vaya, lo siento.

—En el interior de las cuevas habita una criatura malvada, la Princesa Theradras.

—¿Una princesa? —preguntó Kalervo, interrumpiendo de nuevo —espera, espera. ¿Cómo que malvada? Eso debe ser un error, en ningún cuento las princesas son malvadas. Las malas son las brujas. Las princesas llevan vestidos rosas, gorros de cucurucho con un velo y están en apuros.

—Pues esta no —declaró Selendra, compungida—. Esta es una criatura gorda hecha de piedra y bastante fea. Los centauros son sus hijos, suyos y de Zaetar. Él se unió a ella, abandonando su deber como Guardián y renunciando a todos los dones que se le habían otorgado, y de su unión nacieron los centauros. Los centauros asesinaron a Zaetar y ahora, las cuevas están enfermas, corruptas, y Zaetar no descansa en paz.

Kalervo agitó las orejas. Aquella historia era una verdadera novela de pasiones: Un Guardián de Cenarius de esos, algo así como un dríado, se había liado con una princesa gorda hecha de piedra y habían tenido como hijos a los centauros, que posteriormente habían matado a su propio padre. ¡Fascinante!

—¿Así que queréis recuperar los restos de Zaetar?

Selendra asintió con la cabeza.

—Si, y también librar las Cavernas de la corrupción. Pero para eso necesitamos la ayuda de algunos héroes. Nosotros solos no podemos. Entrar ahí es horrible para una dríade, la corrupción de la vegetación y del agua nos afecta tanto que termina desquiciándonos.

Kalervo se quedó mirando a la chica de nuevo y finalmente, agitó una oreja, irguiéndose con seriedad.

—Pues yo también necesito ayuda. He venido a buscar solución para el problema de un amigo mío.

—¿Qué le pasa? —preguntó Selendra.

—Es un gran paladín de la Luz. Le encerraron en un calabozo durante un año y le cortaron la lengua para que no pudiera hablar —explicó Kalervo con mucha gravedad, porque las cosas épicas y trágicas que le habían sucedido a Lazhar a él le parecían, lógicamente, las más importantes del mundo después de las suyas —. Él había descubierto que otros elfos estaban haciendo cosas malvadas y quería denunciarlo y luchar para detenerles. Pero le descubrieron y le hicieron eso. Y yo quería curarle la lengua para que pueda volver a hablar, porque es la mejor persona del mundo y me ha enseñado que hay que ayudar a los demás y que si todos lo hacemos, el mundo es un sitio mejor para todos.

Selendra sonrió más ampliamente con estas declaraciones. Bien, Kalervo lo pensaba en parte, pero también estaba echándole algo de teatro para convencer a la dríade. Y le salió bien.

—Pues tu amigo paladín tiene razón. Ayudando a otros, nace la gratitud y la gratitud es un sentimiento puro y bueno. Si te ayudo, ¿tú me ayudarás?


—Iba a preguntarte lo mismo —dijo el mago.

Ambos sonrieron.

—¡Muy bien! Pues ven, quédate conmigo mientras termino con los rituales de la Poza de la Luna y después te explicaré lo que podemos hacer.

—Trato hecho.

Kalervo chocó los cinco con la dríade y se sentó en el borde de la poza, mirando hacia el mar. Mientras Selendra terminaba con sus ritos, él se preparó para lo que fuera que le deparase aquella aventura. Hacía mucho tiempo que no tenía una aventura él solo y no sabía como podría terminar, pero curiosamente, no tenía miedo.

Iba a hacer esto por Lazhar. Y esa determinación le convertía, de manera excepcional, en una persona valiente.

viernes, 8 de abril de 2011

XXXIV - Una chispa

El joven Kalervo Alher Fel'anath cabalgaba, muy ufano, a lomos de su precioso zancudo rosa bautizado con el nombre de Purpurina. A su lado, Lazhar el Bravo, conduciendo a su destrero thalassiano de luz invocada, le estaba dando algunas indicaciones para que montar le resultara menos escabroso. Kalervo no era muy buen jinete, pero había que tener en cuenta que las amenazas y la violencia arcana ejercidas continuamente contra Purpurina provocaban que el zancudo viviera en un continuo estrés, temiendo a su amo y deseando sacárselo de encima cada vez que él se encaramaba a la silla y sujetaba las riendas. Eso concluía en el hecho de que el joven arcanista no tenía los mejores medios para sentirse seguro a lomos de un corcel, ya que el ochenta por ciento del tiempo debía concentrar sus esfuerzos en no caerse, y dejar que la montura encontrara una ruta por sí sola.

Habían atravesado uno de los portales de Dalaran hacia Entrañas, y se encontraban transitando los caminos del bosque de Argenteos.

La elección del lugar no era, desde luego, la mejor. A Kalervo le inspiraba un terror abominable aquella zona, especialmente por la noche. Y era noche de luna llena. Pero también era un buen momento para ir superando esos miedos. Teniendo al lado a Lazhar, ¿quién iba a sentirse asustado? Nadie. Escrutó la oscuridad con sus enormes ojos brillantes.

- ¿Seguro que no va a venir un lobo?

Lazhar negó con la cabeza. Le hizo una indicación para que pusiera bien los pies en los estribos, y Kalervo obedeció con dificultad.

Purpurina se encontraba tranquila y avanzaban al paso. Lazhar había conseguido calmar al halcón con unas caricias y unos roces suaves, y Kalervo le había contemplado con cara de idiota mientras le veía palmearle la grupa al pájaro. Por un momento, quiso ser el pollo. Se imaginó que, al final de ese cuello rosa y larguirucho, estaba su propia cabeza en lugar de la testa del ave, y que Lazhar le rascaba entre las plumas de las alas. Si, era una imagen un poco grotesca, pero a Kalervo le pareció maravillosamente tentadora.

"No vienen lobos. Si vienen, les damos", gesticuló Lazhar, sonriendo. Kalervo asintió. Se removió en la silla de montar. Le dolía un poco la espalda. El paladín se dio cuenta. "¿Estás cansado?"

- Un poquito - respondió el mago - ¿Podemos parar aquí al lado? Hay una casita vacía cerca del castillo.

Lazhar asintió y se dirigieron en esa dirección. La casa se encontraba en una hondonada, tras una curva sinuosa que luego se convertía en el camino hacia la Aldea Piroleña. Al este, se alzaba la colina nublada en cuya cúspide se recortaban las almenas y torreones del Castillo de Colmillo Oscuro. Era una pequeña choza de piedra con el tejado de madera, oculta entre unos cuantos árboles. Tenía dos ventanas de vidrios amarillos, y se veía a todas luces abandonada. Era un lugar difícil de encontrar si uno no conocía previamente su ubicación. Pero Kalervo ya había estado allí antes, hacía algunos años, cuando huyó de las garras de Arugal.

Ataron las monturas en los restos de una valla mohosa que perduraba junto a la vivienda. El arcanista levantó una jardinera en la que se enroscaba un espino seco y extrajo una llave. Luego descolgó un farol viejo que pendía junto a la puerta y metió el dedo entre los cristales rotos.

- Lhack - susurró a media voz.

