sábado, 4 de septiembre de 2010

XXVII - Curar las heridas

Kalervo Alher Fel'anath no estaba acostumbrado al combate. No lo estaba, y sospechaba que jamás lo estaría en realidad. Aquella tarde, salieron a trompicones del apestoso nido de sátiros y plantas podridas al que los centauros llamaban Maraudon, jadeando y resollando bajo un sol abrasador. Habían estado combatiendo con todas sus fuerzas en las entrañas de aquella tierra reseca y marchita, atravesando las cavernas oscuras en las que brillaban extraños blandones con runas demoníacas y la corrupción rezumaba por cada grieta de roca, en cada gota de agua infecta. Apoyado en el bastón, Kalervo se secó la sangre de la frente y trató de sonreír al paladín, aunque le salió una mueca algo torcida. El sol le quemaba a los ojos tras horas de avanzar en la oscuridad.

- Diré que no ha... estado mal del todo... - articuló dificultosamente - ...aunque ambos sepamos que nos han vapuleado.

Lazhar respondió con una risa lenta y cansada, que no convencía a nadie. Apoyó las manos en las piernas y bajó la cabeza un instante, tratando de recuperar el aliento. A pesar del hilo de sangre que le corría por el rostro, de la herida de la cabeza que oscurecía el color rojo natural de sus cabellos, aún tuvo el ánimo de levantar el pulgar en dirección al mago. "Lo has hecho bien".

Kalervo sonrió y le pasó el brazo por la cintura, al ver que el paladín no atinaba a levantarse.

- ¿Estás bien?

Lazhar asintió, evidentemente. Él siempre estaba bien.

Había sido duro, muy duro. Y el arcanista sabía que no lo había hecho realmente bien. Las energías en aquella gruta profunda rezumaban un sabor espeso y cargante que le dejó como recuerdo una preciosa jaqueca y que no había tardado en desconcentrarle. Sus hechizos habían sido adecuados, pero no realmente buenos. Mientras avanzaban a pasos cortos, en silencio, para alcanzar las monturas atadas en un tronco retorcido, el muchacho masticaba su decepción.

Para él, la magia era como cabalgar una centella. Sabía que tenía habilidades naturales, y que con esfuerzo y estudio, podría convertir la ejecución de la misma en un verdadero arte. En algunas ocasiones, escasas hasta ahora, había vislumbrado esa perfección. Se había sentido como un bailarín habilidoso, moviéndose aquí y allá y encadenando los hechizos con soltura, sin apenas necesidad de pensar, dejando que su mente rodase por sí misma y el viento chispeante, la caricia mentolada, le atravesara y tejiera hilos arcanos que estallaban en forma de misiles, de nebulosas, de novas electrificantes. Esas pocas veces, Kalervo había disfrutado completamente de la experiencia. No había sido ni mucho menos así esta vez. El cargado ambiente le había llevado a cometer errores de principiante que le irritaban demasiado como para estar satisfecho.

No había sido mejor para Lazhar. Le miró de soslayo mientras montaba sobre su destrero, tambaleándose y pálido como la tiza. A pesar de sentirse un poco enfermo, del dolor de cabeza y de la toga hecha jirones, el joven de cabellos azabache sintió un encogimiento de preocupación al contemplar el estado de su compañero. Empuñó su sonrisa y se subió a Purpurina, que graznó con desagrado.

- Tranquilo. Vamos a Cazasombras y buscaré algo de comer, te sentirás mejor.

El paladín asintió con la cabeza, sin apenas mirarle.

Hicieron el viaje en silencio, rápidos y agotados. "Maldito lugar asqueroso", iba pensando Kalervo. "Tendré que coserme la toga, y llevo las botas perdidas de esos mocos infernales. Y ese hedor insoportable... aún lo tengo pegado en la nariz. Espero que alguien se decida de una vez a explicarles a los sátiros que se puede ser malvado sin necesidad de oler mal. Por no hablar de los insectos. Es imposible tomarse en serio a un villano que te amenaza mientras dos moscas dan vueltas alrededor de su cabeza". Necesitaba un baño. Y contra todo pronóstico, tenía hambre, mucha. Por eso, cuando llegaron a la aldea, desmontó de inmediato y se dispuso a correr hacia la choza donde los trols vendían comida, rezando por que no le ofrecieran nada con aspecto humanoide para almorzar.

- Quédate aquí - dijo, indicándole a Lazhar un rincón a la sombra - enseguida vengo.
- Kevo...

El pelirrojo había perdido el color y los ojos se le cerraban. Debía estar muy cansado.

- Te traeré comida, ponte algo en la herida. Aquí tienes vendas - se apresuró, entregándole un fajo de lienzos limpios.

Parecía que él quisiera decir algo más, pero sólo suspiró. El jovencito salió a la carrera.

No le costó demasiado encontrar algo decente que comer, y regresaba alegremente con un paquete de pescado asado pocos minutos después.

- ¡Ya estoy aquí! - exclamó - He encontrado sabiolas y...

