viernes, 3 de septiembre de 2010

Enkhe: El tesoro de mamá, la condena de papá

El despacho de Kalher era una habitación algo lúgubre, donde las luminarias arcanas relucían suavemente en las paredes. Situado en la planta superior de la vivienda, comunicaba directamente con la habitación de los dos esposos y el enorme distribuidor circular donde los libros se amontonaban en el suelo, esperando ocupar su lugar en los estantes de la nueva y laberíntica biblioteca que tanto esfuerzo y orgullo les estaba costando. Malande estaba sentada en un sillón, con las manos sobre el regazo, junto a su marido, y ambos contemplaban al chico.

En la mirada de la elfa había un deje de angustia y nostalgia, y también preocupación. Preocupación al observar el rostro severo y el rictus tenso de Kalher, que observaba a su hijo de arriba a abajo. El muchacho mantenía alzada la barbilla y una pose extrañamente digna, orgullosa, enfundado en el vestido de seda amarilla de su madre, que le arrastraba por el suelo. Un denso silencio flotaba en el ambiente, como la calma que presagiaba a la tempestad. Fue roto al cabo de largos minutos por la voz suave y átona del magistrado.

- ¿Qué demonios estabas haciendo?
- Probarme vestidos - respondió Kalervo, flemático.

Malande suspiró. Conocía a su bebé, su tesorito. Ya no era un bebé, era casi un adolescente, pero seguía siendo el mismo niño dulce, fantasioso, inteligente, creativo y frágil de siempre, nunca dejaría de serlo para ella. Le conocía y conocía esa mirada desafiante, la que lanzaba hacia su padre, con la naricita alzada y los párpados algo caídos en una mueca desdeñosa. Kalher seguía impasible.

- Ya veo. ¿Por qué?
- Me gustan.
- Kalervo... - susurró ella con suavidad - no deberías ponerte mi ropa, corazón. Eres un chico.

El muchacho la miró, asintiendo.

- Ya, ya sé que soy un chico. Pero tenía curiosidad. Y me gusta cómo me queda - añadió, sonriendo a su madre y levantando un poco el bajo con un gesto elegante y amanerado.

Malande reprimió una sonrisa suave. Si, la verdad es que estaba muy guapo.

Ella siempre había sabido que Kalervo no era un niño como los demás, desde que le tuvo en brazos por primera vez, y por muchos motivos. Su hijo tenía la gracia de las bailarinas y la belleza andrógina de los silfos, con aquel aspecto frágil y los ojos cristalinos.  Le miró, mientras el rostro de Kalher se descomponía y se ponía verde. Se parecía a ella...y también a él, cuando esbozaba esas muecas desdeñosas o chispeaba su humor inteligente. Tenía la sensibilidad de su madre y la agudeza de su padre, pero era muchas más cosas que eso. Su hijo único. Su mayor tesoro. Un tesoro con tantos aspectos y tantas caras, todas ellas adorables y maravillosas, que Malande consideraba una crueldad cercenar ninguna de ellas. No podía hacerlo, se le rompía el corazón. Pero Kalher podría, el sí.

- Escucha hijo, no puedes ponerte vestidos.

La voz de Kalher sonaba tensa, como una cuerda a punto de romperse.

- ¿Por qué? - replicó el chico, pestañeando con suficiencia - No son tan diferentes de una toga.
- Entonces ponte togas. Una toga está bien. Un vestido de fiesta, no.
-  Pero este tejido es genial. ¿Por qué no podría ponerme uno para ir a la Academia, por ejemplo?

El chico pestañeó. Su tono era escurridizo, con un desafío sutil.

- ¿Qué es lo que no entiendes? No eres tonto, no finjas que no sabes de qué hablo. No finjas que no entiendes, comprendes todo esto perfectamente. Quítatelo. Ahora.
- Papá, no hagas un drama. Solo estoy probándome vestidos, no es para tan...
- ¡Ya basta!

Malande apretó los labios. Los dedos de su esposo estaban incrustados en el sillón. El jovencito pestañeó y ladeó el rostro, sin agachar la cabeza.