Una llama titilante, azulada, se prendió en el interior del fanal y se quedó ahí, tremolando y saltando como una pelotita de luz variable e intermitente. Lazhar arqueó las cejas. Nunca se acostumbraría a esas cosas que estaba aprendiendo a hacer el mago. Kalervo, al ver su sorpresa, sonrió con orgullo.

- Soy muy buen estudiante.

"Ya veo"

Kalervo metió la llave en la cerradura y le franqueó la entrada a Lazhar. Utilizó un fogonazo moderado para encender las velas que sabía que reposaban en la chimenea. Una de ellas se derritió al instante, pero las otras cuatro empezaron a arder enseguida, emitiendo un alegre resplandor dorado.

La casita comprendía una sola habitación con una cama, una mesa con dos sillas, un arcón y una chimenea. Había una corona de flores azules colgando en el cabecero. Los pétalos estaban secos y ajados, algunos se habían desprendido sobre la almohada. Al lado del hogar, una cómoda de madera labrada mostraba algunos frascos de medicinas cubiertos por una gruesa capa de polvo.

Kalervo fue a sentarse sobre el arcón mientras Lazhar inspeccionaba el lugar con curiosidad.

- Estuve aquí refugiado cuando escapé del castillo - respondió, antes de que Lazhar formulase pregunta alguna - Me quedé unos días aquí dentro, escondido. Tenía mucho miedo. Tanto que no me importó el polvo ni la tos.

Lazhar le dirigió una mirada grave, con un fondo de compasión sincera que a Kalervo siempre le conmovía.

- Sabes... - continuó, observando el reflejo de las velas en los cabellos rojos - he estado pensando... en los malentendidos y las cosas que han pasado...

Tragó saliva. Lazhar acababa de inclinarse a remover los troncos apagados con el atizador, le estaba escuchando y Kalervo estaba absolutamente seguro de que no tenía ni idea de qué estaba hablando. Suspiró, extendió los dedos y encendió el fuego.

- Ruth rúnya

Lazhar parpadeó y sonrió, observando las llamas. Hay que ver lo que estaba aprendiendo el chico. Se incorporó, sacudiéndose el pantalón, y le miró con sencillez, esperando a que siguiera hablando. El joven mago retomó el hilo, intentando llegar con la mayor suavidad posible hasta lo que quería decir.

- Tú... a pesar de algunas cosas que han pasado, viniste a Dalaran - prosiguió, ladeando la cabeza y desviando la mirada. Se estaba sonrojando, y lo sabía - Viajaste tanto por mi... y me dijiste que querías estar conmigo, porque juntos todo es siempre mejor. Y... con todo lo que ya hemos... yo la verdad, me pregunto... tengo que saber si...

Kalervo se puso nervioso. Balanceó los pies sobre el arcón, suspiró, se lamió los labios y fijó la mirada en la punta de sus escarpines plateados y azules. La voz le salió en un hilillo inseguro.

- Lazhar... yo... ¿yo te gusto?

Ya está. Lo había hecho. Había hecho La Gran Pregunta, la pregunta imposible, aquella cuya respuesta no estaba seguro de querer saber, porque siempre era mejor convencerse de que no, sospechar que no, asumir que no sin necesidad de escuchar el rechazo claro y directo en su voz preciosa y grave, suave como el terciopelo, escuchar un "no" que, aunque no pudiera pronunciar, podía gesticular. Y ese sería el fin. Pero quizá... remotamente... imposiblemente, hubiera una posibilidad de un sí.

Aterrado, no se atrevía a levantar la vista. Dejó de escuchar la respiración de Lazhar y, por un impulso suicida, puede que debido a la ansiedad, alzó el rostro para mirarle. El paladín estaba pálido, mirándole con los ojos como platos. Kalervo intentó tragar saliva, pero no podía. De repente, Lazhar empezó a recuperar el color y a ponerse cada vez más rojo.

- ¡No! - respondió al fin, escandalizado.

Lo pronunció, con una "n" algo sorda y gesticulando con firmeza al mismo tiempo. Por su expresión, parecía que Kalervo acabara de proponerle arrojar bebés a un volcán en erupción o algo así. El chico se agarró al arcón, intentando no temblar. El dolor estaba destrozándole el pecho, pero se negó a dejarse arrastrar al fondo del precipicio. Al fin y al cabo, Lazhar siempre reaccionaba un poco exagerado con algunas cosas. Y Temari y los libros de amor le habían explicado muy bien que, con algunas personas, lo que se dice no siempre se corresponde con lo que uno siente. Que a veces, "no" quiere decir "sí", y que algunos simplemente son alienígenas y no hay quien les entienda.

Se apoyó en los hechos para reafirmarse. "No le gusto, pero me mira. No le gusto, pero no me ha echado de su habitación en Dalaran cuando dejé de ir a dormir a la residencia para quedarme en su cuarto. No le gusto, pero por las noches, cuando cree que duermo, viene a mi cama y me abraza para que no me levante y camine en sueños. No le gusto, pero a veces... yo siento que , que hay algo más"

- ¿Nada de nada? - insistió, aferrándose a un jirón de su convicción. - ¿Ni una chispa?

Lazhar reculó dos pasos, se chocó con la mesa y fingió que se apoyaba en ella. Negó violentamente con la cabeza.

- Dímelo, entonces. Dime que no te gusto nada de nada.

Le costó pronunciar esas palabras. El llanto ya se le anudaba en la garganta, y la convicción se le desmoronaba a cada reacción suya. Pero, ¿Qué había esperado? Al fin y al cabo, Kalervo quería comprobar si de verdad le gustaba un poco a Lazhar o todo era producto de sus esperanzas infundadas, de su confusión a la hora de comprender las motivaciones y los actos de Lazhar. El paladín era una persona buena, dulce y cariñosa que, tal vez, le estaba tomando el afecto que puede sentir un padre hacia su vástago o un hermano hacia su hermanito. Los sentimientos de Kalervo no iban, ni mucho menos, en esa dirección, y al parecer, influenciado por ellos, había malinterpretado las señales de Lazhar. Lo que él entendió como indicios de un interés romántico, sólo eran los gestos naturales de un elfo mayor hacia un elfo joven que podría ser su hijo.

"No me gustas nada de nada" gesticuló Lazhar, respirando entre los dientes apretados. Parecía que estuvieran asediándole con lanzas venenosas. Se había tensado por completo.

Y Kalervo se asustó. Su fortaleza se vino abajo y reculó, buscando una salida digna a todo aquello. Pálido y temblando, parpadeó y compuso lo que el creyó que serviría como máscara de alivio e indiferencia.

- Uf, menos mal. Qué peso me quitas de encima - dijo, alzando un poco la voz. Se secó una lágrima disimuladamente y apartó la mirada. Lazhar no tenía por qué ver cómo se moría por dentro. - Como hemos tenido algunos problemillas ultimamente, pensé que a lo mejor yo te gustaba. Y como tú a mi tampoco me gustas nada, ni una chispa, estaba preocupado. Ya sabes. Por si había algún malentendido. Porque claro, somos amigos. Y yo no quiero que nuestra amistad se estropee. Estaba realmente preocupado por eso. Pero ya no. Qué bien. Tú no me gustas y yo a tí tampoco. Qué alivio. El no amor correspondido, ¿esto se llama así? Oh, qué mas da. La verdad es que ya me siento mucho mejor, sabiéndolo.

