domingo, 12 de febrero de 2012

XXXV - El Favor de las Dríades (I)

En Desolace, el viento era húmedo cuando llegaba del mar y seco y polvoriento cuando soplaba desde el lado contrario. Cuando Kalervo apareció en la ensenada de arena blanca, miró al suelo para confirmar que la magia le había traído a donde quería llegar. Sonrió con un gesto de triunfo. ¡Ah, sí! Lo había conseguido. Se levantó un poco la toga para no llenarse de arena el repulgo y echó a andar hacia la poza lunar más cercana. Caminaba con el bastón de madera tallada a la espalda, el pelo pulcramente recogido y toda la decisión que había logrado reunir.

Y es que Kalervo Alher Fel'anath, aprendiz de Arcanista en la Ciudadela Violeta e icono de la moda entre las chicas (y algunos chicos) de su clase, se encontraba en Desolace por una razón de mucho peso. Una cuestión importante. ¡Un asunto de amor!

Todo empezó así:

Hacía ya más de un mes que Lazhar había viajado hasta Dalaran para quedarse con Kalervo. Al principio, el chico vivía en la residencia de estudiantes, pero como el paladín tenía la pierna herida, se había trasladado con él a la taberna de Juego de Manos para poder atenderle. Pese a ser un Paladín de la Luz y tener tan buena mano cuidando a los demás, Lazhar no tenía ni idea acerca de cómo cuidar de sí mismo. Olvidaba con frecuencia usar yelmo, iba en mangas de camisa en pleno invierno, no usaba protecciones bajo la armadura, detestaba las vendas, se negaba a ponerse mascarillas faciales y a veces se afeitaba las mejillas sin jabón. Para Kalervo, todas aquellas cosas constituían atroces atentados contra el civismo y la estética, y cuando Lazhar estaba enfermo o herido, la cosa se ponía peor. "Estoy bien", decía el elfo maduro cuando Kalervo le pillaba saliendo por la puerta. Solía levantarse pronto para ofrecerse como voluntario en la Cruzada o para ir a la herrería. O mas bien, esa era su intención. Pero el joven arcanista, cual perro guardián —cachorro en este caso— se plantaba delante suya y recurría a toda clase de tretas para hacerle volver a la cama o, por lo menos, convencerle de usar el bastón, no apoyar la pierna y sólo pasear. Regañaba, chantajeaba, fingía berrinches, mentía. Daba igual lo que tuviera que utilizar con tal de asegurarse de que, al regresar de la Academia, Lazhar seguiría estando entero y no habría hecho nada loco.

Y su pierna se curó, y Lazhar no hizo nada loco. Había asegurado a Kalervo que tendría más prudencia. Se había comprado un escudo y estaba trabajando en la Herrería. Se presentó a las pruebas para la Cruzada, pero no le admitieron. Y aunque aquello había desanimado un poco al guapo pelirrojo, pocos días después había decidido convertirse en el perpetuo escolta de Kalervo. En más de una ocasión le acompañaba a las prácticas con el Kirin Tor: Había viajado con él al Marjal Revolcafango, le había ayudado a eliminar alimañas del vacío, e incluso fue con él al interior del Templo Sumergido, donde habían conocido a un dragón verde cuya suerte hizo llorar a Kalervo y conmovió terriblemente a Lazhar. Aquel día, el paladín había consolado al joven mago, limpiándole lágrimas y mocos. Después le miró a los ojos y le bendijo, con sus grandes dedos sobre la frente blanca del muchacho. "Eres un buen chico", había signado el paladín.

Y Kalervo se lo creyó.

Y al creérselo, empezó a darle vueltas a su situación y a descubrir sentimientos nuevos.