- Mira... no sé que demonios tienes en la cabeza. Igual estás experimentando o sólo quieres provocar, no me importa. Puedo tolerar que seas un... desviado en tu intimidad cuando la tengas, pero NO voy a permitir que te pongas en peligro por hacer cosas... raras, como vestirte de mujer.

El tono de voz del elfo se había ido volviendo mas áspero a medida que hablaba. Las uñas de Kalher arañaban los brazos del asiento, y su rostro estaba descompuesto. Kalervo se había quedado con la boca abierta y la expresión de haber recibido una bofetada en plena cara. Su gesto se quebró en una mueca de odio. Malande tomó aire. Tenía que hacer algo...debía decir algo.

- Sólo...estaba probándose un traje. No ha...no ha avergonzado a nadie - consiguió articular con un hilo de voz.
- ¿A nadie? - la mirada de Kalher se volvió hacia ella - ¿A nadie, dices? ¡A sí mismo! ¡A mí!
- ¿Y qué es lo que te avergüenza exactamente, padre? - escupió una voz juvenil y venenosa. Kalervo recogió el bajo del vestido y lo dejó caer. - Esto es lo que soy.

Había echado la cabeza hacia adelante y observaba a su progenitor con una expresión herida y orgullosa. Malande tragó saliva. Quería levantarse y abrazarle. Quería decirle que estaba todo bien, que tal como era, era perfecto. Pero su marido estaba al borde de un ataque, estaba segura de eso. Sabía lo que Kalher opinaba al respecto de algunas cosas... y sabía que esta no era la manera. "Todo está yendo muy mal... esto es un desastre".

- ¡No eres una chica!
- ¡No quiero ser una chica!
- ¡Pues no te vistas como tal, y no te comportes como tal!
- ¡Soy así! ¡Y no pienso cambiar, nunca, jamás, jamás!

Malande se tapó los ojos. Estaba temblando. Todos aquellos gritos, el dolor... se sentía impotente. Comprendía. Comprendía demasiado bien, por eso era incapaz de reaccionar. "Si al menos pudiera hacerles entender, a los dos, entenderse..." Escuchó la silla retirarse, escuchó la bofetada y luego el rasgar de la tela.

- Eres un inconsciente. Ahora no lo ves, pero estoy haciendo esto por tu bien. Algún día me lo agradecerás. El mundo ahí afuera no es como aquí dentro... ahí no habrá nadie para protegerte de las burlas, de las agresiones ni de los peligros. - La voz de Kalher se había vuelto átona - El mundo te hará daño, hijo, mucho daño. No puedes ser así y sobrevivir.

Malande apartó las manos y se secó las lágrimas con el dorso. Su esposo estaba de pie, frente al hijo que se sujetaba el vestido roto en la cintura. Los ojos de Kalervo eran dos llamas de angustia furiosa, abrasadora. Estaba temblando en medio del despacho, apretando los dientes con las mejillas húmedas y el pelo a un lado.

Entonces el chico se recolocó los jirones de tela, cruzó los brazos en el pecho y levantó la barbilla una vez más.

- Mentiroso - murmuró. - No finjas que haces esto para protegerme. Odias cómo soy, esa es la verdad. Hubieras preferido que naciera muerto.

Kalher se inclinó hacia adelante, sin cambiar su expresión. Como si le hubieran dado un golpe en el estómago y estuviera intentando aguantarse el grito. El muchacho se dio la vuelta y caminó hacia la puerta, girándose antes de abrirla para mirarle.

- No me da miedo el mundo. ¿Crees que no lo conozco? Ya estoy viviendo en él. No me dan miedo sus espinas, estoy por encima de ellas, de todas ellas. Y también de tí.

Cuando la puerta se cerró de golpe, Malande miró a su esposo. Él le devolvió la mirada. Le temblaban las manos.

- Lo hace para provocarme... - murmuró el elfo - siempre...siempre está igual. No me soporta.
- No estoy segura de que esta vez se trate de eso, querido. Yo... mejor voy a hablar con él.

La dama abandonó la sala. Kalher se quedó solo. Cuando se quebró en un sollozo mudo y contenido, la mano con la que había golpeado a su hijo le cubrió el rostro, mientras murmuraba las palabras que nunca llegaría a decirle.

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