domingo, 6 de junio de 2010

Kanta - Lo que trajeron las estrellas

- Boito couna fó
- Como una flor
- Couna fó
- Como una flor
- Cooounnna ffffhó

Kalher miró al niño que tenía en las rodillas, suspirando. El crío se chupaba el pulgar, con la naricita arrugada y el pelo larguísimo cayéndole en mechones negros sobre los hombros. Siempre había pensado que sería bonito ser padre, y no había perdido aquella ilusión. Sin embargo, las dudas y la responsabilidad habían caído sobre él como una losa densa y espesa que cada día parecía más pesada. No había necesitado mucho tiempo para darse cuenta de que no tenía ni idea de cómo tratar con niños, qué hacer o cómo hacerlo. Los balbuceos de la criatura mientras trataba de pronunciar correctamente la oración infantil de Belore le ponían nervioso. El hecho de que aún no supiera hablar bien, su falta de comprensión, naturales en un pequeño en desarrollo, ponían a prueba su paciencia de un modo que jamás había imaginado. Sumado a las continuas enfermedades, la debilidad del pequeño, su sensibilidad exacerbada que le hacía llorar o ponerse mimoso en cuanto no tenía atención, la falta de sueño, sus caprichosos andares zambos y la torpeza con la que las pequeñas manos lo tocaban todo, solo eran más gotas en aquel vaso que rebosaba.

- Otra vez.
- Otavé - asintió el pequeño, como si fuera un juego
- Belore que estás en el cielo...
- Beloe aseieeeelo...
- Dame tu luz y calor...
- Ameulú y caó
- Hazme crecer fuerte y sano...
- Amesé uete ysaaaano
- Bonito como una flor
- Boito commmuna fó

El niño le miró con aquellos enormes ojos azules y húmedos. Parecía que esperaba algo. Kalher le rozó la mejilla con el dedo y tragó saliva, ensayando una sonrisa.

- Bueno... mañana un poquito más.
- Abua.
- ¿Quieres agua?
- Ti.

Se levantó del sillón del estudio, con él en brazos, y se dirigió hacia la puerta. Las manos diminutas le palpaban el cabello y la voz fina y aguda canturreaba cosas sin sentido. El olor perfumado de la criatura le despertaba una ternura imposible de definir. Era padre, y amaba a su hijo, aunque fuera un misterio insondable al que no sabía bien cómo enfrentarse, pero le quería. Era ese amor la brecha cálida que se abría en su corazón, el nudo tenso que le ahogaba la garganta cuando pensaba en el futuro, en las responsabilidades que habría de cargar aquel que ahora cargaba sobre su antebrazo, ese elfito pequeñísimo de ojos enormes, cara redonda y piel suave que apenas era capaz de caminar solo. Era su hijo, un regalo traído por las estrellas, y que sería el único. Había sobrevivido con dificultades debido a la debilidad de su cuerpo, pero sobrevivía. Le aquejaban dolencias continuamente, alergias, gastritis, se le irritaba la piel y tenía problemas respiratorios, pero sobrevivía. Malande había sufrido mucho en el parto y no podría volver a concebir. Por eso aquel pequeño tesoro de piel blanca y nariz respingona tenía que ser conservado, protegido... y correctamente educado para el futuro.

- Vamos a por agua.
- Amo poabua.
- ¿Sabes decir tu nombre?
- Ti - el nene bamboleó la cabeza arriba y abajo en un asentimiento
- A ver, dímelo, que lo oiga.
- Caevo Alé
- Kalervo Alher... Kalervo Alher Fel'anath
- Caevo Alé Féanat
- Bueno, está mejor, está mejor...
- ¿Galletita?

Kalher se detuvo en seco en el pasillo. Parpadeó y miró de reojo al chiquillo con suspicacia. El nene parpadeó con sus enormes pestañas y sonrió. Los dientecitos blancos brillaron, y le pareció percibir un brillo de picardía en los ojos de su hijo.

- ¿Qué has dicho?
- Que si me das una galletita. Por hablar bien.

El elfo abrió los ojos como platos y dejó al niño en el suelo. Kalervo se sostuvo sobre las piernecillas enfundadas en el pantalón de lana y le miró directamente, con una expresión terriblemente inteligente.

- Depende. Di la oración de Belore y tu nombre, y si las dices perfectas, te daré muchas galletas - dijo con voz grave y tensa.

El niño balbuceó algo y pareció pensárselo. Luego, de repente, hizo un puchero y se puso a llorar desconsoladamente, como si le hubieran quitado sus juguetes. El llanto hizo aparecer a Malande, entre un revoloteo de toga blanca y cabellos dorados. Ella le levantó del suelo, le besó las mejillas, le dedicó palabras suaves y consoladoras y luego miró a Kalher interrogante.

- ¿Qué le pasa?

El magistrado parpadeó.

- Que quiere galletas.
- ¿Quieres galletas, mi niño? - Malande miró a su hijo con expresión de amor arrebatado.
- Queo gaeta...a...a...aaaa - sollozó el pequeño.
- Vaale, vaaale, ahora vamos a por galletas, ¿verdad?

Malande se alejó, con el niño en brazos. Por encima del hombro de mamá, Kalervo sonrió a su padre con gesto travieso y con la misma mirada avispada que le había dedicado segundos antes.

Cuando se hubieron marchado, Kalher se apoyó en la pared, fascinado y confuso. No, no tenía ni idea de cómo ser padre, pero lo que su hijo acababa de demostrar no le parecía en absoluto normal. ¡Les estaba tomando el pelo!. Meneó la cabeza y se pasó la mano por el rostro, soltando una risa seca.

Era una sensación nueva, sentirse orgulloso y aterrado al mismo tiempo.

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