Lazhar apenas pudo sonreírle un instante. Después, los ojos se le pusieron en blanco, dio un traspiés, emitió un gemido de frustración y se derrumbó sobre el suelo de tablas, con estrépito de metal. El pescado le siguió en su camino hacia el suelo cuando Kalervo lo soltó, abalanzándose sobre el paladín, alarmado.

- ¡Lazhar! ¡Lazhar! ¿Qué te pasa?

El corazón del chico se desbocó. Su mente empezó a trabajar a toda velocidad, sus manos se movían solas. No sabía demasiado acerca de primeros auxilios, pero en aquel momento, sus escasos conocimientos se colocaron en línea de salida. Arrodillado, le dio la vuelta a duras penas sobre el piso - pesaba muchísimo - para colocarle boca arriba. Le tomó el pulso, comprobó que no se había tragado la lengua, que no había convulsiones y le miró los ojos bajando los párpados con los pulgares, sin dejar de llamarle.

- Oh dioses... dioses, dioses, ¿Estás inconsciente? - preguntó estúpidamente, mientras le desataba las correas de la armadura.

Obviamente, estaba inconsciente. La excursión en Maraudon había sido demasiado para el paladín, que había dejado de funcionar como un tonque de vapor sin vapor, o un molino de agua sin agua. Mientras se aguantaba el llanto, Kalervo retiraba la armadura con cuidado, dejando las piezas alrededor de ambos y haciéndose reproches a media voz, gimoteando.

- Todo esto es culpa mía... no debimos entrar, debimos haber salido antes, no... ay, Belore... debería avisar a alguien, pero no puedo dejarte solo aquí. Ay, Belore - murmuraba, terminando de vendarle la herida de la cabeza. Al parecer, Lazhar había intentado hacerlo sin mucho éxito.

Una vez terminó con ella, le abrió la camisa para comprobar si había alguna otra lesión importante. La piel atezada mostraba algunos cardenales antiguos y un par de cicatrices más o menos recientes. Mordiéndose el labio y apartando todo pensamiento fuera de lugar de su cabeza - "¡Idiota, idiota, como puedes pensar esas cosas ahora!" - retiró la prenda del todo. Tenía una venda antigua en la cintura, pero no parecía haber ninguna otra herida, sólo cardenales verdosos que ya estaban remitiendo, otros más oscuros que debían ser más nuevos y algunas cicatrices.

Fue en aquel momento cuando Kalervo, tornándose su semblante a una expresión grave y seria y apartando los dedos con solemnidad para apoyarlos en sus rodillas, fue realmente consciente de quién era la persona con quien había compartido los últimos meses de su vida. Allí, bajo el parapeto de paja y arrodillado, podía mirarle por primera vez con plena libertad, ahora que él estaba inconsciente y nada sabía ni podía saber. Tal como estaba, con el cabello revuelto, los ojos cerrados y el ceño fruncido con decisión aún en el desmayo, sin armadura, la imagen le resultaba terrible al muchacho. Le resultaba terrible, mientras recorría con los ojos empañados de lágrimas todas las marcas del esfuerzo, la lucha y la violencia que los años habían esculpido sobre el cuerpo de aquel elfo. Pues no era más que un elfo, de carne, piel, sangre, alma y huesos.

Se desvaneció el idilio del héroe lejano e inalcanzable, capaz de superarlo todo y de enfrentarse a todos. Aquella imagen se quebró y estalló como una vidriera rota, y al romperse el cristal, pudo ver la luz del sol real, la luz auténtica. Jamás, nunca le había mirado con aquellos ojos antes. Nunca le había visto de verdad... y ahora lo estaba haciendo, y dándose cuenta de todo lo que para él significaba.

Para el arcanista, Lazhar el Bravo era un sueño. Un símbolo. Un modelo. Nunca había pensado en el impacto real que cada golpe tenía sobre la carne de su amigo y compañero hasta entonces. Nunca había sido tan absolutamente consciente de sus sacrificios, de sus sufrimientos, de que también él podría sangrar, podría ser herido, podría morir. Nunca con tanta crudeza como entonces había comprendido que Lazhar, al fin y al cabo, no estaba tan lejos de él y no eran tan distintos en el fondo. Y por ello, la grandeza de aquel tipo enorme, pelirrojo y guapísimo le resultaba aún más admirable, porque era auténtica. El producto del esfuerzo por ser mejor, con sus marcas y sus señales. Al mirarle así, su corazón se encogió y se conmovió, y supo que algo había cambiado.

El ensueño platónico e ideal se había roto. Y tras él había visto algo puro y verdadero, que le subyugó en un embrujo aún más poderoso que el que había sentido antes, mucho más real e intenso. Supo, de manera repentina, cuánto sacrificaba cada vez que se interponía delante suya para combatir, supo el peso y la medida real de lo que era Lazhar Erien Corazón de Fuego. Mucho más que un paladín. Mucho más que un héroe. Era una buena persona. Una buena persona de verdad, valiente, entregada y sincera. Que pudiendo ser perezoso, escogió el esfuerzo, que pudiendo ser cobarde, eligió ser valeroso. Que pudiendo cerrar los ojos y no hacer nada por nadie, por él... eligió salvarles. Salvarle.