- Kevo

Lazhar le interrumpió de repente, mirándole con honda preocupación. El arcanista, que se había embarcado en su huída verbal, no se daba cuenta de que las lágrimas le estaban corriendo por las mejillas, de que estaba temblando y blanco como la cera. Se sentía enfermo, eso sí. Se secó la humedad de las mejillas rápidamente con las mangas.

- Ay. No, no es lo que parece - explicó, forzando y retorciendo una sonrisa - Lloro de alivio.

Lazhar ensombreció el semblante. De pronto empezó a gesticular lentamente, deshizo un par de amagos y fijó la vista en otra parte.

"A lo mejor sí me gustas", signó, por fin. Y luego añadió rápidamente: "Una chispa"

Kalervo leyó cada palabra, frunció el ceño, le miró a los ojos. ¿Lo habría entendido bien? ¿Estaba diciendo eso de verdad?

- ¿Te gusto? - repitió, en un susurro incrédulo.

Lazhar resopló, volvió el rostro hacia el otro lado y volvió a repetir.

"Sólo una chispa"

- Pero, ¿una chispa grande o pequeña?

"Pequeña"

Kalervo sonrió. Las fuerzas perdidas volvieron a él, recuperó el color y los ojos empezaron a brillarle fuertemente. Su corazón dejó de temblar y se distendió de felicidad. Tenía ganas de saltar y bailar, pero se limitó a levantarse y sacudirse la toga. "Legustolegustolegustolegustoooooooooo", pensaba, y lo cantaba en su cabeza.

- Perdona... he mentido antes - admitió, borrando la sonrisa - Tu a mi me gustas mucho. Muchísimo. Más que una chispa. Pero yo me conformo con eso.

Lazhar tomó aire y lo exhaló con cierto alivio. Luego observó a Kalervo. El arcanista descifró en su semblante que seguía preocupado, y que se preguntaba si Kalervo estaba bien o sufría porque Lazhar no le correspondía del todo. A modo de respuesta a esa pregunta no formulada, el mago señaló la chimenea.

- Sólo hace falta una chispa para encender una hoguera. Y con una hoguera puede provocarse un incendio.

Fijó la mirada en los ojos grises de Lazhar y los dejó ahí. Kalervo era muy tímido, pero lo que sentía era tan fuerte y tan violento que, aunque se sonrojaba como un niño y se le cortaba el aire en la garganta, no podía negarse impulsos tan sencillos como el de mirarle a los ojos, los preciosos ojos grises y bondadosos de Lazhar, que le habían devuelto la vida tanto como su sonrisa. "Cielos, soy un colado de nivel máximo".

Recuperó la compostura, carraspeó y recogió el fanal del suelo.

- Ya no estoy cansado. Podemos seguir.

Cruzó frente al paladín, abrió la puerta y salió al exterior.

Antes de seguirle, Lazhar volvió la vista hacia el fuego un momento. Sacó la cantimplora para apagarlo. Kalervo, que ya estaba entonces desatando su montura, no pudo ver la expresión de terrible tribulación que lucía el paladín cuando arrojó el agua sobre los troncos en llamas.

sábado, 22 de enero de 2011

Lamento por Fingol Ar'Dalaon

Las figuras embozadas se escurrían silenciosas entre los árboles de Hyjal. Con las caperuzas bajadas hasta la nariz y los semblantes graves, los duendes caminaban con paso regio y solemne, aun a pesar de la lluvia de fuego que descendía desde el horizonte en los llanos y los valles. Evitaban las cañadas infestadas de elementales, tomaban cada recodo tratando de buscar los caminos más seguros, ascendían las colinas y bajaban los terraplenes, y entre ellos, sobre las capas que portaban entre todos unidas en el centro, el cuerpo del antiguo rey reposaba con serenidad.

Caminaban, y la tierra verde daba la impresión de discurrir bajo sus pies más rápido de lo que sus pasos se sucedían. Caminaban, y más parecía que el terreno se deslizaba bajo sus suelas, acortando el espacio hacia su destino, pues lentos se movían pero veloces avanzaban.

Al llegar a un recodo en el Matorral Verde, ahí donde las Reliquias habían sido lavadas, los ocho altos guerreros se detuvieron y con sumo cuidado, dejaron las capas sobre la hierba. Allí, Eriel Tavarn aguardaba, con la lanza en la mano, el semblante digno teñido de una tristeza solemne y la caperuza retirada hacia atrás. Al ver el cuerpo, se acercó, y sus guerreros se retiraron respetuosamente, todos cabizbajos.

La brisa soplaba dulcemente y los aromas nuevamente descubiertos del Monte Hyjal estallaban como una primavera especialmente intensa. Sobre el recodo del manantial, las raíces del Árbol de la Vida daban sombra y frescor al claro, se retorcían como parapetos y de ellas goteaba el agua resplandeciente. El argénteo sonido del riachuelo cantaba como campanillas, cascabeles y cristal; en el crepúsculo que ya se pintaba de malva, la mística luz de la superficie del agua espejeaba en los ojos de los duendes.

Así vio Eriel por última vez a su hermano Fingol, tendido sobre los pastos suaves de verdor intenso, rodeado de flores blancas y bajo la luz de plata de las aguas del Manantial Sagrado. El suspiro se ahogó en su pecho. Dejó la lanza y se arrodilló junto al cadáver, tomándole una mano y apartándole los blancos cabellos con la otra. Su voz, que podía ser heraldo de júbilo o de terrible ira, esta vez sonó triste y apagada, muy antigua, cansada y gastada como una piedra pulida.

- Ay de mí, Fingol ... ay de mí, que no he podido verte de nuevo sino ahora, cuando tus ojos ya no pueden devolverme la mirada. - susurró en tono muy bajo, y los soldados se alejaron más, dejando intimidad a su Señor. - ¿Cuántos siglos has pasado sufriente, lejos de las risas de la Torre Blanca, de las canciones del Bosque de los Ecos y de las danzas bajo la luna azul? Tu rostro está muy pálido, hermano mío... muy pálido. Largos e intensos han sido tus pesares.

Agachó la cabeza y se cubrió con la caperuza, pues los hermosos ojos azules estaban quebrándose a causa del llanto.

Velaron todos juntos al caído Fingol Ar' Dalaon, le velaron hasta que el crepúsculo dio paso a la noche y el cielo rieló sobre el río, brillante, cuajado de estrellas blancas y con una luna henchida y pálida. Entonces ya habían llegado muchos de los que habían combatido en Feralas, y muchos otros aún que estaban aprestando sus armas en la batalla del Monte Hyjal. Pero todos detuvieron sus filos y conjuros aquella noche para despedir al antiguo rey, que al fin hoy, tras largos y largos años de sufrimientos y de dolor, reposaba en paz.

