miércoles, 8 de septiembre de 2010

XXXI - Fiestas (III)

Desde la parte superior de la Taberna del Frontal se escuchaban las risas y las voces de los parroquianos, que en el piso de abajo festejaban el inicio del Festival de Invierno. Normalmente, los viajeros pernoctaban en el Descanso del Caminante, que tenía mejores camas, mejor comida, mejor bebida y mejor fama, por lo que aquel establecimiento no contaba con demasiada concurrencia y sólo presentaba unas pocas habitaciones, a las que se accedía a través de cortinajes de seda azul. Por supuesto, en todas ellas había divanes, librerías con textos clásicos, pipas de maná, cojines de brocado sobre las alfombras tejidas y una jofaina con toallas limpias.

Lazhar había entrado en una de ellas, echando los cortinajes hacia un lado con un gesto torpe y se había dejado caer sobre un diván carmesí, acompañado del tintineo de la armadura de malla. El bourbon de la jarra salpicó un poco la tapicería, y aunque a Lazhar le hizo reír, Kalervo pensó que no le haría tanta gracia a las encargadas de mantener las habitaciones. Si unas horas antes todo le había parecido maravilloso, ahora estaba asustado y las sombras de la incertidumbre se enredaban en su pequeño corazón de colado.

- Me lo he pasado muy bien hoy - dijo, por decir algo.

No era mentira del todo. No, no era mentira realmente, ahora que lo pensaba, dando la espalda al pelirrojo y sacándose las botas para dejarlas junto al otro diván. A su espalda, escuchaba el estrépito con el que su compañero se despojaba de las suyas, un concierto de clongs, clings, plongs y chasquidos diversos, seguidos de un suspiro de alivio. El colchón crujía cada vez que el enorme paladín se movía sobre él.

Sí, lo había pasado bien, aunque lo habría pasado mejor si no hubiera esperado nada. Tanto trabajo en vano... suspiró, sacándose los guantes. Aún tenía una oportunidad, pero se sentía muy inseguro. Puede que lo estropeara todo, y realmente... quizá estaba haciendo el estúpido. ¿O no? Sí. ¿Sí?

Aquella incertidumbre era lo peor. Apretó los labios, cerró los ojos y dejó de pensar, de planear y de decidir.

- Kevo

Oh, era su voz. Agitó la oreja con suavidad, sonaba tan bien su nombre en su voz... cuando se dio la vuelta para mirarle, la toga ondeó y susurró sobre el suelo de la habitación. Lazhar se había quitado parte de la armadura y tenía la jarra en la mano, agitándola, los ojos entornados y algo brillantes por el alcohol y una espléndida sonrisa, cálida y afectuosa como un hogar. Kalervo no podía evitar emocionarse siempre que le miraba así, y dejaba de importar si él le amaba o no, lo que pudiera pasar mañana o lo que estaba pasando en aquel momento. Sólo importaba cómo se sentía junto a él, de la manera que fuese. Seguro y protegido, en casa. Y eso es lo que le cortaba el aire en la garganta.

- ¿Qué? - balbuceó al fin.

"Yo también paso bien", signó el paladín. El mago sonrió, mirando la oreja vendada de su compañero.

- Tenía ganas de volver por aquí. La ciudad está muy bonita...

Se ladeó y se quitó la cinta del pelo, intentando no ponerse demasiado emotivo y respirar correctamente. Le costaba demasiado calibrar sus emociones, identificarlas y administrarlas. Los síntomas de colado iban y venían, mareándole, y la angustia y la pena se le mezclaban con esperanza y felicidad, la incertidumbre con el abandono, y sobre todo aquello su corazón, latiéndole en la garganta mientras hablaba de la decoración del festival, cepillándose el cabello, consciente de la atención de Lazhar sobre él.

"Me está mirando". Volvió la vista fugazmente para cerciorarse, y casi dio un respingo. El pulso se le volvió loco. Sí, le estaba mirando... ¿Y acaso no era eso lo que había querido durante toda la tarde? Ahora estaba asustado. Por eso no pensó cuando dejó el cepillo en la mesa y le encaró, con los ojos muy abiertos. Al borde del acantilado, y debajo... ¿qué encontraría?

- Lazhar...

El paladín estaba repantigado en el diván, observándole con la barbilla un poco levantada para apoyar la cabeza en el respaldo y cubriendo todo el colchón con su exhuberante anatomía. Su semblante sereno estaba enmarcado por los mechones de cabello rojo intenso, que parecían hilos de fuego cayendo sobre sus hombros.

- Lazhar, yo... - tragó saliva - al diablo, son fiestas.

