miércoles, 17 de febrero de 2010

XVI - El Héroe en la Ciudad de la Muerte

Hay quien dice que el destino mueve sus hilos sin que nos demos cuenta, llevándonos por caminos que creemos haber escogido cuando en realidad sólo estamos cumpliendo con un plan previamente trazado, solo para nosotros. Otros piensan que el destino no existe y todo cuanto hacemos es producto de nuestras decisiones y sus consecuencias, con el suave aderezo incognoscible del azar. Si fue éste o el destino el que propició las circunstancias para que el joven Kalervo Alher Fel'anath y el adepto caballero de sangre Lohengrin se encontraran aquella tarde en aquel bosque, realmente no tiene la menor importancia.

Había sido enviado el mago a través de un portal a uno de los Ziggurats que se posicionaban junto a la Cicatriz Muerta, con una faltriquera de viales vacíos para obtener muestras de las calderas y ni la menor señal para ser identificado por los cultistas una vez llegara allí. Le habían enviado a la muerte y lo sabía bien, y sin embargo, no tenía en aquel momento la menor apetencia de abandonar su estatus como ser vivo. Sentado sobre la hierba, observaba la faltriquera y la Cicatriz, meditando sobre sus alternativas. Tenía demasiado miedo para escapar, y recordaba bien las amenazas que le habían repetido hasta el hastío en la Torre del Archimago y, más tarde, en Scholomance. Así que tal vez debería tomar aquellas muestras por la fuerza y regresar por su propio pie al lugar que era ahora su cárcel y su hogar. ¿Qué otra opción le quedaba? Fue entonces cuando el joven caballero de sangre apareció, amable y marcial, y se ofreció a acompañarle, haciendo gala de una inocencia dadivosa muy propia de las gentes sencillas.

- ¿Os dirigís a la Ciudad de la Muerte? - inquirió el caballero tras las presentaciones. Kalervo asintió con naturalidad, y el elfo fibroso no indagó más al respecto. - Yo también voy allí. Será mejor que me acompañéis, mago. No es lugar donde internarse solo.
- ¿Como sabéis que soy mago? - preguntó el jovencito, saltando tras el fornido guerrero con la toga arremangada.
- Por vuestro atuendo.

La simplicidad del elfo de cabellos color miel le hizo sonreír. Le recordaba en cierto modo a alguien que había conocido tiempo atrás y a quien jamás olvidaría, aunque estaba convencido de que nunca volvería a verle... y de que eso era lo mejor.

Avanzaron a lo largo de la Cicatriz. Esqueletos y zombis sucumbían a golpe de espada y magia sagrada, los cuerpos marchitos caían al suelo enroscándose como larvas desecadas. Durante el penoso camino hacia la ciudad negra, apenas elevó el mago algún conjuro menor, no por miedo sino por la vaga esperanza infantil de no incurrir en la ira de aquellos a quienes ahora su vida pertenecía. El buen Lohengrin apenas le dirigió una mirada de extrañeza al darse cuenta de este detalle, sin embargo no le hizo el menor reproche, pensando quizá que el mago estaba asustado o que no era lo bastante poderoso para hacer frente a aquellos enemigos.

- ¿Habéis estado aquí alguna vez? - preguntó el chico, contemplando las siniestras puertas y los espectros que las guardaban.
- Alguna.
- ¿A qué habéis venido?
- A liberar a los prisioneros.

Kalervo arqueó una ceja. Iba a preguntar a qué prisioneros se refería cuando el caballero ya se había arrojado sobre las terribles nerubian y los fantasmagóricos guardianes de aquel lugar maldito. En aquella ocasión supo que tendría que luchar, y sus invocaciones resonaron ahogadas entre los muros de piedra oscura.

- ¡Anfael tinve'aglantur! - se escuchaba la voz infantil, que pese a su tono suave y delicado parecía reverberar con un extraño eco.

Tras largo tiempo sin pelear, sin llamar a su infalible aliada, la magia volvió a chispear por sus venas, entibiando la sangre y revitalizándole de alguna manera. Era el beso mentolado y la caricia picante los que de nuevo le visitaban, y cuando las criaturas cayeron, abatidas, se sintió fuerte y capaz. Sonrió el caballero y él le devolvió la sonrisa, señalando a los cultistas que se apiñaban en los calderos."Si quieren muestras, las van a tener".