Cerca de la medianoche, se había reunido ya allí una gran congregación. Había allí hadas, duendes y dragones feéricos; los primeros todos ellos de la raza de los Áes Sídhe, altos señores y damas de orejas largas y enroscadas hacia atrás, rostros bellos, jóvenes y regios iluminados por una luz misteriosa y colas rizadas que asomaban bajo las cotas de malla y las armaduras ligeras que vestían para combatir, o bajo las togas y túnicas de algunas damas. Habían acudido también los jefes de los otros clanes, y todos tenían las capuchas bajadas en señal de respeto. 

Finalmente, Eriel, que se había levantado y parecía orar en silencio con las manos en el regazo, volvió a arrodillarse ante su hermano y le sacó los guantes, apartando de él aquella horrible espada que le había acompañado en los últimos miles de años. La arrancó de sus dedos y la envolvió en su capa, desatándosela, para que no tocara con su filo abyecto la hierba del prado. Luego peinó los cabellos de Fingol y le cruzó los dedos blancos, desnudos, sobre la armadura. Se hizo a un lado y los soldados que le habían transportado hasta allí volvieron a tomar los bordes de sus capas. Las doncellas dejaron flores blancas sobre el cuepo a medida que el grupo caminaba arroyo abajo hasta llegar al amplio lago. Algunas tenían lágrimas en los ojos, y colocaban los verdes tallos entre los cabellos del antiguo señor, otras los ponían entre los dedos unidos hasta que todo él pareció estar dormido en un lecho de pétalos de nieve.

En el lago, los soldados hundieron las botas en el lecho y avanzaron hasta el centro del agua. Cuando soltaron los cabos de sus capas, el agua se cerró lentamente sobre la negra armadura, engulló las blancas flores silvestres. El cabello del rey duende ondeó libremente, sus párpados cerrados, la frente alta, la recta nariz, el bello rostro de semblante tranquilo y severo, aun con la vieja corona ceñida a las sienes, se sumergió como si lo hiciera entre algodones, muy despacio. La luz de las estrellas besaba el oleaje leve del lago y se reflejaba en su pálida piel. 

Entonces la voz de Eriel se elevó en un canto grave y dulce, melancólico y lejano. Parecía salir de las hojas de los árboles, de las ramas y las raíces, parecía brotar de la brisa y haber estado allí aguardando durante siglos y siglos, anciano y joven a la vez como una estrella de plata que nunca pierde brillo.

Ah, aún no caerán las hojas, no vendrá
el otoño de los días de mi gente
Ah, aún largos años hemos de aguardar
entre tierra que crece y hierba verde
Ah, no llegó el momento de partir todavía
a las Torres de Cristal más allá del ancho mar
Ah, largos años, largos, gris melancolía
hasta que nos volvamos a encontrar.

Y tú te vas ahora, siempre el primero
Bajo las estrellas blancas, en la noche de invierno
te marchas, ya te vas, las aguas te arropan
Reíste ya tus risas y apuraste tus copas.
¡Ay de los bosques, que no escucharán nunca más tus canciones!
¡Ay de la lanza dorada, que tu mano no volverá a empuñar!
¡Ay, tu sabiduría no sanará ya más corazones
ni tus pies la verde hierba pisarán!
¡Ay de los robles y las hayas, que tanto han esperado!
¡En vano fue su espera, pues no regresarás!
Triste es tu partida, Fingol Ar'Dalaon
para aquellos que dejas atrás.

Ah, hoy se abrirán los Velos a tu paso,
y las Blancas Moradas habrán de recibirte,
Ah, en ellas hallarás reposo y descanso,
la dicha que durante tanto tiempo perdiste

Volverán a sonar tus pasos en los porches
y tu risa de plata en los altos salones
volverás a danzar en las cálidas noches
volverás a dormir en blancos almohadones
merecido descanso, alegría ganada,
cuando cruces las puertas de las Blancas Moradas

¡Pero ay de los bosques, que no escucharán nunca más tus canciones!
¡Ay de la lanza dorada, que tu mano no volverá a empuñar!
¡Ay, tu sabiduría no sanará ya más corazones
ni tus pies la verde hierba pisarán!
¡Ay de los robles y las hayas, que tanto han esperado!
¡En vano fue su espera, pues no regresarás!
Triste es tu partida, Fingol Ar'Dalaon
para aquellos que dejas atrás.

Cuando la voz de Eriel se apagó, todos estaban cabizbajos y el cuerpo de Fingol había desaparecido bajo las aguas brillantes del lago. Sin embargo, al instante, alzaron las cabezas y retiraron las caperuzas, y en los ojos de los Áes Sídhe se mezclaba la tristeza con la alegría, pero la primera ya daba paso a la última. Pues sabían que el Rey del Clan de Ar'Dalaon había partido a un lugar en el que no sufriría más, donde se reunirían con él antes o después, y sabían también que no había sido su sacrificio en vano.

- Destruyamos esa espada maldita - dijo Eriel con voz enérgica, limpia de todo rastro de pena - y celebremos que nuestro hermano es libre al fin. Pues mañana volveremos a la guerra, que no espera.

No se escuchó el asentimiento, un revuelo de togas, un desfile de rostros luminosos, y el lago quedó vacío al instante, sólo con el reflejo de la luna y las estrellas y flores blancas flotando en su superficie. Bajo las aguas transparentes, la arena clara del fondo se veía con transparente limpidez, y ningún cuerpo reposaba sobre aquel lecho terroso.

viernes, 21 de enero de 2011

Otsum: Acertijos, relojes y cajas de música

- ¿Has terminado con el tomo diecinueve?

Kalervo asintió, limpiándose los dedos de tinta en una de las toallitas perfumadas que su madre les había dejado. Kalher, que le miraba de reojo, cerró el libro y lo llevó a la estantería, reprimiendo un suspiro contenido. Su hijo, con el semblante pálido y aspecto ojeroso, llevaba varios días muy aplicado al estudio de las leyes y los preceptos de magistratura. Ahora abría el tomo veinte, mojaba la pluma en el tintero y seguía trabajando de la misma manera, mecánica y fría, a la luz de las lámparas de aceite. Escurriéndose detrás de la estantería, con la toga arremangada en las muñecas, Kalher espió a su joven vástago desde los huecos que los libros dejaban. Ah, qué extraño era. Qué incomprensible enigma resultaba para él aquel muchacho, aquella joya maravillosa que le fascinaba y asustaba al mismo tiempo. Y de qué manera tan atroz le encogía el corazon ser consciente de su infelicidad, verle así, abatido, triste, tan triste que había dejado que la tristeza le envolviera y se hiciera dueña de él. Tan triste, que ni siquiera parecía tener energías para quejarse de lo aburridos que eran los estudios jurídicos, lo tedioso que todo le resultaba y lo estúpido que consideraba él el hecho de que hubiera tantos recovecos y trampas en cada ordenanza y cada normativa.