Kalervo sabía que le debía mucho a Lazhar. ¡Qué demonios! Se lo debía todo. Él le había cuidado. Le había prometido una solución a su problema... ese problema del que a veces llegaba incluso a olvidarse: la tos, el malestar, la fiebre, los sueños extraños, la pérdida de conciencia, el sonambulismo. Los síntomas remitían poco a poco, la Luz de las bendiciones de Lazhar era una vibración casi constante en su corazón que parecía espantar todo lo demás. Él le había enseñado que había cosas que estaban bien y otras que estaban mal. Puede que a Kalervo le diera igual ese matiz y a veces no lo entendiera, pero sólo por no ver en sus ojos una mirada decepcionada, se esforzaba en cumplir con sus requerimientos morales. Sobre todo, él le había enseñado que no estaba solo. Que podía apoyarse en él y, poco a poco, encontrar su propia fuerza. Por todas estas cosas, Kalervo sentía una poderosa gratitud que no sabía como expresar en toda su medida. Y pensando, pensando... dio con una idea genial. Podría demostrarle a Lazhar cuán agradecido estaba hallando una manera de restaurar algo que Lazhar había perdido. La capacidad de hablar.

Para ser honestos, esto no era un asunto absolutamente generoso. Es cierto que Kalervo no dejaba de fantasear con el momento soñado en el que Lazhar le declararía su amor —cosa que Kalervo hacía todas las noches al meterse en la cama, imaginar eso hasta que se dormía — y le quedaba algo deslucida la escena si evocaba a un Lazhar mudo. ¿Cómo iba a decirle que le quería si no podía hablar? Imposible.

De este modo, el joven mago comenzó a investigar una manera de devolverle el habla al paladín. Y buscando y rebuscando, se dio cuenta de que no había demasiadas opciones. Preguntó a los médicos y le dijeron que podían coserle una lengua de vaca. Kalervo se negó y luego tuvo que ir a vomitar. Preguntó a los Renegados y le dijeron que podían implantarle la lengua de un muerto reanimada con nigromancia. "Eso si, no le garantizamos que la lengua siempre obedezca los deseos de su dueño. Es lo que tiene la reanimación". Kalervo se negó y tuvo que vomitar de nuevo. Preguntó a los sacerdotes y le dijeron que era voluntad de Belore. En esta ocasión, Kalervo no vomitó. Los goblins le ofrecieron construir una lengua mecánica a cambio de una suma desproporcionada de oro. Los trols le recomendaron beber sangre de trol para adquirir sus facultades regenerativas, y de nuevo tuvo que visitar el baño.

Finalmente, mientras una druida tauren le recetaba una hierba antiespasmódica para cortarle las nauseas después de tanta asquerosidad, dio con la solución.

—Los poderes de la Madre Naturaleza son curativos y regeneradores —explicó la tauren, con su tono sosegado y lento.

—¿Y pueden hacer crecer una lengua cortada? —preguntó Kalervo, entusiasmado.

—Los poderes de un druida normal no llegan tan lejos, joven Hijo del Sol —dijo la vaquita. Aquella tauren llevaba un par de años en Lunargenta, como enviada de Cima del Trueno. Era educada, aunque oliera a ganado y tuviera una mosca siempre posada en una de las orejas —. Sin embargo, hay otras criaturas en este mundo que están más ligadas a la Naturaleza. Su poder es mayor, y a veces, son capaces de obrar milagros.

—¡Justo lo que necesito! —exclamó Kalervo, incorporándose de un salto del diván en el que reposaba tras su último mareo —. ¿Qué criaturas son esas? ¿Dónde las puedo encontrar?

—Son los Guardianes del Bosque —respondió amablemente la druida— y también las dríades y sus compañeros. Algunos pertenecen a otras especies, a variadas formas. Los hay que se parecen a los árboles caminantes que custodian vuestro bosque ahí afuera, en Canción Eterna. Y otros son espíritus invisibles de la fertilidad y de todo aquello que crece. El guardián Remulos, por ejemplo, vive en el Claro de la Luna.

—Entonces iré allí —declaró Kalervo, muy seguro de sí mismo.

La vaquita ladeó la cabeza y mugió suavemente una negativa.

—No es muy buena idea, joven Hijo del Sol. Eres un mago, y a los druidas del Claro no les gustan los magos. No te dejarán pasar.