No pensar, no pensar, no pensar. Recorrió la distancia que les separaba en unos cuantos pasos ágiles, seguido por el revoloteo de la toga y sus cabellos sueltos, y se arrodilló en el colchón, tomándole el rostro entre las manos temblorosas. Lazhar abrió mucho los ojos, sorprendido.

- Feliz festival de Invierno - dijo el mago.

Y saltó.

Torpemente y aterrorizado, acercó sus labios a los del paladín y le besó con los ojos cerrados y los oídos zumbándole. El corazón le martilleaba en el pecho violentamente mientras mantenía aquel beso suave y delicado, intentando retener en la memoria el tacto de la piel de Lazhar entre sus dedos, bajo su boca, la barba áspera rozándole la barbilla y las mejillas, el calor repentino que se encendió en el cuerpo cercano del pelirrojo.

Esta vez iba en serio. No era el beso fugaz y robado que le arrebató en Vallefresno, no era el beso anónimo y secreto que le dedicó en la Aldea Cazasombras, mientras Lazhar yacía inconsciente... esta vez el paladín estaba ahí, un poco bebido - sus labios sabían a bourbon - pero consciente y despierto, y habría una reacción. Antes o después, el paladín se vería obligado a apartarle, pero hasta que llegara ese momento, Kalervo no iba a separarse de él.

Tenso y paralizado, Lazhar parecía una estatua de acero ardiendo. Ni siquiera respiraba. Kalervo pensaba que el corazón le iba a reventar en algún momento y su propia respiración era un hilo aterrado y trémulo que apenas escapaba entre sus labios unidos. El arcanista ladeó el rostro y cerró los ojos, mareado, presionando un poco más sobre la boca ardiente y escurriendo los dedos hacia el cabello rojo. Seguramente, sería la última vez que pudiera hacer aquello. Lamentó su nula experiencia y que sus prácticas besándose a sí mismo en el espejo, las detalladas descripciones de las novelas románticas sobre cómo un beso debía ser, parecieran haber desaparecido de su recuerdo. A pesar de todo, ahora sólo podía seguir hacia adelante, y movió los labios con suavidad sobre los del paladín, dedicándole caricias inseguras y sin saber muy bien lo que hacía. Y Lazhar no se movía.

Se detuvo un instante, sin separarse, para tomar aire. Tenía la nariz aplastada contra su mejilla y estaba temblando de la cabeza a los pies, mantenía los ojos cerrados para no llorar. "Ya nunca podremos volver a ser amigos, a partir de ahora me evitará", pensó un instante. Tragó saliva. El zumbido de la magia arcana no era nada comparado con el enjambre que tenía en los oídos. Estaba considerando el volver a huir, al borde de un ataque de pánico, cuando sucedió.

Lazhar se movió.

Repentinamente, cerró las manos en sus brazos, y entonces Kalervo se dio cuenta de que él también temblaba, como una caldera de vapor a punto de estallar. El chico parpadeó. Lazhar tomó aire entre los dientes apretados, con una suerte de gruñido extraño, apagado, casi doloroso. "Ahora es cuando me empuja", comprendió Kalervo, con una punzada de dolor.

Y así fue... Lazhar empujó a Kalervo, pero no hacia la puerta. Con un movimiento brusco y decidido, volteó al muchacho y lo estrelló contra el colchón. Los ojos del mago se abrieron desmesuradamente, y su visión se vio velada por una cortina de cabellos carmesíes, la exclamación que estaba a punto de exhalar fue amordazada cuando los labios rudos y abrasadores se estrellaron contra su boca, hambrientos y explosivos como un volcán. Una suerte de losa de piedra caliente cayó sobre su pecho, y de repente, parecía estar en el centro de un incendio.

Le costó un poco entender que no había losa, que era el cuerpo de Lazhar. Que lo que estaba sucediendo era lo más increíble y maravilloso que podía imaginar, y que aunque lo había imaginado muchas veces, ahora que lo estaba viviendo estaba arrasándole y se le llevaba por delante.

Lazhar le estaba besando a él.

Quemaba, como una llamarada. Los labios ásperos se apretaban contra los suyos, buscándolos, moviéndose con avidez. Respiraba como un león enorme, rozándole con los dientes con suavidad contenida, y sus manos se abrieron, extendieron una caricia llameante e intensa a lo largo de sus brazos, para ir a hundirse en sus cabellos. Ahogándose en aquel incendio y renunciando a todo control o comprensión, Kalervo le abrazó con fuerza y se abandonó, bebiéndose cada sensación como una esponja seca, queriendo llorar y sin poder evitar que se le escapara alguna lágrima tonta. Estaba sucediendo. Estaba sucediendo de verdad.