Kalher meneó la cabeza. Algo le había sucedido a Kalervo en la academia Falthrien, de eso estaba seguro. Un día regresó más serio de lo normal, y no volvió a acudir a las clases. El magistrado había intentado preguntarle a su joven hijo sobre el motivo, pero cuando insinuó que quizá alguien le estaba tratando mal, el chico reaccionó tan a la defensiva que no pudo seguir tirando de aquel hilo. Malande no había tenido más suerte. Y ahora estaba allí, sumiso y apagado, estudiando leyes en ese despacho oscuro que a Kalher le gustaba pero Kalervo detestaba... y, todo fuera dicho, Kalervo desentonaba allí absolutamente. A su chico le sentaban mucho mejor los campos floridos, la vistosa y colorida habitación con balcón que ocupaba, los cojines brocados y el sol intenso de la primavera. Parecía una sombra pálida y diminuta allí, entre los enormes muebles de madera oscura que parecían cernirse sobre él.

¿Qué padre queda indiferente ante la tristeza de un hijo? ¿Qué padre que se precie de serlo no haría cualquier cosa por devolver la luz a los ojos de su criatura? Kalher Fel'anath puede que no fuera el mejor padre del mundo. Puede que no comprendiese a su heredero, que le sacara de sus casillas cuando se ponía... femenino, o cuando se ponía desafiante. Y puede que no supiera cómo llegar hasta él, pero quería a Kalervo. Por eso, salió de detrás de la estantería, caminando sobre la tarima de madera crujiente, cogió el tomo veinte, lo levantó, y lo cerró en el aire con una sonrisa, ante la mirada inquisitiva y lejana de Kalervo.

- No he acabado, papá.
- Es igual. Puedes hacerlo en otro momento - dijo Kalher, colocando el libro en su lugar.

Después, se sentó en su alta silla de piel, abrió el cajón del escritorio y comenzó a sacar sus joyas privadas, dejándolas sobre la mesa. Con el rabillo del ojo, estaba atento a la reacción del chico, cuyo gesto se animó un tanto a causa de la curiosidad. Los relojes eran como conchas de oro en un fondo marino, brillando intensamente sobre la tabla de oscuro barniz. Había también cajas de cristal que contenían multitud de diminutas ruedecitas y engranajes, ordenadas según tamaños, había pinzas y lupas montadas en monóculos de precisión, había carrillones y limas, roscas y tornillos, todo dorado como el tesoro de un dragón. Había cajas pequeñas, que cabían en un puño cerrado, lacadas con motivos diversos, había palancas, campanillas y cascabeles. Una vez hubo dispuesto todo sobre la mesa, Kalher se recogió el pelo, que llevaba suelto sobre los hombros de la toga roja, y colocó sus manos de dedos finos en el escritorio. Kalervo le miraba con una mezcla de expectación y sorpresa.

- ¿Recuerdas esto? - preguntó Kalher, cogiendo uno de los relojes. Lo abrió y se lo mostró a Kalervo.

El chico asintió, con un brillo espontáneo en los ojos azulones.

- Lo estabas arreglando hace muchos años ya. Lo terminé para darte una sorpresa.
- Así es - afirmó el magistrado, pulsando el resorte que abría la tapa del reloj - eras un niño muy pequeño todavía, y por aquel entonces fuiste capaz de arreglar esto. Aún funciona.
- Eso es que lo hice bien.
- Sí, Kalervo, lo hiciste muy bien.

Una sonrisa sincera se dibujó en el rostro del muchacho, y Kalher sintió un gran alivio y una calidez profunda despertar en su corazón al ver aquel cambio. Aunque la mirada de su hijo seguía teñida en el fondo más hondo de melancolía, pero al menos era un paso. Le tendió un monóculo y unas pinzas, luego acercó las cajas de piezas para que el chico pudiera llegar a ellas. Kalervo cogió los instrumentos sin dudar.

- ¿Qué quieres hacer, un reloj o una caja de música?
- Nunca he hecho una caja de música - respondió el joven - No sabía que supieras. ¿Tú sabes?
- Claro. Si quieres te enseño.
- Vale.

Ambos se inclinaron sobre el escritorio. Kalher fue guiando a su hijo, mostrándole cómo proceder, aunque nunca de manera completa. Sabía que al chico le gustaba investigar cómo funcionaban las cosas y averiguárselas por sí mismo. Cuando ya estaban ambos enfrascados en la labor, las palabras empezaron a fluir entre los dos de manera natural.

- No es que me haya peleado - decía Kalervo, cuyo ojo izquierdo se veía gigantesco detrás de la lente de precisión - es que me he cansado. ¿Me pasas una de esas?

Kalher le tendió la pieza que solicitaba.

- ¿De la magia, de los profesores o de los compañeros?
- La magia me gusta - replicó el chico, sosteniendo una ruedecita con las pinzas y colocándola donde creía que correspondía - y los profesores me enseñan. Los compañeros son un mal necesario.

Kalher no pudo menos que asentir con la cabeza.

- Sabes... yo pienso lo mismo de algunos compañeros de la magistratura - confesó -Son males necesarios. Algunos son tan estúpidos que me cuesta soportarles.
- A mi me pasa igual. No entiendo por qué alguna gente es tonta.

Kalher se encogió de hombros.

- Muchos no tienen la culpa de no haber recibido una educación adecuada, o de no llegar a más. Lo que no tiene excusa es que se empeñen en persistir en esa estupidez, y además, en mostrarla con orgullo creyendo que es inteligencia.

Giró la rueda y colocó un par de engranajes más. Luego alzó la vista, sintiendo sobre sí la mirada sorprendida de su hijo, que sonrió ampliamente.

- Qué bien lo has dicho, papá.
- Anda, sigue - replicó Kalher, volviendo al trabajo con una media sonrisa - entonces es por los compañeros, ¿no?
- Si, son un mal necesario que me he cansado de aguantar. Se meten mucho conmigo y ya estoy harto.
- ¿Nunca les has devuelto el golpe?

Kalervo negó con la cabeza.

- No, no quiero ponerme a su altura - dijo, pensativo - creo... que quieren que lo haga, ¿sabes? Convertirme en algo que no soy. Creo que quieren que me rebele y les golpee, pero yo no quiero eso, porque mis puños son muy débiles y mi manera de golpear siempre ha sido muy...
- Diferente. Y más dañina.
- Sí.
- Y no quieres hacerlo esta vez.
- No, no quiero.
- ¿Por qué? - preguntó Kalher, alzando la vista de nuevo - Quizá este fuera el momento adecuado.

Kalervo permaneció pensativo unos instantes y después se encogió de hombros. Su rostro volvió a palidecer y un brillo de tristeza acudió a sus ojos.

- No lo sé, pero es mejor así. No quiero volver a la academia.

Kalher asintió, mirándole con gravedad. Alguien había hecho mucho daño a Kalervo, y supo por su voz y su expresión que aquel dolor no venía de una mano enemiga, sino de una mano amiga. Por eso el chico parecía sufrir tanto, y por eso había preferido abandonar Falthrien antes que responder con contundencia, como su padre sabía que podía hacer.

- A ver si te sabes esto, Kalervo - dijo Kalher, cambiando de tema repentinamente. Sus figuras se delineaban en la luz dorada y cálida de las lámparas de aceite, el sonido cristalino de las piezas al encajar, caer sobre la mesa y agitarse en las cajas se había convertido en música de fondo - es sobre unos juicios que se han realizado en las Cortes la semana pasada. Te daré pistas y debes adivinar culpables o inocentes. ¿Preparado?
- Preparado - replicó el chico, de nuevo con una media sonrisa más animada.
- Hay cuatro acusados: Ithanas, Hojasangre, Atracasol y Luzestelar.  Si Ithanas es culpable, entonces Hojasangre era cómplice. Si Hojasangre es culpable, entonces o bien Atracasol era cómplice o Ithanas era inocente. Si Luzestelar es inocente, entonces Ithanas es culpable y Atracasol inocente. Y si Luzestelar es culpable, también lo es Ithanas. ¿Quienes son culpables y quienes inocentes?