Kalervo hizo un puchero y miró a la tauren con cara de pena, esperando que la buena vaquita se apiadase de él y le resolviera el problema sin tener que esforzarse por sí mismo. Su treta resultó. No es difícil conmover a una tauren, y menos si es druida.

—¿Por qué no vas a buscar cerca de Maraudon? Las dríades de allí necesitan ayuda —le propuso, con una mirada afectuosa — y tal vez quieran escuchar tus demandas si les demuestras que eres amigo de todo lo que crece.

Kalervo, siendo honestos, no se consideraba "amigo de todo lo que crece". No es que no le gustara la verdura, pero no solía tener relaciones estrechas con las zanahorias o los puerros mas allá de comérselos, y las flores le gustaban, pero todavía no había aprendido a hablar con ellas. Cosa que para su sorpresa sucedería tiempo después. Pero a pesar de esto, la idea de la tauren le pareció acertada.

—¡Eso haré! Muchas gracias, señora vaca.

Y por eso estaba en Desolace. Había aprovechado sus buenas facultades para teletransportarse y que Lazhar estaba en la herrería para acercarse a comprobar lo que le había dicho la druida. Y efectivamente, cuando sus pasos le llevaron hasta la Poza Lunar, allí habia una dríade, guapísima, con su cuerpo de ciervo y sus hiedras en la cabeza, haciendo conjuros sobre el agua plateada. Al ver acercarse a Kalervo, la dríade se sobresaltó y le miró con grandes ojos almendrados.

Kalervo saludó alegremente y esbozó una sonrisa.

—¡Hola! No te asustes. Toma, traigo nueces y panal.

Aquellas palabras cambiaron por completo el semblante de la dríade, que le devolvió la sonrisa con cierta cautela y se acercó a pasitos cortos, observando al mago con curiosidad. Kalervo extendió la mano para mostrarle sus tesoros: unas cuantas avellanas y un trozo de panal rezumante de miel. Como era un chico listo, se había informado a fondo durante unos días, leyendo cuentos e historias, y había descubierto que a las criaturas feéricas y a los hijos de la naturaleza se les dejaban estos alimentos como presente cerca de los árboles.

—Hola. Gracias, eres muy amable.

La dríade cogió la merienda con la misma prudencia y se llevó una almendrita a la boca. Kalervo la miraba, extasiado. Las dríades eran muy bonitas, aunque alguna vez, en un arranque de ira arcana, había matado a una o dos. Ahora se arrepentía. Las personas tan bonitas —o cosas, o lo que fueran — no merecían ser exterminadas por enfados.

—Me llamo Kalervo. Soy un elfo.

—Yo me llamo Selendra. Soy una dríade.

El mago asintió con la cabeza. No podía quitarle los ojos de encima. La chica llevaba un sujetador de hojas y tenía los ojos verdes, despedían un suave resplandor dulce, muy distinto al brillo fosfórico de los elfos de sangre. Su pelo era genial; mechones verdes de apariencia sedosa salpicados de lianas vegetales, hojitas, flores y diminutas bayas. Se moría de ganas de tocarlo, pero la criatura no parecía muy segura aún, de modo que reprimió el impulso.

—¿Qué haces aquí, Selendra? —preguntó al fin.

La dríade, que estaba dando cuenta de los frutos secos, le observó con expresión cálida y confiada. Dar de merendar a un feérico siempre ayuda a ganarse su confianza con rapidez.

—Pues verás, mi misión en este lugar es mantener activa la Poza Lunar y buscar por la zona a alguien capaz de enfrentarse al mal que mora en el interior de las Cavernas Sagradas.

Kalervo arrugó la nariz y la miró con curiosidad.

—¿Mora un mal? Cuéntame eso. A lo mejor puedo ayudarte.

Selendra sonrió y le relató la historia en pocas palabras.

—Verás, nosotros tenemos un santuario en Sierra Espolón. Yo vengo de allí —dijo animadamente la muchacha ciervo, lamiéndose los dedos —. Vine junto con mi hermana Cavindra a buscar a Celebras, otro hermano nuestro, y a llevarnos los restos de Zaetar al Santuario.

