sábado, 7 de abril de 2012

XXXVI: El favor de las Dríades (II)

Un rato después, Selendra se despedía con la mano del joven mago, que caminaba decididamente hacia el interior de las Cavernas de Maraudon. Algunos centauros acechaban desde las colinas, pero ahora Kalervo ya no era el mismo aprendiz asustadizo que solía fingir desmayos para escapar de las situaciones peligrosas en brazos de un paladín preocupado. Invocó sus resguardos arcanos con toda la determinación que pudo infundir a su vocecilla. Un estallido azulón brilló sobre su cabeza y la magia se enredó a su alrededor, tejiéndose en un escudo de energía resplandeciente.

—Ahá, chúpate esa, extraña criatura amenazadora —dijo a la nada, alzando las cejas con suficiencia. —Si alguien quiere hacerme daño tendrá que atravesar primero mis escudos.

A continuación, revisó su faltriquera para comprobar que llevaba runas de teletransporte, agua y algo afilado por si había que apuñalar por la espalda a alguien. Kalervo nunca había apuñalado a nadie por la espalda, no le gustaban las armas ni la sangre, pero uno nunca podía saber en qué momento sería necesario algo así.

Después respiró hondo y empujó la pesada puerta de piedra...

...que no se movió.

Empujó más fuerte, cerrando los ojos y haciendo un ruido que más parecía el de un gatito haciendo sus cosas en el cajón de arena que un poderoso mago forzando un portón, pero no tuvo éxito alguno. Miró alrededor para cerciorarse de que nadie era testigo de su patética debilidad física, y acto seguido se coló por la rendija abierta utilizando un hechizo de traslación.

—Victoria —se jactó, una vez dentro.

"Victoria, victoria...", dijo el eco. Kalervo guardó silencio, abriendo mucho los ojos. Dejó que su vista se acostumbrara a la negrura y examinó cuanto le rodeaba antes de empezar a caminar entre las sombras. Aunque el joven mago era una de esas personas a las que uno no es capaz de imaginarse guardando silencio, en aquel momento estaba muy callado, con las orejas de punta y la mirada curiosa y azul volando de un lado a otro. Empuñando el bastón, se dirigió a través de unas escaleras de piedra, sin hacer ruido, muy atento. Escuchaba gotear la humedad de las estalactitas. Escuchaba, también, murmullos difíciles de identificar: el rumor del agua, susurros extraños. Las energías se percibían un poco cargadas.

"Si lo que contaba Selendra es cierto, empeorará a medida que vaya más al fondo", pensó Kalervo, apretando los labios. Por suerte, se había aprovisionado de gemas de maná. Evocar en un lugar tan inquietante no le hacía mucha gracia.

—Los restos de Zaetar están en lo más profundo —le había explicado la dríade antes de entrar—, bajo un montículo de hierba con unas astas de ciervo que lo marcan. Hay cascadas a su alrededor, seguro que lo encuentras. Pero hasta llegar allí tendrás que atravesar toda la caverna. ¡Ten mucho cuidado! La corrupción está presente en todas partes.

Tomar energía del ambiente corrupto no podía ser bueno, de eso Kalervo estaba muy seguro. "Creo que lo mejor será seguir el rumor del agua. No debe estar muy lejos".

Descendió hasta los túneles y comenzó a elegir aleatoriamente el camino a seguir, andando, andando, con el bastón en la mano y siempre muy atento por si aparecía algún enemigo malvado. De vez en cuando se encontraba con dos o tres caminos divergentes y echaba a suertes cuál escoger. Antes de tomar la decisión, grababa una runa en el suelo para poder volver atrás con un hechizo de traslación. De esta manera, en las negras cavernas se fue dibujando un sendero de sigilos resplandecientes que cada vez se adentraban más y más en la gruta.

Poco a poco, la caverna fue cambiando. De la piedra seca y gris, dio paso a suelos con limo y barro, plantas podridas que olían fatal colgando de las paredes mohosas, setas y champiñones fosforescentes y extraños bulbos colgantes que desprendían una luz sucia y nubes amarillentas.

—Eeeek... este debe ser el mal que moraba—pensó Kalervo, para quien un hedor repugnante era tanto o más censurable que una invasión de la Legión Ardiente.