- ¿Me ayudas con esos? - preguntó - Tengo que abrir las calderas.
- Liberemos antes a los prisioneros. El tiempo no corre a su favor - replicó el caballero, dirigiéndose a una construcción que se alzaba con grotescas formas.

El aire denso, casi irrespirable, le picaba en la garganta. Algunas motas brillantes flotaban en el aire, y el mago apartó la vista cuando entraron al torreón y Lohengrin se acercó a un joven elfo encadenado a una mesa de piedra. Se tapó los oídos para no escuchar hablar a la víctima mientras el caballero la reanimaba con un brebaje y la liberaba de sus ataduras. Al verle salir por su propio pie, tambaleándose, no le cupo la menor duda de que el elfo liberado encontraría la muerte en un intervalo de seis a doce minutos. Solo, sin armas en un lugar así y debilitado. Miró de reojo a Lohengrin, evaluando la fina barrera entre la bondad y la necedad y sopesando lo inútil que puede llegar a ser un acto justo. Sin embargo, el caballero parecía satisfecho.

- Hay cinco más encerrados en alguna parte...
- Muy bien, muy bien. Vamos a abrir eso y enseguida les socorremos.

Lohengrin cedió al fin, y Kalervo pudo obtener sus muestras.

¿Por qué no se marchó? Es difícil de decir. Quizá fue el estallido luminoso que vieron fulgurando en la entrada de las criptas, que de alguna manera le alarmó, o tal vez el asomo de un sentimiento de gratitud y compromiso hacia Lohengrin. Pero cuando el caballero corrió hacia el lugar, sólo tardó unos segundos en chasquear la lengua y seguirle. Al fin y al cabo, ¿quién sabe qué cosas absurdas podía hacer sin él? Conocía lo suficiente a los guerreros de la Luz para saber que muchas veces actuaban sin la menor racionalidad y de un modo absolutamente impulsivo y tonto, y que todos ellos eran de lo más incapaces sin un mago cerca.

- ¡Esperaaaaaaa! - exclamó, bajando las escaleras a trompicones, con la toga a rastras.

Llegó a tiempo para descargar una oleada de misiles sobre la criatura esquelética a la que Lohengrin combatía con tesón, y un sello brillante terminó por desmontar al terrible ser, que cayó al suelo en un montón de huesos. Y entonces Kalervo tomó aire, dispuesto a reprochar algo al elfo de cabellos claros. Y al mirarle, vio la enorme figura que se debatía semi inconsciente, encadenada en la pared y consagrando el suelo debajo de sí con desesperación convulsa, con el rostro cubierto por una mata de pelo rojo como el fuego.

Se detuvo el tiempo y el suelo se volvió sólido y aterradoramente real bajo sus pies. Un estallido de felicidad indecible se confundió en su alma con la ira más violenta que jamás había sentido, que le llevó a apretar los puños y los dientes, temblando, con las lágrimas corriendo por las mejillas.

- Tranquilo amigo - decía Lohengrin, resollando mientras golpeaba los grilletes con la espada - Ahora estás a salvo. Enseguida te sanaré.

Las voces del Archimago, de la instructora Malicia, del Decano Gamling, rebotaban en el cerebro del pequeño mago, insidiosas y malévolas. Sus rostros giraban como visiones espectrales ante sus ojos, y ascendió las escaleras, sintiendo la asfixia anudada en su garganta y el ardor virulento de una llama en su pecho. "¿Qué es lo que he hecho? ¿Qué he estado haciendo todo este tiempo?"

Se plantó en el suelo, jadeante, llevándose las manos a la cabeza y sollozó, levantando el rostro al cielo. La magia bullía en su interior, se enredaba en la punta de sus dedos, chispeando, pugnando por estallar.

- ¡DIJISTEIS QUE NO LE HARIAIS DAÑO! - gritó, estrellando los viales contra el suelo.

