viernes, 15 de octubre de 2010

XXXII - El príncipe está triste

La hermosa ciudad de Dalaran. Sus altas torres blancas, sus preciosos tapices, las maravillosas vidrieras, el adoquinado de las calles... ah, la hermosa ciudad de Dalaran. Sus tiendas con amables dependientes, el refinado Salón Juego de Manos, sus luces violetas y azules que iluminaban la noche. Mientras Kalervo Alher Fel'anath paseaba por ella, se le revolvía el estómago de ver tanta belleza, lo bonito le hacía daño en su sensible corazón, herido por la incomprensible mecánica del rechazo y la depresión amorosa.

El mal de amores, tal y como sabía por los libros que había leído y ahora por propia experiencia - aunque no estaba seguro al cien por cien, dado que era su primer contacto con estos sentimientos y no tenía una referencia empírica en base a la que sacar conclusiones - tenía una serie de características terribles, a la par que incómodas. Falta de apetito, falta de sueño, angustia permanente, sentimiento de gusano, dificultades de orientación, apatía y una emoción difícil de definir que hacía parecer que su interior se había convertido en un erial vacío, como si le hubieran arrancado de cuajo el corazón y en su lugar solo quedara un agujero seco. Una de ellas era el hecho de que todo lo bonito, cuando tenías mal de amores, te parecía triste.

La noche en que Lazhar le besó para luego alejarse asqueado, cuando no pudo soportar más la soledad y la culpa, el miedo terrible, Kalervo había dejado una nota de despedida y se había aferrado a su piedra de hogar, huyendo al único lugar donde podía hacerlo. Y Dalaran le había dado, como siempre, la bienvenida. Pero la tristeza y la angustia habían venido con él hasta aquí, y cada día que pasaba se volvían más amargas y desalentadoras.

Por eso, el arcanista paseaba con aspecto herido abrazando sus libros y sorbiéndose la nariz, conteniendo las lágrimas y escoltado por Rowan y Herbert, que prácticamente le habían empujado fuera de la habitación para que respirase aire puro y le diera un poco el sol y el arcano.

¡Ah, la hermosa ciudad de Dalaran! ¡Las preciosas flores con las que se engalanaba el cabello cuando su corazón era una limpia primavera! ¡Las sonrisas de los comerciantes que le traían el reflejo de aquella otra sonrisa, la que nunca volvería a resplandecer para él! En estos momentos sólo deseaba tenderse en un prado solitario y regar toda la belleza del mundo con sus lágrimas, mientras los rayos de sol besaban el ramaje de los árboles y permanecer así hasta que las nieves del invierno le cubrieran.

- Tomaremos un helado - determinó Herbert. - El azúcar es bueno para la depresión.
- No está deprimido, lo que tiene se llama calabazas. - apuntó Rowan.
- ¿En qué te basas? Supongo que en la experiencia.
- No seas memo, a mí nunca me han dado calabazas. A menos que cuente como eso la ocasión en la que raspé el aprobado en teorías ley.
- De todos modos, el helado se ha demostrado efectivo para todos los casos de desánimo, especialmente el de chocolate.

Kalervo miró hacia atrás, con gesto fúnebre y algo irritado. Se detuvo y se volvió a mirarles, lívido. Una extraña furia creció en su corazón, subiendo, subiendo, subiendo, como agua puesta a hervir.

- Agradezco vuestra preocupación y el esfuerzo que os tomáis en mostrarme apoyo. Pero quiero estar solo. - soltó, tajante. - No entendéis un pepino, sois como cotorras empíricas que no paran de parlotear y creen tener la solución a todos los problemas, que me arrastran a la calle, ¿para qué? ¿Para que observe cómo la hermosura se convierte en dolor al mirarla a través del prisma de los cristales rotos de mi corazón destrozado? ¿Para que recuerde que soy como esta estúpida ciudad flotante sin suelo debajo y con sólo el cielo encima, abandonado a mi suerte y perdido en desolados eriales tras haberse calcinado la esperanza de un amor? ¿Creéis que voy a recuperar mi natural alegría de vivir, mi maravillosa agudeza y el gusto por los colores vivos a base de azúcar, charlas amigables y compras descontroladas en las tiendas de zapatos? No tenéis ni idea, ¡Ni idea! de cómo me siento, y no, esto NO va a arreglarse con un estúpido helado de chocolate.

Rowan y Herbert se habían quedado inmóviles, contemplándole con los ojos muy abiertos y la mayor cara de perplejidad que nunca habían esbozado; ni siquiera ante las teorías descabelladas de las realidades paralelas se habían sentido tan golpeados como entonces. Ambos se miraron y miraron a Kalervo.