Con los ojos entrecerrados, se inclinó para rozarle el rostro con la yema de los dedos, cual si le viera por primera vez. No era un sueño, no era un cuento. Todo era absolutamente real, él, los dos lo eran, y aquello que se derramaba, cálido y ensordecedor como un torrente en su interior. Se le escaparon las lágrimas y aguantó un gemido, apretando los dientes. Estaba temblando. Estaba perdido.

- No soy sanador - murmuró, apenas inaudible, apenas escuchándose a sí mismo. - No puedo hacer que despiertes, no puedo curarte... no puedo protegerte... lo único que puedo hacer es quererte.

Eso era todo cuanto podía hacer. Y lo hizo. Aguantando el aire en los pulmones, rozó los labios cuarteados y resecos del paladín con los suyos, apenas en una caricia insegura y contenida, con un nudo esta vez auténticamente opresivo cerrándose en su garganta. La piel de Lazhar estaba templada, no había perdido su calor. La barba rojiza le arañaba las mejillas, su boca era áspera y ruda, pero no le importó. Estrechó los labios en ella, con los dedos trémulos en su cuello, mientras las lágrimas le corrían por el rostro, y le besó. Le besó de la única manera que era capaz de hacerlo, con todo su corazón, sabiendo que no tenía escapatoria alguna, que Temari tenía razón y no había ya vuelta atrás para él.

Apenas separó los labios un instante para tragarse un sollozo, acariciando el rostro de su amor, parpadeando para mirarle así de cerca. Quizá nunca más podría hacerlo, puede que fuera su única oportunidad. Por eso, volvió a besarle una vez más. "Eres mejor de lo que pensaba. Eres la única Luz en mi mundo", hubiera querido decirle. Lo intentaba de esa manera, expresar todo lo que crecía en su corazón atribulado, que palpitaba alocadamente y le hacía correr la sangre en las venas a tal velocidad que creía que iba a marearse.

Cuando el cuerpo de Lazhar se puso rígido debajo del suyo, tardó un tiempo en darse cuenta. Se alejó unos milímetros y frunció el ceño. El paladín seguía con los ojos cerrados, aunque había recuperado algo de color, pero no había despertado. Entonces, ¿Por qué estaban rígidos sus músculos? ¿Acaso dolían los besos?. Meneó la cabeza y repitió su gesto, regalándole otra larga caricia de sus labios y hundiendo los dedos en el cabello enredado, hasta que finalmente, la fisonomía del paladín volvió a relajarse, y percibió un movimiento suave, escuchó un gruñido apenas insinuado.

Se apartó precipitadamente, azorado y con el aliento partido en los pulmones. "Belore, va a volver en sí. ¿Se habrá dado cuenta de algo?"

La magia de aquel instante irrepetible se deshizo cuando Lazhar abrió los ojos. Todo se desvaneció en una nube dorada y pálida que la brisa desmadejó hasta que sólo quedó un chico de pulso apresurado sacudiéndose la toga innecesariamente y un elfo adulto y vapuleado mirándole de manera extraña.

- Gracias a los dioses, Lazhar - suspiró el arcanista, con alivio no fingido. - Pensaba que... creía... me he asustado mucho.

Sin moverse, Lazhar Erien Corazón de Fuego signó con una sola mano

"Por qué lloras"

- Por... porque.. me...me asusté. Te... te desplomaste de pronto y el pescado está lleno de tierra ahora - balbuceó Kalervo, secándose las lágrimas - No sabía qué hacer... he...te he vendado...

Cerró la boca. Los ojos grises estaban fijos en él, cargados de intensidad. Apretó los labios. Ahora era él quien creía que iba a desmayarse. Los dedos del paladín volvieron a moverse, formando dos palabras que conocía demasiado bien.

"Lo siento"

- ¿Cómo estás? ¿Quieres agua? ¿Aviso a un doctor?

Lazhar respondió con un asentimiento, una negación y otro asentimiento. Kalervo conjuró el agua tan deprisa que un montón de botellas de cerámica cayeron desparramadas por todas partes, y se aprestó a recogerlas, con las mejillas encendidas y completamente fuera de lugar. Estaba empezando a perder el control de todo. Le tendió una de las botellas con una mano temblorosa y le ayudó a incorporarse a medias, procurando no tocarle mucho. Luego se alejó varios pasos y se sacudió las manos.

- Voy... voy a... tengo...¡Vendas!, voy a por más vendas - declaró, echando a andar, deteniéndose y echando a andar de nuevo. Se giró a medias - No te... no te quedes inconsciente, porfa. Vengo enseguida.

El paladín asintió. Kalervo caminó a paso vivo, huyendo una vez más y tratando de recomponer los fragmentos de su razón, sobreponerlos al desbocado cabalgar de su corazón en el pecho y a los sentimientos desatados que ahora - como sucede cuando se desatan - parecían imposibles de contener. Las lágrimas se deslizaban, libres, hasta su barbilla.

No miró hacia atrás. No pudo ver cómo los ojos grises, perplejos y brillantes a causa de una extraña emoción, le seguían en su presuroso caminar.

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