sábado, 22 de enero de 2011

Lamento por Fingol Ar'Dalaon

Las figuras embozadas se escurrían silenciosas entre los árboles de Hyjal. Con las caperuzas bajadas hasta la nariz y los semblantes graves, los duendes caminaban con paso regio y solemne, aun a pesar de la lluvia de fuego que descendía desde el horizonte en los llanos y los valles. Evitaban las cañadas infestadas de elementales, tomaban cada recodo tratando de buscar los caminos más seguros, ascendían las colinas y bajaban los terraplenes, y entre ellos, sobre las capas que portaban entre todos unidas en el centro, el cuerpo del antiguo rey reposaba con serenidad.

Caminaban, y la tierra verde daba la impresión de discurrir bajo sus pies más rápido de lo que sus pasos se sucedían. Caminaban, y más parecía que el terreno se deslizaba bajo sus suelas, acortando el espacio hacia su destino, pues lentos se movían pero veloces avanzaban.

Al llegar a un recodo en el Matorral Verde, ahí donde las Reliquias habían sido lavadas, los ocho altos guerreros se detuvieron y con sumo cuidado, dejaron las capas sobre la hierba. Allí, Eriel Tavarn aguardaba, con la lanza en la mano, el semblante digno teñido de una tristeza solemne y la caperuza retirada hacia atrás. Al ver el cuerpo, se acercó, y sus guerreros se retiraron respetuosamente, todos cabizbajos.

La brisa soplaba dulcemente y los aromas nuevamente descubiertos del Monte Hyjal estallaban como una primavera especialmente intensa. Sobre el recodo del manantial, las raíces del Árbol de la Vida daban sombra y frescor al claro, se retorcían como parapetos y de ellas goteaba el agua resplandeciente. El argénteo sonido del riachuelo cantaba como campanillas, cascabeles y cristal; en el crepúsculo que ya se pintaba de malva, la mística luz de la superficie del agua espejeaba en los ojos de los duendes.

Así vio Eriel por última vez a su hermano Fingol, tendido sobre los pastos suaves de verdor intenso, rodeado de flores blancas y bajo la luz de plata de las aguas del Manantial Sagrado. El suspiro se ahogó en su pecho. Dejó la lanza y se arrodilló junto al cadáver, tomándole una mano y apartándole los blancos cabellos con la otra. Su voz, que podía ser heraldo de júbilo o de terrible ira, esta vez sonó triste y apagada, muy antigua, cansada y gastada como una piedra pulida.

- Ay de mí, Fingol ... ay de mí, que no he podido verte de nuevo sino ahora, cuando tus ojos ya no pueden devolverme la mirada. - susurró en tono muy bajo, y los soldados se alejaron más, dejando intimidad a su Señor. - ¿Cuántos siglos has pasado sufriente, lejos de las risas de la Torre Blanca, de las canciones del Bosque de los Ecos y de las danzas bajo la luna azul? Tu rostro está muy pálido, hermano mío... muy pálido. Largos e intensos han sido tus pesares.

Agachó la cabeza y se cubrió con la caperuza, pues los hermosos ojos azules estaban quebrándose a causa del llanto.

Velaron todos juntos al caído Fingol Ar' Dalaon, le velaron hasta que el crepúsculo dio paso a la noche y el cielo rieló sobre el río, brillante, cuajado de estrellas blancas y con una luna henchida y pálida. Entonces ya habían llegado muchos de los que habían combatido en Feralas, y muchos otros aún que estaban aprestando sus armas en la batalla del Monte Hyjal. Pero todos detuvieron sus filos y conjuros aquella noche para despedir al antiguo rey, que al fin hoy, tras largos y largos años de sufrimientos y de dolor, reposaba en paz.

Cerca de la medianoche, se había reunido ya allí una gran congregación. Había allí hadas, duendes y dragones feéricos; los primeros todos ellos de la raza de los Áes Sídhe, altos señores y damas de orejas largas y enroscadas hacia atrás, rostros bellos, jóvenes y regios iluminados por una luz misteriosa y colas rizadas que asomaban bajo las cotas de malla y las armaduras ligeras que vestían para combatir, o bajo las togas y túnicas de algunas damas. Habían acudido también los jefes de los otros clanes, y todos tenían las capuchas bajadas en señal de respeto. 

Finalmente, Eriel, que se había levantado y parecía orar en silencio con las manos en el regazo, volvió a arrodillarse ante su hermano y le sacó los guantes, apartando de él aquella horrible espada que le había acompañado en los últimos miles de años. La arrancó de sus dedos y la envolvió en su capa, desatándosela, para que no tocara con su filo abyecto la hierba del prado. Luego peinó los cabellos de Fingol y le cruzó los dedos blancos, desnudos, sobre la armadura. Se hizo a un lado y los soldados que le habían transportado hasta allí volvieron a tomar los bordes de sus capas. Las doncellas dejaron flores blancas sobre el cuepo a medida que el grupo caminaba arroyo abajo hasta llegar al amplio lago. Algunas tenían lágrimas en los ojos, y colocaban los verdes tallos entre los cabellos del antiguo señor, otras los ponían entre los dedos unidos hasta que todo él pareció estar dormido en un lecho de pétalos de nieve.