Kalervo se detuvo, se rió un poco y siguió trabajando, pensativo.

- Papá, mira que eres marrullero - dijo al cabo de un rato - Para empezar, ese caso es mentira podrida, porque todo son nombres de casas nobles y muy pedantes, y nadie las llevaría a juicio. Y para terminar, y apoyando esto, segun los datos que me das, todos son culpables, cosa que jamás determinarían las cortes. Le echarían la culpa al perro antes que a Altas Casas de tanto renombre.

Kalher se rió entre dientes.

- Pues si. Tienes razón en todo. ¿Otro?
- Claro.

Horas más tarde, cuando Malande fue a avisar a su esposo y su niño de que era hora de prepararse para la cena, la dama se quedó unos minutos en la puerta, callada y con una sonrisa cálida en los labios. Entre acertijos, relojes y cajas de música, su amado Kalher y su adoradísimo hijo Kalervo habían encontrado un lugar común, donde se entendían... al menos un poco.

Y era una pena interrumpirlos.

jueves, 16 de diciembre de 2010

XXXIII - Pídeselo a una estrella

Aún brillaban las estrellas de colores, aún había muérdago aquí y allá. Las fiestas de invierno estaban en todo su esplendor, y Dalaran resplandecía, a pesar de las guerras y de los problemas que asolaban constantemente el mundo de Azeroth. Kalervo Alher Fel'anath, con su toga y su bufanda, caminaba tranquilamente por la calle, de camino a la Academia de nuevo.

Luces, cascabeles y canciones. Aquellas fechas siempre le despertaban una explosión de júbilo en su corazón, que este año era corazón de colado y se encontraba algo pachucho. Pero el joven arcanista, aunque quisiera comportarse de manera apropiada a su situación, es decir, sentándose junto a una ventana mientras afuera llueve y deshojando flores, exhalando suspiros de amor no correspondido y, más adelante, llorando a moco tendido, era incapaz de hacerlo. ¡Qué extraño era todo! Había estado muy triste, sí, pero la llamita cálida que tenía dentro no había llegado a apagarse. Él, que siempre había sido un experto en rendirse y en tirar la toalla, en esconderse y en huir asustado de las cosas que no le gustaban siempre que no podía romperlas o borrarlas, ahora no era capaz de no ser capaz de sonreir, a pesar de todo.

Eran las fiestas de invierno. La ciudad estaba preciosa. Y aunque las cosas hubieran ido muy mal, Lazhar le había enviado una nota, en la que le pedía perdón y le decía que tenía sus cosas. Aunque su sueño romántico de Festival de Invierno no hubiera resultado como esperaba, seguían siendo las fechas mágicas. Había magia. En aquella época, Kalervo lo sabía bien, más que nunca.

Con su bolsa de la tienda de zapatos, se paró delante de un árbol adornado con luces. Una estrella dorada brillaba, luminosa, arriba del todo. Cerró los ojos fuertemente y pidió su deseo.

Cuando abrió los párpados, la calle seguía llena de gente. Un orco en un mamut le empujó y le hizo tambalearse hacia el árbol, recibiendo una mirada asesina del elfo en premio a su falta de modales.

- He gastado mi deseo en Lazhar, ahora espero que merezca la pena. Si no, habría pedido que desapareciera una poca gente molesta del mundo - murmuró para sí, arrugando los morritos y recuperando su paso ligero a lo largo de la calle ancha.

Pronto obtuvo su respuesta.

Se paró en seco, abriendo mucho los ojos y sintiendo que el corazón se le paraba en el pecho. Miró al cielo. "¡Gracias, gracias, estrella de invierno, por actuar tan deprisa!", pensó, empujando el aire hacia sus pulmones y sintiendo que le flaqueaban las piernas. Se le hizo un nudo en la garganta y le temblaron las manos, mientras sus sentimientos se debatían entre las ganas de llorar y las ganas de dar locos saltos de alegría.

Porque aquel perfil que se recortaba a pocos metros, en la puerta del Salón Juego de Manos, era inconfundible. Cabellos rojos como el fuego, mal cortados y revueltos, nariz recta y mandíbula poderosa, barba pelirroja que necesitaba un afeitado urgente y dos ojos grises que miraban alrededor, como si buscaran a alguien.

- Ay mami - murmuró el chico, agarrándose al arbolito - Ay mami.

No le dio tiempo a componer una expresión más digna que la de sorpresa absoluta, y así fue como le vio Lazhar cuando sorprendió su figura medio oculta por el árbol decorado. Y si Kalervo hubiera tenido otros planes al respecto, como salir huyendo o fingir con convicción ser otra persona, cuando los labios de Lazhar se curvaron y aquella sonrisa ancha y espléndida brilló con más fuerza que las luces de las fiestas, toda otra pretensión se convirtió en humo. Salió de su tonto escondite y avanzó, incapaz de resistirse a aquella luz, devorando la distancia que le separaba del paladín.

Otro transeúnte volvió a empujarle, y esta vez, Kalervo respondió con un furioso codazo. ¡Nadie iba a impedirle reunirse con su amor!

- ¡Lazhar! - exclamó, perplejo, al llegar frente a él.

El sonriente pelirrojo agitó la mano. Tenía la expresión más genuinamente alegre que le había visto en mucho tiempo.

- Kevo

- ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has... qué... cómo, cuándo?

Sin esperar a que respondiera, soltó la bolsa de la zapatería y le echó los brazos a la cintura, abrazándole con fuerza y conteniendo la inmensa alegría y las ganas de llorar. La risa suave de Lazhar le acarició los oídos. El mundo daba vueltas. Y sus tripas parecían haberse vuelto del revés. ¡Había sucedido! La estrella le había escuchado, y aunque Lazhar no le quisiera, al menos no como él lo hacía, estaba allí. Y eso era lo más maravilloso del mundo.

- Ya, ya - la manaza de Lazhar le palmeó la espalda con suavidad - Mi pie. Kevo. Mi pie.
- Uy

Kalervo dio un salto hacia atrás y miró hacia abajo. No se había dado cuenta hasta entonces que Lazhar tenía una pierna vendada y se apoyaba en un bastón. La sorpresa y la emoción dieron paso a la preocupación.

- ¡Pero qué te ha pasado! - exclamó.

El paladín frunció el ceño, desvió la mirada con cara de circunstancias y le hizo un gesto hacia el Salón Juego de Manos, gesticulando con la derecha.

"Te cuento. Te estaba buscando. Dalaran muy grande"

- Sí, sí, claro, vamos a entrar. ¡Pero estás herido!