- Dejadme solo - dijo él.
- Ni hablar - respondió entonces Herbert, serio, dando un paso adelante. - Escucha, Kalervo, puede que... bueno no, puede no. No tenemos ni idea de esas cosas de amores.
- Yo sí - apuntó Rowan.
- Bueno, Rowan sí, ha leído algunos libros al respecto. Pero lo que queremos decirte es que aunque no sepamos qué hacer, queremos ayudarte.
- Sí. No queremos que te sientas solo, ni que lo estés. Te pondrás más triste.
- Déjanos hacerlo.

Kalervo apretó los labios y sorbió por la nariz. Le estaban esperando. Habían dejado sus libros y se habían preocupado por él... y es verdad que estaba muy asustado. ¿Qué sería de él si la tristeza le engullía por completo? Aunque no tuviera futuro, aunque todo se hubiera derrumbado y la sonrisa de Lazhar jamás volviera a iluminar su vida...

¿Acaso iba a tirar por la borda todo lo que él le había dado, todo lo que había significado, rindiéndose otra vez?

Le tembló el labio y se secó las lágrimas que habían roto finalmente, empapándole las mejillas. Estaba herido y el universo entero parecía haber perdido el sentido, había perdido algo brillante y dorado que nunca había soñado que pudiera tener. Sí, todo eso era verdad. Pero también que había tenido grandes cosas, cosas maravillosas. También lo era que había perdido por completo la capacidad de dejar de creer... en algo. En que aún podía valer la pena seguir. Sólo por el recuerdo de aquél que le había salvado una vez, eso no podía arrojarlo a la nada. Y ahí había dos personas que, si bien no eran lo que se dice una personificación de la empatía, estaban tendiéndole la mano en un momento de oscuridad.

Y aunque no sirviera de nada, ¿Acaso no había aprendido con Lazhar la lección más importante de su vida? ¿Acaso no le había enseñado él el valor de sujetarse a una mano ajena, de confiar, de dar una oportunidad a la vida para que fuera un poco menos amarga?

- ... vale, pero el mío con dos bolas y una guinda en cada una - murmuró.

Rowan y Herbert se miraron, sonriendo fugazmente, y le cogieron del brazo, llevándole a través de la ciudad como a un príncipe triste o una dama lánguida, mientras Kalervo se esforzaba en mantener la cabeza alta y caminar dignamente en su pesar. El quel'dorei le miró, era más alto que él y siempre era acogedor, desde el primer día. Su sonrisa amistosa le cruzó el rostro un momento.

- Si quieres, nos puedes contar todo esto del mal de amores y de ser colado.
- Nos esforzaremos en entenderlo.
- Y no te daremos la lata.
- Eso también.
- Veréis - empezó él, suspirando - ¿Nunca os ha pasado que, al caminar por la calle y ver pasar a alguien, sin saber por qué, sentís una fuerte impresión y os giráis para mirarle? ¿Nunca os ha pasado que, al conocer a una persona, de repente no sabéis que decir y pensáis que es un sueño hecho realidad, se os seca la boca y sólo podéis contemplarle como tontos? ¿Nunca habéis sentido como si un ejército de kodos pasara en tropel sobre vuestro corazón? ¿Habéis oído hablar del amor a primera vista?


Las tres figuras se perdieron entre la muchedumbre, camino del puesto de dulces. Dos estudiantes de la Academia de Artes Arcanas, con la toga púrpura del Kirin Tor escoltando a otro más bajito y delgado, tomados de los brazos y disertando sobre cosas aún mas complicadas que la evocación abisal. Sus sueños, sus deseos y sus sentimientos se tejían con todos los demás, los de aquellos aventureros que recorrían la hermosa, tan hermosa ciudad de Dalaran con sus pesares y sus alegrías, sus batallas y sus recuerdos, sus triunfos y sus derrotas a cuestas.


Entretanto, a muchas leguas de distancia, un paladín pelirrojo cabalgaba desesperadamente a través de vastas llanuras de hielo y nieve, guiándose con mapas y estrellas, clavando las espuelas en su corcel invocado. No le importaba el frío ni el cansancio, tampoco el hambre, que aplacaba sin detenerse, comiendo sobre la montura las lonchas de jamón en salazón que había conseguido al llegar a Rasganorte. Nunca había visto la Ciudad Violeta, ni las frías tierras del norte, pero mientras la distancia se volvía sólo una circunstancia bajo los cascos del destrero, todas las maravillas del Norte pasaban ante sus ojos sin significado.

Tenía una promesa que cumplir, y no pensaba faltar a ella. No habría distancias ni mundos suficientes que pudieran impedírselo.