Su aliento le cantaba al oído, le mordía los labios, le buscaba, le abrazaba, sus dedos nadaban entre su cabello extendido en los cojines. El chico tenía calor y no encontraba aire suficiente. No entendía nada, pero no quería que acabase. Cuando intentó respirar, le salió un gemido ahogado. El rostro de Lazhar estaba ahora hundido en su cuello, y su anatomía se apretaba contra su pequeño cuerpo, prendiéndole en llamas y provocándole reacciones que no podía asimilar. Le picaba la espalda, como si hubiera pasado demasiado tiempo al sol. La piel se le había erizado por completo y hasta las acciones vitales mas básicas como tomar aire y dejarlo ir, se presentaban como retos insuperables.

Los dientes del paladín se cerraron con delicadeza en la curva de su cuello, el aliento le quemó al contacto y el gesto le hizo dar un respingo y ahogar un nuevo gemido desvaído. "Me voy a morir", pensó estúpidamente, sin saber qué demonios estaba sucediéndole a su cuerpo y a sus emociones. Sólo le quería más cerca, sólo quería que no se terminara nunca. Intentó escurrir los dedos entre las placas para poder tocarle.

Y de repente, Lazhar se quedó quieto por un segundo. Apretó los dientes, apartó el rostro y le soltó como si le hubiera golpeado.

Kalervo tardó unos segundos en reaccionar, buscando el aire que le faltaba. Cuando lo hizo, confuso y mareado, Lazhar estaba saliendo de la habitación. ¿Qué demonios?... se levantó de un salto y se asomó tras las cortinas.

- ¿Lazhar? ¿Donde...?

El paladín se encaminaba a la escalera, y no se dio la vuelta. Parecía enfadado o molesto, quizá desesperado, y aún respiraba de manera extraña. "Se va", comprendió. "Se va, se va, está arrepentido, le doy asco". Las respuestas más oscuras y las explicaciones más virulentas empezaron a llover sobre él. Había hecho algo mal. No, lo había hecho todo mal. El paladín se detuvo y se quedó sentado en el suelo, sin mirarle, como el guardia de un palacio. "No se va. Pero no va a volver."

Aquel descubrimiento le desestabilizó como una patada en el estómago y le despertó un dolor intenso en las entrañas.

Cuando volvió al interior del cuarto, miró alrededor, intentando reconocer el lugar, encontrarle un sentido a su presencia aquí. Estaba tan aturdido que cuanto le rodeaba le parecía irreal. Era como si le hubieran arrancado el corazón del pecho y le hubieran puesto un bloque de hielo en su lugar. En apenas unos minutos, se había hundido en la fragante primavera para, instantes después, ser catapultado al invierno mas árido. Había saltado, y se había dado de cabeza contra las rocas afiladas.

- Dioses... - gimió, llevándose la mano al corazón.

Se arrastró hacia el diván y se hizo un ovillo, confundido y hundido en la más profunda miseria. Abrazó el cojín, incapaz de pensar con coherencia - si es que algo de todo aquello la tenía - y se dejó llevar por el llanto, absolutamente exhausto y perdido como un niño. No entendía nada. Y aquella era una verdad espeluznante que se reveló en aquel instante de sollozos y derrota, darse cuenta de que no era capaz de comprender lo que había ocurrido, y de que probablemente, nunca lo entendería. Había querido degustar los frutos del verano y había apostado su corazón entero en ello... y ahora no estaba seguro de si podía pagar el precio.

Asustado, se mantuvo aferrado al cojín hasta que el sueño inquieto le dio algo de paz.

En la planta de abajo, los ciudadanos de Lunargenta festejaban y reían, celebrando el Festival de Invierno. Las parejas de amantes se besaban bajo el muérdago, las chicas se vestían con los colores brillantes de la época y mostraban sonrisas encantadoras a los chicos. En un rincón, dos de ellos, elfos rubios de sonrisa traviesa, jugaban con una hoja de acebo y se abrazaban, haciéndose carantoñas, mientras algunos les miraban de reojo y apenas soltaban una risilla. Eran fiestas y la gente se divertía, olvidando todos sus pesares por unos días.

En el piso superior, un paladín atribulado y un mago con el corazón herido se hacían preguntas que ninguno podía responderse solo. Y entre los dos, en el espacio entre la puerta y la escalera, un puñado de hojas de bordes afilados se balanceaban, clavadas a una viga con una cuerda. Una de ellas se desprendió y cayó al suelo, durmiendo sobre las baldosas hasta que alguien la encontrara.

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