Kalervo siguió a Lazhar al interior de la posada, sin poder disipar la sorpresa y la gran felicidad de aquel reencuentro. Una vez dentro, cuando leyó en las manos de Lazhar la historia de cómo había recorrido Rasganorte a caballo para llegar a Dalaran mientras comían en una de las pequeñas mesas de cristal, a aquellas sensaciones se les unió la culpa.

- ¡Pero estás loco! ¿Cómo has hecho algo así? Podía haberte sucedido algo terrible, Lazhar. Rasganorte es muy peligroso. ¡Debiste pedir a un mago que te hiciera un portal, si querías venir!

Lazhar se encogió de hombros, no se le había borrado la sonrisa.

"El mago que conozco no estaba"

Kalervo suspiró y agachó las orejas, apoyando la cara entre las manos y sorbiendo su zumo azul por una pajita rosa y enroscada. Lazhar había viajado hasta Dalaran por él. A pie. Bueno, en un caballo. Para ir a buscarle. Meneó la cabeza, pensativo.

- ¿Por qué has venido? - se atrevió a preguntar. Alzó la mirada hacia él, con un brillo de esperanza en la mirada.

Lazhar sin embargo, apretó los labios, frunció el ceño y gesticuló, muy serio, sujetando un muslo de pollo con la otra mano.

"Hice una promesa. No voy a romper"

Kalervo negó con la cabeza.

- No quiero que te quedes conmigo vaya donde vaya porque hiciste una promesa.

El paladín arqueó la ceja, masticando. Le observaba como si quisiera entenderle y no lo consiguiera, pero para Kalervo era lógico y sencillo. ¡Estaba enamoradísimo de Lazhar! Le quería. Y no le gustaba la idea de que él permaneciese a su lado por no desdecirse de sus palabras, y aunque en su corazón sabía que no se trataba sólo de eso, de no romper la palabra dada, para él no era suficiente. Kalervo era empírico. No le bastaba con tener impresiones, necesitaba oírlo. Más bien, leerlo en sus manos.

- Yo ahora me voy a quedar en Dalaran, Lazhar. Estoy estudiando mucho para ser un buen mago - dijo, tratando de sonar decidido - Saldré por los portales para seguir buscando una manera de curarme las pesadillas y la enfermedad.

"Yo contigo", signó el pelirrojo con toda naturalidad.

- No quiero que te quedes sólo porque prometiste.

Lazhar dejó de masticar y le miró, meneando la cabeza. Luego se inclinó sobre la mesa, y moviendo los dedos de la mano izquierda, le dio a Kalervo la chispa que necesitaba. Lo único que necesitaba, en realidad, para sentirse seguro y capaz de cualquier cosa.

"No sólo promesa. Quiero estar contigo. Juntos siempre mejor todo"

Kalervo parpadeó y se quedó mirándole la mano. Su corazón volaba en un trineo con cascabeles, tirado por renos de nariz roja. Los dedos de Lazhar siguieron dando forma a sus palabras. El paladín había dejado de comer y le miraba con seria gravedad.

"Te hice llorar. No sé que pasó. Te hice daño y no quería. Espero me perdones. Siento mucho haberme portado así. Lo que hice. Y sobre todo haberte herido".

Kalervo asintió, negó y volvió a asentir.

- Te perdono, te perdono, ya te he perdonado. No me fui por castigarte... - tragó saliva, sin saber cómo explicar las cosas en aquel momento.

"Siento mucho todo"

Kalervo dio un sorbo a su pajita y miró al enorme y apuesto elfo a través de las espesas pestañas. Lazhar parecía seriamente arrepentido, y si bien eso era como un bálsamo para él que borraba todos los fantasmas, era consciente de que, en una parte, el pelirrojo estaba muy equivocado. En su carta le había escrito cosas muy turbias sobre que se había aprovechado de él y otras tonterías que Kalervo no conseguía entender. Y aquellas disculpas que ahora le dirigía, no eran sólo por haberse marchado de la habitación, no. No eran por eso ni por la reacción de Kalervo, también se disculpaba por haberle besado como lo hizo.

Y sin poder evitarlo, el joven arcanista Kalervo Alher Fel'anath parpadeó afectadamente y esbozó una sonrisilla equívoca, mirando hacia otra parte con cierta timidez, mientras sentía el calor subir a sus mejillas.

- Ya te perdoné. Pero yo no lo siento por todo.

Cuando dijo aquello, la expresión entre embobada y sorprendida de Lazhar le resultaron completamente fuera de lugar. Si hubiera sabido a qué se debía, probablemente Kalervo se hubiera sentido halagado. Pero en aquella sala no había espejos. Kalervo no podía verse, así que no era consciente de que en ese momento no tenía nada que envidiarle a una corista seductora, con las piernas cruzadas y la pose lánguida, el pestañeo coqueto y los labios brillantes de zumo.

Para él, el mundo era mucho más sencillo. Las cosas sucedían de manera sorprendente, y aquel día, la estrella de invierno le había concedido su deseo. No pensaba desaprovecharlo.

Puede que sus planes de pescar a Lazhar con muérdago al principio de las fiestas no hubieran salido bien, pero el paladín estaba allí, había venido por él. Y ese era un buen motivo para mantener la esperanza y seguir alimentando el fuego.

viernes, 15 de octubre de 2010

XXXII - El príncipe está triste

La hermosa ciudad de Dalaran. Sus altas torres blancas, sus preciosos tapices, las maravillosas vidrieras, el adoquinado de las calles... ah, la hermosa ciudad de Dalaran. Sus tiendas con amables dependientes, el refinado Salón Juego de Manos, sus luces violetas y azules que iluminaban la noche. Mientras Kalervo Alher Fel'anath paseaba por ella, se le revolvía el estómago de ver tanta belleza, lo bonito le hacía daño en su sensible corazón, herido por la incomprensible mecánica del rechazo y la depresión amorosa.

El mal de amores, tal y como sabía por los libros que había leído y ahora por propia experiencia - aunque no estaba seguro al cien por cien, dado que era su primer contacto con estos sentimientos y no tenía una referencia empírica en base a la que sacar conclusiones - tenía una serie de características terribles, a la par que incómodas. Falta de apetito, falta de sueño, angustia permanente, sentimiento de gusano, dificultades de orientación, apatía y una emoción difícil de definir que hacía parecer que su interior se había convertido en un erial vacío, como si le hubieran arrancado de cuajo el corazón y en su lugar solo quedara un agujero seco. Una de ellas era el hecho de que todo lo bonito, cuando tenías mal de amores, te parecía triste.

La noche en que Lazhar le besó para luego alejarse asqueado, cuando no pudo soportar más la soledad y la culpa, el miedo terrible, Kalervo había dejado una nota de despedida y se había aferrado a su piedra de hogar, huyendo al único lugar donde podía hacerlo. Y Dalaran le había dado, como siempre, la bienvenida. Pero la tristeza y la angustia habían venido con él hasta aquí, y cada día que pasaba se volvían más amargas y desalentadoras.

Por eso, el arcanista paseaba con aspecto herido abrazando sus libros y sorbiéndose la nariz, conteniendo las lágrimas y escoltado por Rowan y Herbert, que prácticamente le habían empujado fuera de la habitación para que respirase aire puro y le diera un poco el sol y el arcano.