Se cubrió nariz y boca con uno de sus pañuelos perfumados y prosiguió, hasta que un charco de agua anaranjada e inmunda le hizo detenerse. A su alrededor, enormes flores de pétalos puntiagudos inclinaban sus cabezas hacia la laguna. El chico se sentó en una piedra medianamente limpia, pensando en congelar el agua para poder pasar sobre el hielo sin mojarse con ese líquido horrible. Estaba en ello cuando notó un cosquilleo en el cuello. Se dio un manotazo suave, pensando que sería un insecto.

—Tal vez con una ventisca prolongada... aunque es mejor la nova de escarcha, así se solidificará toda la superficie.

Volvió a darse una palmada al percibir un nuevo cosquilleo, pero en esta ocasión, algo más le sacó de sus reflexiones. Un tacto blando, frío y viscoso en su tobillo.  Alzó las orejas, abrió mucho los ojos y se puso en pie de un salto.

—¡Ih! —exclamó—. ¿Qué es esto? ¿Qué sucede?

Entonces se dio cuenta. Las flores de la orilla habían vuelto sus cabezas hacia él, y también sus pétalos. Y se movían. Una de ellas estaba a su lado, mirándole con sus estambres —aunque no tenía ojos sentía algo así como una mirada inquietante — y enredándole una liana babosa en la pierna. "No son flores", comprendió, "son esquejes, azotadores. ¡Recórcholis!"

—¡Flor, suéltame o tendré que usar mi magia! —exclamó Kalervo, mirando al azotador con gesto de enfado. No sabía si aquellas criaturas eran hostiles y no estaba seguro de si usar la violencia sin más estaría bien. ¿Y si eran amigas de Selendra? —Estoy aquí con permiso de las dríades, he venido a salvar las cuevas y a recuphmmmmmmmf...

No pudo terminar de hablar. Una enorme hoja le cubrió la boca. Kalervo frunció el ceño, indignado. No era la primera vez que le hacían callar, pero ¿un vegetal? ¡Intolerable! De pronto, el azotador sacudió la extremidad con la que le había atrapado el tobillo y levantó a Kalervo en el aire, dejándole colgado boca abajo.

—¡Hmmmmpf! ¡Hmf hmf hmf! —le regañó el mago, tratando de hacerse oír y señalándole con el dedo amenazadoramente.

Pero el azotador no parecía darse por aludido. Abrió mucho sus pétalos y los cerró sobre la cabeza de Kalervo, intentando engullirle como una planta carnívora a una mosca. Como es natural, este acto tan poco decoroso acabó con la paciencia del joven mago. Uno puede entender que la barrera del idioma resulte un problema de comunicación entre un elfo y una flor. Pero que una flor te amordace, te cuelgue boca abajo haciendo que se te suba la toga hasta la cabeza y todas las demás flores vean tu ropa interior, y encima pretenda comerte es pasarse de la raya. Por eso, el muchacho no tuvo más remedio que concentrar su energía y provocar una deflagración arcana.

El estallido hizo que la flor le soltara inmediatamente y retrocediese, retorciéndose y con las hojas de punta a causa de la estática. Como consecuencia, Kalervo se cayó de cabeza sobre la piedra, aunque tuvo el buen tino de apoyar una mano y dar una voltereta de croqueta para evitar abrírsela. Sólo se hizo un poco de daño en el codo y en el trasero, que fue el que finalmente llevó su peso al suelo.

—¡Ay! Bueno, se acabó la broma—exclamó, poniéndose rápidamente en pie y limpiándose el pelo y la cara de restos de polen.

Antes de que el azotador pudiera atacarle de nuevo, invocó una bola de fuego y lo hizo estallar en trocitos vegetales y chispas inflamadas. Luego apuntó con el bastón al resto de azotadores.

—¿Y vosotros qué? ¿También queréis probar suerte?

Los azotadores agitaron sus hojas y empezaron a temblar. Kalervo sonrió con suficiencia. "Jé. Les he asustado. Normal, es que soy un gran mago". Pero las flores, aunque temblaban, no se iban. Las miró con atención. Entonces vio que estaban alargando sus raíces hacia el agua podrida y éstas parecían succionar.

—Oh oh...

Temiéndose lo peor, saltó detrás de la piedra, justo a tiempo. Los azotadores comenzaron a escupir chorros de agua sucia, con tanta fuerza que hacían un ruido como de disparos al golpear contra las paredes de piedra de la caverna. Kalervo cerró los ojos con fuerza, esperando que terminase la ráfaga. Cuando lo hizo, salió de su escondite y comenzó el contraataque.