Dos nerubian se volvieron hacia él, y una banshee se acercó, flotando en el aire infecto. Les miró, sin arredrarse. El miedo ya no existía. No sentía el menor temor, ni siquiera el racional que debería ayudarle a preservar su vida. Sólo furia y rabia, y un odio profundo que le quemaba por dentro. Porque era Lazhar el Bravo el que yacía encadenado y medio muerto en esa cripta, y aquello le había incendiado hasta el punto de convertirle en un ser tan impulsivo, irracional y tonto como un paladín.

- Os mataré a todos - dijo el arcanista, con el semblante lívido. Sus ojos se encendieron con un destello turquesa. Y silbó el viento abisal, y la energía electrificante vibró.

Y se desató la Magia.

XV - El siniestro ser flotante

El laboratorio apestaba a putrefacción y líquido de embalsamar. Los hombres y mujeres de diversas razas se apiñaban en la puerta, entre las velas verdosas y los tubos de ensayo, contemplando a aquella criatura que dominaba la sala, flotando entre sus ropajes extraños y con el rostro descarnado. Malicia hablaba con voz suave, casi adormecedora.

- Entre los especímenes que podemos alzar, nos encontramos con una gran variedad - comentaba - con diferencias cualitativas que dependen del estado de la muestra. Cualquiera puede levantar un zombi sin cerebro, ¿verdad? Sin embargo, los especímenes más especiales, con mayor capacidad de raciocinio y un estado físico inmejorable, requieren de un proceso mucho más complejo.

Kalervo no podía apartar la vista de aquel siniestro ser flotante que parecía observarle desde el fondo de la habitación rectangular, mientras hacía flotar un vial de cristal en torno a sí. Los estudiantes y la instructora parecían sentir una peculiar reverencia hacia él, pero en su caso sólo le provocaba asco y miedo.

- Solo la magia excepcional de nuestros honorables superiores, además de un trabajo exhaustivo de alquimia reanimadora son capaces de obtener este tipo de resultados. Pero la materia prima también es importante: especímenes frescos, con almas subyugadas y capacidades altas en vida darán lugar a un resultado mucho más favorable.

¿Especímenes frescos? Kalervo volvió la mirada hacia la mesa de trabajo en torno a la cual se movía la abyecta criatura. Una figura blanca e inerte yacía sobre la superficie pulida, como un trozo de carne esperando ser troceada en el matadero. Cuando la instructora guardó silencio, llegó a sus oídos una suerte de gorgoteo espectral y la mano pálida que colgaba de la mesa se agitó con un temblor repentino, mientras el Lich dejaba que sonaran algunas palabras susurrantes, extrañas, y una nube púrpura de Sombras se enredaba entre sus dedos huesudos. Y entonces la carne sobre la mesa gritó. Un aullido estremecedor, sobrehumano, de puro pánico y sufrimiento inundó el salón, y la figura comenzó a convulsionar violentamente.

- No todos son adecuados - prosiguió la mujer, ajena a aquel sonido espeluznante - y los resultados siguen siendo impredecibles. Pero hasta los fracasos son triunfos en nuestra Escuela, todo tiene una utilidad y puede ser aprovechado. La carne sirve para alimentar a otras criaturas, se pueden ensamblar algunas piezas del cuerpo y potenciarlas con fuerza superior, o dejar el especimen reducido a un esqueleto alzable y listo para ser recompuesto.

Kalervo, pálido, tenía los dedos cerrados sobre la tela de la toga y se sentía incapaz de respirar. Ella siguió hablando, pero sólo podía prestar oídos a aquellos chillidos desesperados y los movimientos espasmódicos de la criatura. La garra blanca del lich, que giraba alrededor de la mesa, se hundió en el pecho del cadáver animado y una bruma helada les cubrió a ambos. Los gritos se acallaron y la carne dejó de agitarse.

- Sigamos.

La dama hizo una reverencia y los estudiantes se inclinaron respetuosamente ante la criatura. Kalervo se dio la vuelta, temblando, y les siguió al exterior del siniestro sótano, con el pánico pegajoso pegado a la garganta y conteniendo las náuseas. Se volvió una sola vez para contemplar al siniestro ser flotante, y a la deforme criatura que se incorporó en la mesa de operaciones, con una mirada vacía y la mandíbula desencajada en una mueca de terror que sería borrada por la descomposición de la carne una vez los líquidos embalsamadores hubieran dejado de fluir por su nariz y orejas.