¡Ah, la hermosa ciudad de Dalaran! ¡Las preciosas flores con las que se engalanaba el cabello cuando su corazón era una limpia primavera! ¡Las sonrisas de los comerciantes que le traían el reflejo de aquella otra sonrisa, la que nunca volvería a resplandecer para él! En estos momentos sólo deseaba tenderse en un prado solitario y regar toda la belleza del mundo con sus lágrimas, mientras los rayos de sol besaban el ramaje de los árboles y permanecer así hasta que las nieves del invierno le cubrieran.

- Tomaremos un helado - determinó Herbert. - El azúcar es bueno para la depresión.
- No está deprimido, lo que tiene se llama calabazas. - apuntó Rowan.
- ¿En qué te basas? Supongo que en la experiencia.
- No seas memo, a mí nunca me han dado calabazas. A menos que cuente como eso la ocasión en la que raspé el aprobado en teorías ley.
- De todos modos, el helado se ha demostrado efectivo para todos los casos de desánimo, especialmente el de chocolate.

Kalervo miró hacia atrás, con gesto fúnebre y algo irritado. Se detuvo y se volvió a mirarles, lívido. Una extraña furia creció en su corazón, subiendo, subiendo, subiendo, como agua puesta a hervir.

- Agradezco vuestra preocupación y el esfuerzo que os tomáis en mostrarme apoyo. Pero quiero estar solo. - soltó, tajante. - No entendéis un pepino, sois como cotorras empíricas que no paran de parlotear y creen tener la solución a todos los problemas, que me arrastran a la calle, ¿para qué? ¿Para que observe cómo la hermosura se convierte en dolor al mirarla a través del prisma de los cristales rotos de mi corazón destrozado? ¿Para que recuerde que soy como esta estúpida ciudad flotante sin suelo debajo y con sólo el cielo encima, abandonado a mi suerte y perdido en desolados eriales tras haberse calcinado la esperanza de un amor? ¿Creéis que voy a recuperar mi natural alegría de vivir, mi maravillosa agudeza y el gusto por los colores vivos a base de azúcar, charlas amigables y compras descontroladas en las tiendas de zapatos? No tenéis ni idea, ¡Ni idea! de cómo me siento, y no, esto NO va a arreglarse con un estúpido helado de chocolate.

Rowan y Herbert se habían quedado inmóviles, contemplándole con los ojos muy abiertos y la mayor cara de perplejidad que nunca habían esbozado; ni siquiera ante las teorías descabelladas de las realidades paralelas se habían sentido tan golpeados como entonces. Ambos se miraron y miraron a Kalervo.

- Dejadme solo - dijo él.
- Ni hablar - respondió entonces Herbert, serio, dando un paso adelante. - Escucha, Kalervo, puede que... bueno no, puede no. No tenemos ni idea de esas cosas de amores.
- Yo sí - apuntó Rowan.
- Bueno, Rowan sí, ha leído algunos libros al respecto. Pero lo que queremos decirte es que aunque no sepamos qué hacer, queremos ayudarte.
- Sí. No queremos que te sientas solo, ni que lo estés. Te pondrás más triste.
- Déjanos hacerlo.

Kalervo apretó los labios y sorbió por la nariz. Le estaban esperando. Habían dejado sus libros y se habían preocupado por él... y es verdad que estaba muy asustado. ¿Qué sería de él si la tristeza le engullía por completo? Aunque no tuviera futuro, aunque todo se hubiera derrumbado y la sonrisa de Lazhar jamás volviera a iluminar su vida...

¿Acaso iba a tirar por la borda todo lo que él le había dado, todo lo que había significado, rindiéndose otra vez?

Le tembló el labio y se secó las lágrimas que habían roto finalmente, empapándole las mejillas. Estaba herido y el universo entero parecía haber perdido el sentido, había perdido algo brillante y dorado que nunca había soñado que pudiera tener. Sí, todo eso era verdad. Pero también que había tenido grandes cosas, cosas maravillosas. También lo era que había perdido por completo la capacidad de dejar de creer... en algo. En que aún podía valer la pena seguir. Sólo por el recuerdo de aquél que le había salvado una vez, eso no podía arrojarlo a la nada. Y ahí había dos personas que, si bien no eran lo que se dice una personificación de la empatía, estaban tendiéndole la mano en un momento de oscuridad.

Y aunque no sirviera de nada, ¿Acaso no había aprendido con Lazhar la lección más importante de su vida? ¿Acaso no le había enseñado él el valor de sujetarse a una mano ajena, de confiar, de dar una oportunidad a la vida para que fuera un poco menos amarga?

- ... vale, pero el mío con dos bolas y una guinda en cada una - murmuró.

Rowan y Herbert se miraron, sonriendo fugazmente, y le cogieron del brazo, llevándole a través de la ciudad como a un príncipe triste o una dama lánguida, mientras Kalervo se esforzaba en mantener la cabeza alta y caminar dignamente en su pesar. El quel'dorei le miró, era más alto que él y siempre era acogedor, desde el primer día. Su sonrisa amistosa le cruzó el rostro un momento.

- Si quieres, nos puedes contar todo esto del mal de amores y de ser colado.
- Nos esforzaremos en entenderlo.
- Y no te daremos la lata.
- Eso también.
- Veréis - empezó él, suspirando - ¿Nunca os ha pasado que, al caminar por la calle y ver pasar a alguien, sin saber por qué, sentís una fuerte impresión y os giráis para mirarle? ¿Nunca os ha pasado que, al conocer a una persona, de repente no sabéis que decir y pensáis que es un sueño hecho realidad, se os seca la boca y sólo podéis contemplarle como tontos? ¿Nunca habéis sentido como si un ejército de kodos pasara en tropel sobre vuestro corazón? ¿Habéis oído hablar del amor a primera vista?


Las tres figuras se perdieron entre la muchedumbre, camino del puesto de dulces. Dos estudiantes de la Academia de Artes Arcanas, con la toga púrpura del Kirin Tor escoltando a otro más bajito y delgado, tomados de los brazos y disertando sobre cosas aún mas complicadas que la evocación abisal. Sus sueños, sus deseos y sus sentimientos se tejían con todos los demás, los de aquellos aventureros que recorrían la hermosa, tan hermosa ciudad de Dalaran con sus pesares y sus alegrías, sus batallas y sus recuerdos, sus triunfos y sus derrotas a cuestas.


Entretanto, a muchas leguas de distancia, un paladín pelirrojo cabalgaba desesperadamente a través de vastas llanuras de hielo y nieve, guiándose con mapas y estrellas, clavando las espuelas en su corcel invocado. No le importaba el frío ni el cansancio, tampoco el hambre, que aplacaba sin detenerse, comiendo sobre la montura las lonchas de jamón en salazón que había conseguido al llegar a Rasganorte. Nunca había visto la Ciudad Violeta, ni las frías tierras del norte, pero mientras la distancia se volvía sólo una circunstancia bajo los cascos del destrero, todas las maravillas del Norte pasaban ante sus ojos sin significado.

Tenía una promesa que cumplir, y no pensaba faltar a ella. No habría distancias ni mundos suficientes que pudieran impedírselo.