La cueva se llenó de ecos musicales con los hechizos del menudo arcanista. El fuego se alzó en el suelo, llovió granizo y las llamaradas se prendieron sin previo aviso en las hojas y pétalos de los esquejes. Al cabo de un rato, no quedaba allí nada más que restos carbonizados y partículas arcanas flotando en el aire. Kalervo, sacudiéndose la toga, se acercó, para comprobar que todo iba bien.

Entonces lo descubrió: Allí, en medio de las fibras deshechas, un diminuto azotador que se cubría su cabeza de pétalos con las hojas y parecía muy asustado. Todo lo asustada que puede parecer una planta, claro. Kalervo ladeó el rostro. Levantó el pie para pisarlo, pero dudó. Y se quedó así un rato, con el pie levantado e indeciso.

—Jolín —suspiró al fin, dejando caer los hombros y apartando la suela—. Oye, flor. Ya está, no tengas miedo.

La flor dejó de temblar y levantó la cabeza hacia él. Kalervo vio que era distinta a las otras. Esta no tenía vetas naranjas, era verde, blanca y con motitas azules, muy bonita, y no debía medir más de diez centímetros.

—No me mates, por favor —dijo entonces la flor, con una vocecilla fina y aguda.

Kalervo alzó las cejas y se acuclilló para mirarla de cerca. No le sorprendía que la flor hablase (recordemos que Kalervo había leído muchos cuentos y sabía perfectamente que tanto las flores como los animales pueden hablar, pero no lo hacen porque no quieren), sino que fuera distinta a las otras.

—Vale, no te mato. Pero, ¿por qué me queríais comer? No me digas que alguna vez me he cenado un brócoli que era familia vuestra. Si es así no lo sabía, lo siento.

—No, no, no tengo brócolis en mi familia —explicó la flor—. Todo esto es culpa de la contaminación.

—¿Qué quieres decir?

Kalervo extendió la mano y dejó que el pequeño esqueje se subiera a ella. Se puso en pie y siguió su camino, congelando el suelo a su paso y llevando consigo al azotador, ahora que estaba claro que era una especie de planta-niño y que no era malvado.

—Nosotros vivíamos aquí cuidando las plantas, ayudando a todo a crecer —explicó la criatura, acomodándose en su mano— pero entonces, el agua empezó a volverse diferente. Ya no era transparente, sino marrón. También el aire se puso distinto. Y mis compañeros se volvieron malvados y agresivos, se pusieron enfermos.

—¿Y por qué tu no? —preguntó Kalervo, muy curioso.

—Yo vine hace poco, vengo del desierto, de Taranis. Hasta hace poco tiempo era semilla. Me he abierto al llegar aquí, y como vengo del desierto, no necesito beber casi nada. Todavía no lo he hecho en muchos días.

—Entiendo—asintió el mago—. Bueno, no te preocupes. Voy a arreglar ese problema del agua marrón. ¿Me ayudas?

—¡Claro!

Sus voces hacían un eco suave en las galerías. El sonido del agua corriente se había vuelto más cercano, pero todavía no se podía ver la procedencia del débil riachuelo cobrizo que estaban siguiendo. El mago caminaba de nuevo con el bastón empuñado y mucha atención en los recodos.

—Yo me llamo Kalervo—dijo, poniéndose al esqueje en el hombro— ¿Y tú?

—Pues no lo sé... no lo he pensado. ¿Cómo crees que me queda bien?

Kalervo pensó un momento.

—¿Eres chico, o chica?

El esqueje se miró entre las raíces y pareció meditar un largo rato. Después se encogió de hojas.

—Pues creo que chico.

—Entonces te llamaré Florentino, ¿vale?

—Vale.

Kalervo asintió, apartando una hiedra mustia con el bastón para cruzar a través de un arco de piedra natural. Los techos empezaban a hacerse más altos, el olor a putrefacción más fuerte, y la densidad de las energías estaba tan concentrada y se había vuelto tan opresiva que a Kalervo le brillaban los ojos con un fuerte resplandor azul.

—Muy bien, Florentino. No te bajes de mi hombrera. Creo que a partir de aquí, el camino se va a volver peligroso.

Florentino asintió con la cabeza. Y como para darle la razón, unos ojos amarillos y brillantes destellaron desde los restos de un arbusto seco, unos metros por detrás de Kalervo y su nuevo amigo. Cuando ambos estuvieron lo bastante lejos, el grell salió de su escondrijo y echó a correr, dando saltos elásticos, rumbo a la guarida de sus señores. A los sátiros les gustaría saber la clase de intruso que estaba de visita en las Cavernas de Maraudon.