En el lago, los soldados hundieron las botas en el lecho y avanzaron hasta el centro del agua. Cuando soltaron los cabos de sus capas, el agua se cerró lentamente sobre la negra armadura, engulló las blancas flores silvestres. El cabello del rey duende ondeó libremente, sus párpados cerrados, la frente alta, la recta nariz, el bello rostro de semblante tranquilo y severo, aun con la vieja corona ceñida a las sienes, se sumergió como si lo hiciera entre algodones, muy despacio. La luz de las estrellas besaba el oleaje leve del lago y se reflejaba en su pálida piel. 

Entonces la voz de Eriel se elevó en un canto grave y dulce, melancólico y lejano. Parecía salir de las hojas de los árboles, de las ramas y las raíces, parecía brotar de la brisa y haber estado allí aguardando durante siglos y siglos, anciano y joven a la vez como una estrella de plata que nunca pierde brillo.

Ah, aún no caerán las hojas, no vendrá
el otoño de los días de mi gente
Ah, aún largos años hemos de aguardar
entre tierra que crece y hierba verde
Ah, no llegó el momento de partir todavía
a las Torres de Cristal más allá del ancho mar
Ah, largos años, largos, gris melancolía
hasta que nos volvamos a encontrar.

Y tú te vas ahora, siempre el primero
Bajo las estrellas blancas, en la noche de invierno
te marchas, ya te vas, las aguas te arropan
Reíste ya tus risas y apuraste tus copas.
¡Ay de los bosques, que no escucharán nunca más tus canciones!
¡Ay de la lanza dorada, que tu mano no volverá a empuñar!
¡Ay, tu sabiduría no sanará ya más corazones
ni tus pies la verde hierba pisarán!
¡Ay de los robles y las hayas, que tanto han esperado!
¡En vano fue su espera, pues no regresarás!
Triste es tu partida, Fingol Ar'Dalaon
para aquellos que dejas atrás.

Ah, hoy se abrirán los Velos a tu paso,
y las Blancas Moradas habrán de recibirte,
Ah, en ellas hallarás reposo y descanso,
la dicha que durante tanto tiempo perdiste

Volverán a sonar tus pasos en los porches
y tu risa de plata en los altos salones
volverás a danzar en las cálidas noches
volverás a dormir en blancos almohadones
merecido descanso, alegría ganada,
cuando cruces las puertas de las Blancas Moradas

¡Pero ay de los bosques, que no escucharán nunca más tus canciones!
¡Ay de la lanza dorada, que tu mano no volverá a empuñar!
¡Ay, tu sabiduría no sanará ya más corazones
ni tus pies la verde hierba pisarán!
¡Ay de los robles y las hayas, que tanto han esperado!
¡En vano fue su espera, pues no regresarás!
Triste es tu partida, Fingol Ar'Dalaon
para aquellos que dejas atrás.

Cuando la voz de Eriel se apagó, todos estaban cabizbajos y el cuerpo de Fingol había desaparecido bajo las aguas brillantes del lago. Sin embargo, al instante, alzaron las cabezas y retiraron las caperuzas, y en los ojos de los Áes Sídhe se mezclaba la tristeza con la alegría, pero la primera ya daba paso a la última. Pues sabían que el Rey del Clan de Ar'Dalaon había partido a un lugar en el que no sufriría más, donde se reunirían con él antes o después, y sabían también que no había sido su sacrificio en vano.

- Destruyamos esa espada maldita - dijo Eriel con voz enérgica, limpia de todo rastro de pena - y celebremos que nuestro hermano es libre al fin. Pues mañana volveremos a la guerra, que no espera.

No se escuchó el asentimiento, un revuelo de togas, un desfile de rostros luminosos, y el lago quedó vacío al instante, sólo con el reflejo de la luna y las estrellas y flores blancas flotando en su superficie. Bajo las aguas transparentes, la arena clara del fondo se veía con transparente limpidez, y ningún cuerpo reposaba sobre aquel lecho terroso.

2 comentarios:

  1. Althi, en verdad tú si que sabes como crear belleza.

    Sobretodo me ha maravillado el trato que les das a los Aes Sidhe; es increíble como introduces referencias de la mitología irlandesa en Azeroth. Se nota que te fascina el Pueblo de las Hadas porque parece que lo conoces increíblemente bien.

    Y la forma con la que lo hilvanas todo es tan fluída y solemne... ¡Como un poema épico de verdad! Tu prosa es mágica~ :*

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  2. Argh! Los nombres siempre termino confundiéndolos! Quería decir "Ahti", so~z ;_;

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