—¿Quién es Zaetar? —interrumpió Kalervo.

El rostro de Selendra se ensombreció.

—Zaetar es uno de los hijos de Cenarius, y hermano de Remulos. Fue... asesinado por los centauros.

—Uy vaya, lo siento.

—En el interior de las cuevas habita una criatura malvada, la Princesa Theradras.

—¿Una princesa? —preguntó Kalervo, interrumpiendo de nuevo —espera, espera. ¿Cómo que malvada? Eso debe ser un error, en ningún cuento las princesas son malvadas. Las malas son las brujas. Las princesas llevan vestidos rosas, gorros de cucurucho con un velo y están en apuros.

—Pues esta no —declaró Selendra, compungida—. Esta es una criatura gorda hecha de piedra y bastante fea. Los centauros son sus hijos, suyos y de Zaetar. Él se unió a ella, abandonando su deber como Guardián y renunciando a todos los dones que se le habían otorgado, y de su unión nacieron los centauros. Los centauros asesinaron a Zaetar y ahora, las cuevas están enfermas, corruptas, y Zaetar no descansa en paz.

Kalervo agitó las orejas. Aquella historia era una verdadera novela de pasiones: Un Guardián de Cenarius de esos, algo así como un dríado, se había liado con una princesa gorda hecha de piedra y habían tenido como hijos a los centauros, que posteriormente habían matado a su propio padre. ¡Fascinante!

—¿Así que queréis recuperar los restos de Zaetar?

Selendra asintió con la cabeza.

—Si, y también librar las Cavernas de la corrupción. Pero para eso necesitamos la ayuda de algunos héroes. Nosotros solos no podemos. Entrar ahí es horrible para una dríade, la corrupción de la vegetación y del agua nos afecta tanto que termina desquiciándonos.

Kalervo se quedó mirando a la chica de nuevo y finalmente, agitó una oreja, irguiéndose con seriedad.

—Pues yo también necesito ayuda. He venido a buscar solución para el problema de un amigo mío.

—¿Qué le pasa? —preguntó Selendra.

—Es un gran paladín de la Luz. Le encerraron en un calabozo durante un año y le cortaron la lengua para que no pudiera hablar —explicó Kalervo con mucha gravedad, porque las cosas épicas y trágicas que le habían sucedido a Lazhar a él le parecían, lógicamente, las más importantes del mundo después de las suyas —. Él había descubierto que otros elfos estaban haciendo cosas malvadas y quería denunciarlo y luchar para detenerles. Pero le descubrieron y le hicieron eso. Y yo quería curarle la lengua para que pueda volver a hablar, porque es la mejor persona del mundo y me ha enseñado que hay que ayudar a los demás y que si todos lo hacemos, el mundo es un sitio mejor para todos.

Selendra sonrió más ampliamente con estas declaraciones. Bien, Kalervo lo pensaba en parte, pero también estaba echándole algo de teatro para convencer a la dríade. Y le salió bien.

—Pues tu amigo paladín tiene razón. Ayudando a otros, nace la gratitud y la gratitud es un sentimiento puro y bueno. Si te ayudo, ¿tú me ayudarás?


—Iba a preguntarte lo mismo —dijo el mago.

Ambos sonrieron.

—¡Muy bien! Pues ven, quédate conmigo mientras termino con los rituales de la Poza de la Luna y después te explicaré lo que podemos hacer.

—Trato hecho.

Kalervo chocó los cinco con la dríade y se sentó en el borde de la poza, mirando hacia el mar. Mientras Selendra terminaba con sus ritos, él se preparó para lo que fuera que le deparase aquella aventura. Hacía mucho tiempo que no tenía una aventura él solo y no sabía como podría terminar, pero curiosamente, no tenía miedo.

Iba a hacer esto por Lazhar. Y esa determinación le convertía, de manera excepcional, en una persona valiente.